Amar y seguir a Dios en tiempos de barbarie

Nuestra vida es una incertidumbre, un terror muy grande, cuando salen los migrantes, sabemos que no va a pasar mucho tiempo en que sean agarrados. Y de por sí el territorio del noreste es de sangre y muerte, estamos rodeados, en constante acoso.
 Padre Pedro Pantoja†, en entrevista con Marcela Turati en julio de 2011

Una versión abreviada de este texto se publicó en el dossier Violencia en América Latina: un frente común.

Hace 12 años, cuando en el norte de México, en la frontera, los migrantes clamaban por su vida, la mirada no estaba puesta en el sur del país, en donde apenas y se reconocía que, en el paso fronterizo con Guatemala, existía un problema de seguridad. La guerra estaba allá, en el norte, en donde los cárteles controlaban el paso de personas, en donde los cárteles controlaban el robo de gasolina, la venta de drogas, la trata de mujeres, los secuestros, la extorsión; fue allá en el norte en donde dejaron de verse a los primeros jóvenes que después llamamos desaparecidos, en donde morir y amanecer envuelto en cobijas se volvió una constante. En donde el grito de las madres buscadoras de sus hijos comenzó a hacer eco.

Pero en el sur, en el olvidado sur de México, en estos 16 años desde que se inició la mal llamada «guerra contra el narco», y con más potencia en los años recientes, los grupos criminales ahora reinan con total impunidad e imponen en la población ya no sólo un estado de guerra, sino el control absoluto del territorio, que incluye la vida en las escuelas, los comercios, la vida social y política, sus caminos y cerros, sus habitantes y, por consecuencia, sus líderes religiosos.

México es el país más peligroso de Latinoamérica para el ejercicio del sacerdocio; lastimosamente también es el país más peligroso para el ejercicio periodístico. Pareciera que perseguir la misión de buscar la verdad «para hacernos libres» (Juan 8:31–38) es sentencia de vida o muerte.

Foto: © Enrique Carrasco, S.J.

Y en esa espiral de violencia, en la que «lo posible» se impone a «lo probable», los datos más recientes del Centro Católico Multimedial (CCM) refieren que de 2006 a 2022 fueron asesinados 52 sacerdotes (un promedio de tres por año). Entre ellos nuestros mártires de Cerocahui, Javier Campos y Joaquín Mora, dos jesuitas que, siguiendo su misión de vida, protegieron al guía de turistas Pedro Palma, que pidió ayuda, y en el acto fueron asesinados por los captores a los pies del Sagrado Corazón, en esa Iglesia de la sierra de Chihuahua, al norte de México.

«Los sacerdotes en las comunidades fungen como estabilizadores sociales», dice  el sacerdote Omar Sotelo Aguilar, director del CCM, en entrevista con la revista CHRISTUS a propósito de la situación que perviven tanto sacerdotes como religiosas y religiosos que han tenido que cambiar sus métodos de aproximación con los fieles para seguir proclamando la fe.

Como lo han hecho constatar expertos en el tema, la guerra «no regular» que se vive en México —no regular porque no hay naciones ni ejércitos oficiales en confrontación— revela cifras de violencia propios de un conflicto armado, real y descarnado: más de 350 mil muertos de 2006 a 2022 y 98 mil 261 personas desaparecidas de enero de 2006 a noviembre de 2023, de acuerdo con el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas.

Cifras que se amontonan sin lograr justicia y que ponen en evidencia que la vida de las personas se ha convertido es un insumo más que alimenta a la «necromáquina» de los grupos del crimen «organizado», de la que habla la socióloga Rossana Reguillo, y que, asociado a los gobiernos de los distintos niveles, a los caciques regionales y a los actores con intereses transnacionales (mineras, aguacateras, embotelladoras de agua, empresas turísticas, etc.), se valen de todo para seguir produciendo valor (manchado de sangre) para el «gran capital».

«La desconfianza se ha instalado en la comunidad como una muralla de silencio en donde cualquiera puede ser denunciado por desacato o inconformidad».

Hay un Dios de la esperanza escondido en el sur de Chiapas

En Frontera Comalapa, el sureste de México, en la sierra de Chiapas y a 45 minutos de la frontera con Mesillas, Guatemala, los religiosos y los laicos que colaboran en el albergue migrante, a cargo de la parroquia Santo Niño de Atocha, se juegan a diario el pellejo cada vez que reciben a una persona nueva.

El albergue se creó en 2011 con apoyo de distintas organizaciones, entre ellas la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones. Éste forma parte del movimiento de Pastoral de Movilidad Humana y en él ofrecen servicios de atención legal y psicológico, un comedor y un dormitorio para la gente en tránsito.

Pero cada vez son menos las personas que llegan, pues ahora las y los migrantes son captados desde antes por grupos delictivos, y entran en territorio mexicano dentro de tráileres que parten directamente a otras regiones.

¿Seguir o no seguir operando?, se preguntan cada tanto los que laboran en esa obra pastoral. No es un asunto únicamente de cifras, sino de seguridad.

Desde hace décadas la población de Comalapa ha estado familiarizada con prácticas de hospitalidad. En los años ochenta y noventa se organizaron desde la parroquia para recibir a familias guatemaltecas que venían huyendo del conflicto de su país. Pero lo que pasa actualmente en la región es diferente.

Comalapa ha despertado las alertas en las diócesis de San Cristóbal de las Casas y Tapachula. El 23 de septiembre de 2023 publicaron un comunicado en el que denuncian que sus localidades «están sufriendo asesinatos, secuestros, desapariciones, amenazas, hostigamiento, extracción de nuestros bienes naturales, persecución, despojo [por parte de] grupos delincuenciales [que] se han apoderado de nuestro territorio, y nos encontramos en estado de sitio, bajo psicosis social, con narco bloqueos que usan como barrera humana a la sociedad civil, obligándolos a estar y poner en riesgo su vida y la de su familia».

Chiapas cuenta con una rica historia de militancia campesina, la gente sabe organizarse, hacer asambleas, y conocen el repertorio de protestas necesario para exigir sus derechos. Y aunque pareciera que la resistencia a los cárteles sería más evidente, ha sido el propio movimiento asociativo lo que ha permitido que los grupos delincuenciales en pugna hayan establecido, en muy poco tiempo, su dominio de terror.

Y es que, controlando a las organizaciones (de electricistas, carpinteros, comerciantes, albañiles, etc.) controlaron a la gente; sólo así se explica la aparición de una nueva agrupación denominada «El Maíz» en el municipio de Comalapa. Esta organización es la encargada de cobrar derecho de piso para casi cualquier actividad económica del municipio. Según registros de prensa, los pobladores han denunciado que por un puesto en el mercado les cobran hasta 150 dólares mensuales.

El Movimiento Social por la Tierra ha señalado que «El Maíz» es «el brazo social del Cártel Jalisco Nueva Generación», así también lo informó el diario La Jornada, que explica que ese grupo se estableció en el sur de Chiapas tras el asesinato de uno de los líderes del cártel de Sinaloa, que propició fracturas en el grupo criminal. Comalapa quedó dominado por los criminales del cártel de Jalisco y cercado por los de Sinaloa.

La llegada del cártel de Jalisco a la región ha generado un estado de sitio en el que la gente ha servido de escudo, como lo denunciaron desde las diócesis. El pago de piso de cada persona les acredita ser miembros de la organización; por ello son obligados a participar en las acciones de protesta y bloqueo, y así el Cártel Jalisco ejerce presión contra el otro grupo en pugna, informó el diario La Jornada en mayo de 2023.

En Comalapa el gobierno municipal fue disuelto y en su lugar gobierna un «consejo municipal» a cargo de la misma organización. No hay transparencia sobre el uso de los recursos públicos ni de los apoyos sociales. El único hospital que hay en el pueblo opera con un solo médico, los demás abandonaron la región.

El año pasado hubo enfrentamientos importantes, como el ocurrido del 23 al 27 de mayo de 2023 en la comunidad de Lejeríos, que fue sitiada por el fuego cruzado entre los dos grupos criminales en conflicto. El Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas consignó que en esos días «jóvenes de diversas comunidades fueron reclutados de manera forzada por la delincuencia».

Más de tres mil personas huyeron al monte, otros se refugiaron en cuevas, en potreros. De acuerdo con el diario El País, en los enfrentamientos los cárteles utilizaron toda su artillería de guerra, autos modificados con armaduras a modo conocidos como «monstruos».

A pesar de la intervención del Ejército y la Guardia Nacional, que establecieron un regimiento en el parque de la comunidad para reducir los enfrentamientos, persisten la extorsión y el miedo. «No hay investigación», dicen los pobladores.

Para frenar las acciones de los cárteles rivales los delincuentes recurren a bloqueos y quema de vehículos; en octubre de 2023, tras un bloqueo, la gente de Comalapa quedó atrapada y sin luz por cinco días, hubo desabasto de gasolina y alimentos. A esto se suma que desde agosto del mismo año el cártel Jalisco instaló retenes en las salidas del pueblo, en los que obligan a la gente a mostrar sus cartas de identidad, dar cuenta de a quién visitan en la comunidad y enseñar sus comunicaciones en el celular, como lo informó el diario Chiapas Paralelo.

La desconfianza se ha instalado en la comunidad como una muralla de silencio en donde cualquiera puede ser denunciado por desacato o inconformidad. La pena de estar en contra de los que «gobiernan» la conocen todos: ser llevados a la cárcel municipal, recibir torturas a base de tablazos en las nalgas hasta hacerles defecar de dolor, o no volver con vida, como lo informó el diario La Jornada.

Y en medio de ese dolor, de la pérdida, de la precariedad preexistente, los colaboradores del albergue migrante San Rafael cada tanto se preguntan: «¿Seguimos con el albergue, continuamos o lo cerramos?». La respuesta sigue siendo esperanzadora: «No hay que cerrar, nos ha costado mucho lo que tenemos y queremos seguirlo», dicen.

«La gente busca sobrevivir, subsistir en su día a día y por ello han normalizado la violencia. Han asumido la supresión de sus derechos humanos como un mecanismo de defensa», dice uno de los religiosos consultados para este trabajo y del que por seguridad resguardamos su nombre, quien explica que, aunque la operación de la parroquia y el albergue se han mantenido, antes de cada actividad se evalúa el mismo día si hay condiciones para hacerla.

«La gente busca sobrevivir, subsistir en su día a día y por ello han normalizado la violencia. Han asumido la supresión de sus derechos humanos como un mecanismo de defensa».

El acompañamiento espiritual se ha reducido a un trabajo más bien de cercanía, «acompañar con la fe», pero también apoyando con servicio de atención psicosocial a las víctimas o llevando despensas a los desplazados.

«Nosotros sabemos que esas organizaciones criminales que operan en el país se fortalecieron gracias a la corrupción del Estado y siguen siendo cómplices», dice en entrevista el obispo emérito Raúl Vera a propósito del auge de los grupos del narco.

«Nosotros somos parte de la estructura social, no somos personas así cubiertas por una luz, por el ángel de la guarda. Nosotros estamos tan expuestos como nuestros miembros de la Iglesia y como los demás miembros de la sociedad», apunta Vera, quien recuerda que en su paso por Chiapas, a finales de la década de los ochenta, se aplicaron estrategias de pastoral orgánica, un modo de proceder en el que la participación de los fieles y la organización comunitaria era clave para hacer frente a problemas estructurales.

Un horizonte de paz y resistencia

¿Hacia dónde poner la mirada en las próximas décadas cuando hablemos de violencia?, se preguntaron las más de 18 mil personas que participaron en las mesas de trabajo en los Foros de Seguridad y Justicia organizados por la Compañía de Jesús en México, la Conferencia del Episcopado Mexicano y la Conferencia de Superiores Mayores de Religiosos de México. De esos encuentros la palabra «paz» resultó más que urgente.

Y es que, a raíz del asesinato de los dos jesuitas y de la impunidad en la que se encuentra ése y los demás casos de violencia contra religiosos, fieles y laicos, las autoridades eclesiales llamaron a la ciudadanía a emprender una serie de acciones, como protestas y mesas de diálogo, que culminaron en un Diálogo Nacional en el que  se establecieron compromisos como la construcción de una Red Nacional de Paz.

En ese encuentro inédito se concluyó que la violencia «se ha vuelto intolerable» y que es «el dolor de las víctimas» lo que motiva la convocatoria a «detener la escalada de violencia y comprometernos con la construcción de paz». Desde «la fe y la esperanza es posible actuar con vocación a la fraternidad y ser radicalmente hermanos. Partimos desde nuestro compromiso como creyentes, abiertos siempre a la solidaridad y esperanza», se lee en el comunicado del 23 de septiembre de 2023.

A pesar de los tiempos tumultuosos y los desafíos persistentes que ha enfrentado la población de Comalapa y otras tantas en México, en donde los servicios religiosos se han visto afectados, la llama de la resistencia y la esperanza no se apaga, tal como lo revela segundo libro de los Corintios (4:8), que proclama: «Nos vemos atribulados en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos». Ese mensaje actúa como una luz que arde incansablemente en la oscuridad y refleja la inquebrantable fuerza de la comunidad y la búsqueda de la anhelada paz en cada región.

Foto: © Enrique Carrasco, S.J.

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