La locura de la cruz

Creer en un Dios crucificado es ciertamente una especie de locura. Pareciera que se cree en un Dios impotente, humillado, en el Dios de los vencidos. Muchas veces he escuchado a creyentes quejarse de que Jesucristo sea representado de esta manera cuando hay imágenes más amables: la resurrección por supuesto, pero también está el sermón de la montaña, la multiplicación de los panes y los peces, la Sagrada familia, el adolescente en el templo dialogando con los doctores de la ley, y –desde luego—el Jesús enojado expulsando a los mercaderes del templo. De hecho, esta última imagen es agradable para muchos de nosotros ¡también se enojaba ante los abusos! ¡también explotaba!

  Pero el Dios de Getsemaní o del Gólgota no es agradable a todos por ser un Dios que no hace gala con estruendos de su poder, o nos vamos al otro extremo e identificamos la cruz con el sufrimiento autoinfligido: ir de rodillas hasta un templo, autoflagelarse, mortificarse y pensar que sin martirio no es posible ser cristiano, así que se busca el sufrimiento hasta debajo de las piedras.

  Pero la cruz es un símbolo, en ella se anudan todos los pecados del mundo. Jesús aceptó tomar esa cruz-pecado sobre sus hombros y ser crucificado con todo lo que el peso del pecado significa, para redimirnos, y también para mostrarnos el camino, el camino a la plenitud a la que tanto aspiramos, el camino a la resurrección. De ninguna manera se trata ni de estar viendo la cruz para recordarnos su dolor, ni de que nos generemos sufrimiento para crucificarnos solos. Se trata de trabajar por el Reino, lo cual implica renunciar a nuestro solipsismo egoísta, al cuidado exclusivo de los nuestros y de nuestros intereses. Implica entrega, lucha por un mundo mejor, poner nuestros dones a su servicio y tener la certeza de que no es el éxito (como se entiende comúnmente) lo que define nuestra tarea, sino el amor y el compromiso con los que la hacemos.

  Pero no me quiero detener más en ese aspecto de la locura de la cruz, sino en el otro: no en Cristo crucificado, sino en la cruz misma. Cuando se piensa en el pecado, se suele pensar dualistamente: o nos centramos en nuestros propios pecados que pueden traernos con la culpa o el cinismo a flor de piel, o pensamos en los pecados ajenos como buenos ingredientes para el chisme y la condena y, –de paso– como una buena disculpa de los propios. Pero normalmente no nos detenemos a reflexionar sobre el tejido que forman los pecados de todos nosotros unificados, porque ningún dictador puede matar inocentes y esclavizar personas por la sola fuerza de su individualidad y ningún pueblo puede ser exterminado u orillado a morir de hambre por una sola mano. No estoy tratando de echar culpas ni personales ni estructurales, sino de señalar la importancia de ver y escuchar, de palpar cómo se configura el mundo en función de los pecados de todos: guerras sin sentido, agresiones, asesinatos, robos, violaciones, desapariciones forzadas, explotación de unos seres humanos por otros seres humanos. A donde quiera que uno voltee la mirada hay pérdidas, sinrazones, abusos, torturas, marginaciones, destrucción de personas, de vida, de mundo. Eso es la locura y también eso, y no otra cosa, es la cruz. Asumir la cruz no es inventarnos una, ni reducirnos solo a sentir nuestro mundillo y lo que nos importa, ni sufrir por lo que el Cristo histórico sufrió físicamente. Asumir la cruz es asumir el mundo en el que vivimos y hacernos cargo.

  «Hacernos cargo» como cristianos no significa solo orar y participar en marchas por la paz del mundo ocasionalmente, significa también arriesgarnos por ese mundo. Entregar nuestro tiempo, nuestro esfuerzo y nuestros talentos y trabajar por contrarrestar ese caos maligno que nos envuelve. Empezando, desde luego, por lo que tenemos más cerca: ¿qué y cómo podemos hacer algo para que este mundo sea un lugar mejor, menos caótico, más amable, menos loco? ¿Cómo puedo darme yo a ese trabajo y no dar cualquier otra cosa (dinero, bienes materiales que me sobren, ayudas ocasionales) solo para tranquilizar la conciencia?

  Porque cuando estamos asustados, la tentación de poner tres tiendas y quedarnos en ellas como en una burbuja es muy grande, y los Evangelios son muy claros ante esto: «quien quiera ser mi discípulo que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga» y cuando Pedro, exaltado, le dice a Jesús que no permitirá que lo crucifiquen, la respuesta también es muy clara: «¡Apártate de mí, Satanás, porque no piensas en las cosas de Dios sino en las de los hombres!» Y sí, para pensar en las cosas de Dios hay que asumir la locura como nuestra. De hecho, si lo pensamos aún sin fe y solo como humanos, la locura sí es nuestra. En lo que nos alejamos de Dios es en no querer asumirla.

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