Por Omar Navarro Ballesteros
«A ver si el sábado vamos juntos a la Sierra Santa Rosa», fue el último mensaje que me llegó de Marco, antes de que lo asesinara “El Rulo” del Cártel del Noreste. Apenas se corrió el rumor y un par de amigos fuimos a reconocer el cadáver en medio de una extraña tienda de abarrotes; llena de latas y despensas, pero que a nuestros ojos se imprimía vacía y polvorienta. Entonces vimos su cuerpo tendido como el cadáver divino del Evangelio de San Juan, sobre unas cajas de harina, dejando ver lo costilludo que era, junto con su pelvis desnuda que comenzaba a endurecer por la “naturaleza” de la muerte. Para Marco no hubo Sábana Santa, solo una bolsa de plástico proporcionada por algunos peritos que les urgía acabar con su turno en aquel 2021. De este hecho no hubo encabezados, no hubo columnas dedicadas a su vida, ni instituciones que lanzaran comunicados por lo sucedido. Solo se supo de la noticia fatídica por un segmento de no más de cuarenta y cinco segundos en Multimedios.
Marco fue mi primer amigo, no solo eso; fue mi mejor amigo. Lo conocí en el Jardín de Niños Leona Vicario de Coahuila. Con él fue mi primer abrazo de carnales, un abrazo donde se perdieron los pudores. Desde el kínder ya era alto y muy delgado. Sus ojos no tenían color, aunque a él le gustaba decir que eran de color miel. Por esos años pasábamos todas las tardes juntos; jugando, haciendo carreteras de lodo en medio de un patio rodeado de lilas frondosas y vainas deshidratadas de mezquites, comiendo helados y cenando en una cocina que a la vez era una sala. Íbamos a las fiestas populares de Coahuila, daba igual si era un rosario a la Virgen de Guadalupe o una posada del Niño Fidencio, pero siempre juntos, juntos hasta que el cielo se hacía anaranjado y los huizaches y las casas pasaban a ser siluetas.
Compartíamos demasiadas cosas en común; nuestras contraseñas de redes sociales eran nuestros nombres (Marco-Omar), seguidos del año 2000, año en que nos conocimos. Nos gustaba la misma canción, “Hoy en tu día” de Conjunto Primavera, porque siempre celebrábamos nuestros cumpleaños juntos. Ambos éramos de septiembre, del mismo año, los dos del signo Libra, el signo de la justicia. No entendí porque si para mí, Marco, había sido tan importante, su muerte pasaba desapercibida por todo Coahuila. No sé si era la costumbre a los asesinatos en extrema violencia de jóvenes, o si era una indiferencia sincera que dejaba ver el lado oscuro del pueblo.
En el catecismo a Marco y a mí nos enseñaron que Jesús había muerto por nosotros, que murió sin tener la culpa y que entonces debía ser nuestro ejemplo a seguir. Marco también murió sin tener la culpa. Le tocó estar en el lugar equivocado. El dueño del local (al que también ejecutaron), era quien tenía problemas con el crimen organizado, que cada día se apodera del control de todas las tiendas pequeñas, mediante cuotas a cualquier tipo de local. Modelo replicado por todos los cárteles en México y Latinoamérica.
Pero Cristo resucitó al tercer día, y Marco no. Y tampoco resucitaron los demás 35, 625 homicidios ocurridos en ese año. Ni el sacerdote le hizo rosario, porque según, Marco se buscó esa muerte y las almas merecen ser sanadas antes de partir. Y Marco no sanó, dicho por su madre.
Las ejecuciones del narco no son indiferentes, hasta que nos matan a un familiar, o, como en mi caso, a mi amigo. En su funeral, por más dolor que sentía, no me salían las lágrimas. No me sentía triste. Estaba enojado con la vida, porque no se valía lo que me había pasado, por el dolor que me quedaba a mí. Sentí decepción de Marco. Y luego le tuve rencor a Dios, porque no me sanó el alma. Sencillamente estaba incompleto. Aquellos sueños de jugar póker de viejitos, hasta que alguno de los dos nos diera un infarto fulminante, se habían acabado por los siglos de los siglos santos.
Antes del viaje a la sierra de Santa Rosa, estaba planeado un viaje a El Río, Texas, con nuestras novias de ese entonces. Ese grupo de cuatro se desintegró. Y hasta la fecha nos mantenemos distanciados. Nuestro duelo terminó por menospreciarse, porque según, el pueblo, “lo bueno fue que no era familiar”.
Un mes después de su entierro, sentado en la banqueta de la calle de mi casa, y al ver algunos amigos, que en conjunto sonreíamos y cotorreábamos como si nada hubiera pasado, me llegó la tristeza, y por fin lloré por él. Ni las servilletas ni mis manos pudieron detener las lágrimas. Pero vi el paraje; el cielo que se coloreaba de anaranjado y que los huizaches, las casas y las personas, nos convertíamos en siluetas.