En 2011, en pleno boom de las redes sociales, en el mundo occidental nos ilusionaba la efervescencia en las calles de las principales ciudades de medio oriente. La denominada «Primavera Árabe» demostraba el poder de cohesión y divulgación que habían tenido las redes sociales, desde donde se autoconvocaban las y los jóvenes de países como Túnez, Egipto, Yemen, entre otros, exigiendo democracia y derechos para las personas.
A partir de entonces, nuevos procesos sociales se fueron potenciando desde lo digital. ¿Sería internet un auténtico espacio de libertad o un repositorio de nuestras propias violencias? La moneda estaba echada en el aire.
Mientras tanto, la tecnología iba tomando más y más espacio en nuestras vidas; la información fluía con una inmediatez que nos hacía replantearnos la noción de tiempo. De aquellas expresiones de libertad vinieron otros procesos de suma importancia en la era digital, como lo fue el destape de los Wikileaks, una organización creada por el activista australiano, Julián Assange, que difundió masivamente miles de documentos oficiales clasificados que daban cuenta de las estrategias de guerra, del exterminio de sus enemigos, así como del control y la vigilancia de la población por parte de gobiernos como Estados Unidos.
¿Transparencia versus control? La divulgación de lo público, vía internet y en tiempo real, entraba en un terreno pantanoso en donde figuras como Assange o Edward Snowden se convertían en enemigos políticos de los regímenes. ¿El disenso político es un delito? ¿Por qué promoverlo vía internet habría de serlo?
En 2017 el gobierno ruso envió una carta a la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) en la que proponía la aprobación de una convención contra el ciberdelito, a fin de que fuera reconocido y perseguido por los Estados miembros de manera urgente. La misiva venía acompañada de un borrador del tratado, en el que el gobierno de Vladimir Putin presentaba «la gravedad de los problemas y amenazas que plantean los delitos relacionados con las tecnologías de la información y las comunicaciones».
El objetivo aludido del tratado era crear un ciberespacio más seguro, y el marco legal ampliaría el arsenal de herramientas disponibles para los Estados en su lucha contra las actividades ilícitas en línea, mediante la clasificación de varios delitos y la implementación de mecanismos para la cooperación internacional y la asistencia técnica.
Esta iniciativa encendió las alarmas entre los activistas de derechos digitales, quienes, desde entonces, han cuestionado el proceso de discusión de la convención y el fondo punitivista de la misma. Ésta, a su dicho, atenta contra los derechos humanos a la libertad de expresión y a la protección de datos privados de las personas, entre otras cosas.
Para los activistas especializados en derechos digitales, de no regularse de forma concreta lo que significa ciberdelito y sus implicaciones, se podría recurrir a la excusa perfecta para facilitar la vigilancia y represión de defensores, periodistas, ciberactivistas y personas críticas a los gobiernos.
En este cuaderno entrevistamos a Paloma Lara Castro, abogada feminista y coordinadora de Políticas Públicas de la organización latinoamericana Derechos Digitales. Desde dicha Organización No Gubernamental (ONG), Lara Castro ha participado de cerca en las sesiones del Comité Ad Hoc, encargado de redactar la Convención sobre la lucha contra la utilización de las tecnologías de la información y la comunicación con fines delictivos y ha monitorizado de cerca el entramado legal que equilibra la vida de las personas en el espacio digital, donde los derechos humanos se abren paso entre intereses públicos y privados, buscando asegurar que el «usuario» se sostenga como agente y sujeto de derechos.
Los derechos en internet
Lo primero que Paloma Lara Castro precisa en nuestra conversación es que los derechos humanos deben aplicarse de la misma manera en la vida análoga; la digitalidad no debe inhibir su efectividad.
«El trabajo que hacemos en Derechos Digitales se basa en la intersección entre las tecnologías y los derechos humanos mediante diversas acciones que apuntan a impulsar la aplicación del marco del derecho internacional de los derechos humanos en los ámbitos digitales y en la implementación de tecnologías. Y eso es importante porque, en un mundo cada vez más tecnocentrista, combinado con regímenes autoritarios y tecnocapitalismos, lo que termina pasando es que las legislaciones y políticas asociadas a la aplicación o intermediación tecnológica no aplican un marco de derechos humanos. En realidad, los marcos legales prexistentes se deberían aplicar de la misma forma en lo digital».
Paloma explica que los esfuerzos para hacer frente al cibercrimen generan preocupación, tanto porque los ciberdelitos suponen una amenaza para los derechos humanos, como porque las leyes, políticas e iniciativas sobre cibercrimen se están utilizando actualmente para socavar el derecho de las personas a la libertad de expresión.
En este contexto, existen diversas iniciativas estatales en el ámbito local, y recientemente en el global, respecto al cibercrimen. «Es importante destacar que el enfoque global de la lucha contra el cibercrimen carece de consenso y de una definición común, lo que suscita preocupación por posibles violaciones de los derechos humanos. Limitar el alcance de cualquier convenio sobre ciberdelincuencia desde la perspectiva de los derechos humanos es crucial, ya que muchas leyes que abarcan los ciberdelitos pueden ser excesivamente amplias y vagas, dando lugar a abusos de poder. Las leyes que se centran en delitos relacionados con el contenido, como la desinformación y el apoyo al extremismo, a menudo dan lugar al encarcelamiento de periodistas, activistas y disidentes, lo que supone una amenaza para la libertad de expresión. Incluso las leyes que se centran en los delitos cibernéticos pueden utilizarse indebidamente para perseguir a los investigadores de seguridad digital y a los denunciantes, sofocando su crucial labor y socavando la seguridad pública. Es esencial que cualquier convenio incluya salvaguardias tales como una norma de intención maliciosa, protección para los denunciantes y disposiciones que permitan a los investigadores de seguridad operar sin temor a ser procesados», refiere la abogada.
Paloma explica que, lastimosamente, «es una tendencia a nivel global el apuntar todos los esfuerzos legislativos al ámbito punitivista. Ahora bien —dice—, esto no es algo nuevo; […] si sacamos la tecnología del factoreo, los Estados tienden a ir hacia lo punitivo para abordar cuestiones sociales. Evidentemente hay veces que sí es necesario que ciertas conductas estén prohibidas por ley, pero no debe de ser la única estrategia global en la que poner todos los esfuerzos», menciona.
Mientras tanto, la violencia entre y contra los usuarios en internet ha crecido de manera exponencial y los marcos legales que deberían regular las interacciones, con transparencia y conforme a derechos humanos, parecen inexistentes. ¿Hasta dónde es responsabilidad del Estado perseguir delitos que se producen en internet? ¿El disenso en lo virtual es delito? La línea es muy delgada, por lo que «los derechos humanos deben estar en el centro de la discusión», apunta Lara Castro.
De este modo, Estados como Rusia, Irán, China, Paquistán o Venezuela (que apoyan la propuesta inicial de convención) «proponen incluir delitos de contenido que podrían criminalizar actividades legítimas, lo cual podría afectar a periodistas, investigadores de seguridad digital y defensores de derechos humanos, generando impactos diferenciales de género. A su vez, existen propuestas de texto para ampliar la Convención e incluir delitos de otros tratados internacionales cuando sean cometidos a través de la tecnología, lo que podría conducir a una mayor criminalización. En ese sentido, es esencial considerar las perspectivas de derechos humanos y género, así como el contexto político e histórico de la región, para evitar el aumento de la criminalización y promover la defensa efectiva de los derechos humanos», insiste Lara Castro.
Un tratado con muchas dudas
El tratado se ha discutido por más de cuatro años sin llegar a un consenso. Los jaloneos en el debate han dejado un mal sabor de boca a organizaciones como Derechos Digitales, quienes han participado de manera directa en las rondas de trabajo.
En diciembre de 2021 más de 100 organizaciones instaron a garantizar la protección de los derechos humanos. La primera sesión oficial de negociación, en febrero de 2022, se dirigió a cómo las disposiciones de dicho documento podrían afectar tales derechos, destacando la importancia de un enfoque limitado a «ciberdelitos reales» y evitando disposiciones demasiado amplias que dieran lugar a interpretaciones discrecionales.
Las negociaciones revelaron divisiones sobre cómo definir los ciberdelitos, con Estados como China, que propusieron incluir la difusión de información falsa. Las ONG abogaron por tratamientos cautelosos y limitados de las capacidades del tratado, resaltando los riesgos de una interpretación excesiva y las potenciales violaciones a los derechos humanos.
En su versión actual, el tratado sobre cibercrimen «está lejos de ser una herramienta que garantice mayor seguridad en línea a las personas, y se constituye como una amenaza al ejercicio de derechos humanos, particularmente en aquellos países con democracias frágiles y un historial de autoritarismo», se lee en el sitio web de Derechos Digitales, donde Paloma Lara Castro es coordinadora de Políticas Públicas. En la misma página se enfatizan otros cuatro puntos sobre la necesidad de crear una convención cuyo centro sean los derechos humanos, ya que el tratado tiene las siguientes características:
1. Carece de salvaguardas robustas en materia de derechos humanos, lo que permite que sea invocado para perseguir y castigar actos legítimos, como expresar disenso político.
2. No incorpora una perspectiva efectiva de género. Esto posibilita la criminalización de mujeres y personas LGBTQIA+, socavando la lucha por la igualdad de género.
3. Incluye delitos que atentan contra la libertad de expresión, como han advertido diversas organizaciones internacionales. Esto es un contrasentido con la misión de la ONU: no se puede aprobar un tratado que legitima violaciones a los derechos humanos.
4. Legitima la vigilancia estatal de las actividades en línea y facilita la cooperación entre Estados para la recopilación e intercambio de información personal de la ciudadanía, sin salvaguardas suficientes que impidan abusos contra el ejercicio de derechos fundamentales.
La cosa se agrava cuando la persecución del cibercrimen se cruza con la perspectiva de género. Para ello, Derechos Digitales elaboró el informe Cuando la protección se convierte en una excusa para la criminalización: consideraciones de género sobre los marcos de ciberdelincuencia, donde se analizaron 11 casos de mujeres o personas LGBTQIA+ que fueron perseguidas por su activismo, expresión de género o simplemente por expresar disidencia en relación con las autoridades de sus países.
En los casos anteriores, los gobiernos utilizaron conceptos amplios y genéricos, como la «propagación de noticias falsas», a los que «adjudicaron penas draconianas que incluyen el encarcelamiento para criminalizar actividades legítimas, violando derechos fundamentales como la libertad de expresión y de asociación», se lee en su informe.
Fue el caso de Cinthia Samantha Padilla Jirón, activista y estudiante de periodismo nicaragüense, detenida en 2021 tras participar en actividades políticas durante las protestas sociales contrarias al régimen de Daniel Ortega. En 2022 fue condenada por violar cuatro ciberdelitos, entre ellos, «traición y difusión de noticias falsas», por lo que recibió una sentencia de cárcel por cinco años y una multa de 30,000 córdobas. En 2023 fue expatriada y exiliada junto a otros 222 presos políticos.
«Lo que queríamos mostrar es cómo la falta de aplicación de la perspectiva de género a este tipo de discusiones genera afectaciones no sólo individuales, sino colectivas. Si sacamos el ámbito digital de la ecuación y empezamos a hablar de derecho penal, sabemos que el derecho tiene que ser pensado desde quién y a quién lo aplica. Ni las tecnologías ni el derecho penal son neutrales, ya que se insertan en sociedades con desigualdades preexistentes. Entonces, ¿cómo le va a afectar particularmente a un grupo, ya excluido históricamente, una legislación que no tiene en cuenta una perspectiva de género aplicado?», cuestiona la abogada.
Los derechos humanos en manos de empresas
Poco más de una década después de aquella «Primavera Árabe», la discusión de los asuntos públicos en la era digital enfrenta un momento clave: la digitalización de nuestra vida social y política se topa con la verificabilidad de los contenidos que circulan. La desinformación modela la opinión pública en tiempo real, permitiendo la proliferación de contenidos falsos, violentos y desestabilizadores, que pueden ser creados por personas y viralizados de forma masiva por bots (sistemas computacionales).
Las empresas y plataformas de redes sociales, en donde versamos buena parte de nuestra actividad digital, se han convertido en conglomerados multimillonarios. Las empresas, a través de sus políticas de privacidad que como usuarios «aceptamos», moderan y curan los contenidos —mediante algoritmos matemáticos— y con ello muestran y enconden (a voluntad de los que pagan por ello) información que puede ensañarse contra alguna persona en específico, influir opiniones o hasta poner en duda el resultado de una elección.
Si bien muchas empresas de tecnología han avanzado en generar acciones tendientes a dar cumplimiento a lo referido, no se observan cambios significativos a su modelo de negocios.
«Esto lo han comprobado investigaciones, que explican que el modelo de negocios [de estas empresas] lucra no solamente con el extractivismo de datos, sino que su sistema también funciona y genera más vistas, priorizando el beneficio económico sobre las personas, vulnerando su privacidad para obtener beneficios comerciales sin su conocimiento y consentimiento, y permitiendo la amplificación de discursos nocivos (incluido y no limitado a violencia basada en género) por réditos económicos. Los Estados deben seguir siendo responsables del cumplimiento y garantía de los derechos humanos; la digitalidad no les dispensa de su obligación», insiste la abogada.
«Ni las tecnologías ni el derecho penal son neutrales, ya que se insertan en sociedades con desigualdades preexistentes».
Por último, le pregunto a Paloma qué opinión tiene sobre la neutralidad en internet, pensando que el Estado es un actor más en la esfera digital y quizás el más chiquito. Además, la vida social aquí desarrollada está inserta en las reglas que formulan las plataformas, cuyas regulaciones terminan siendo difusas por el hecho de que no las conocemos a fondo.
Para Lara Castro, las redes sociales son espacios privados que funcionan como espacios públicos por sus capacidades de influir en el ámbito político: «La expresión en estos espacios digitales han generado cambios; tenemos el ejemplo perfecto en el movimiento Ni una menos, creado en internet y que no solamente se trasladó al espacio físico en Argentina, sino que se replicó a través de todos los países de Latinoamérica. Esa es la potencialidad de la web, y específicamente de los espacios digitales, para expresar opiniones políticas e incidir en el debate público. A raíz de esas movilizaciones no solamente se generan nuevas formas de protesta, sino reconocimiento de derechos y políticas públicas. Esto vendría a ser el aspecto positivo del que hablábamos, pues se habilita el ejercicio de derechos humanos y de cambio social transformativo. Por otra parte, la violencia y las legislaciones reactivas, especialmente de aquellos Estados autoritarios y que están ya en un nivel de desfase democrático importante, como Nicaragua y El Salvador, por decir ejemplos muy concretos, y que han sacado legislaciones de cibercrimen, socavan gravemente el derecho a la libertad de expresión en internet. Así, estas legislaciones, lejos de proteger derechos, lo que provocan es la persecución, legalmente avalada, de la expresión de las personas que generan contenido en internet. Entonces, el abordaje correcto sería que los Estados no hagan legislaciones de contenido. En todo caso, el abordaje debe ser lo que se denomina regulación inteligente centrada en garantizar el cumplimiento de las responsabilidades de las empresas mediante la transparencia y la reparación».
«A la par, es importante reconocer e identificar los daños producidos y habilitados por las empresas, contemplar los riesgos significativos al definir reglas estáticas en contextos que cambian y crecen constantemente, así como los riesgos de que las legislaciones otorguen poderes judiciales a empresas privadas y/o restrinjan el ejercicio de los derechos humanos en línea».