Tecnologías para evangelizar

En 1989 entré a estudiar Ingeniería en Sistemas Computacionales en el ITESO. Recuerdo que un profesor nos decía: «En mis tiempos nos metíamos a la computadora para programarla». Las predecesoras de las laptops ocupaban todo un salón. Desde entonces la tecnología ha tenido la siguiente dinámica: cada vez es más potente y veloz, más pequeña y menos costosa. Un USB o un teléfono celular promedio tienen la capacidad de almacenar más libros en PDF que los que alguna vez atesoró la biblioteca de Alejandría. Si metemos al juego a la inteligencia artificial, en segundos podemos tener resúmenes y comparaciones de diferentes autores y temas. Agreguemos que los ambientes de interacción con el usuario son amigables y didácticos. Cualquier niño sin mayor problema intuye cómo utilizar una tableta. La ciencia informática no termina de asombrarnos.

En la carrera comencé a tener contacto con bitnet e internet, dos redes emergentes. Una se movía en ambientes educativos, la otra en lo comercial. La universidad proporcionaba una cuenta y con ella podías escribir cartas que llegaban al destinatario de manera inmediata. Así comencé a utilizar los correos electrónicos y el carácter «@» dejó de ser una rareza. Fui estudiante foráneo y pronto me fasciné con esta maravilla de comunicación. La técnica se incorporaba a mi rutina cotidiana.

Mi experiencia con las redes sociales viene desde antes de entrar al noviciado. Desde la casa, vía módem, podías conectarte a internet o acudías a un cibercafé para revisar Hotmail y Yahoo!, sitios web que ofrecían gratuitamente correo electrónico y espacios para mandar mensajes. Era un gozo contactar gente y chatear por horas.

Al estudiar Filosofía, y durante el magisterio, me aficioné a los blogs, una especie de bitácora que permitía interactuar con quienes compartías aficiones y pasatiempos. Yo lo utilicé para contar mis experiencias en el trópico de Tabasco, donde anduve de «maestrillo». Hasta que estudié Teología tuve mi primer celular, un Nokia indestructible. Luego vino un BlackBerry, posteriormente el iPhone. Cuando los jesuitas de México inauguraron su primera página de internet, propuse un espacio que sirviera de repositorio para compartir, por ejemplo, las pinturas del padre Fernando Aristí, los textos de Félix Palencia, o música en archivos mp3 de la fauna y la flora. Hubo complicaciones y lo más fácil fue hacerlo en un blog que bauticé como La Procura.

Foto: © Carolina BR, Cathopic

Mientras estudiaba Teología en la Ibero de la Ciudad de México empecé a trabajar como profesor en el área de reflexión universitaria y también apoyé la pastoral. Mis alumnos habitaban un lugar llamado Facebook. Aquí se inició mi experiencia en la exitosa red social. A base de prueba y error se me quitó lo neófito. Esta plataforma fue el mejor medio para promocionar las misiones que hacíamos a Chiapas. Pronto se nos llenó el camión.

Una vez que concluí Teología fui destinado a la Ibero de Torreón, allá por 2008. Ese año abrí una cuenta en Twitter que, a manera de metáfora, era puro llano baldío. Añoro esos años que estimulaban el ingenio para, en 140 caracteres, emitir una idea. Recuerdo emplear este medio para seguir, en vivo, la visita del entonces candidato a la presidencia, Enrique Peña Nieto, a la Ibero. Los estudiantes tuiteaban minuto a minuto la manifestación que se suscitó. De aquí se derivó el movimiento #YoSoy132.

Hace tiempo viví un incidente. Alguien en Facebook hizo un grupo llamado «Jesuitas en el mundo» —o algo así—. Me agregaron. Poco a poco vi cómo éste se tornaba en atrapa pelusa de extremistas y fervores indiscretos. Reconozco que, no con las más puras intenciones, lancé una imagen que encontré en Twitter en la cual se reflexionaba sobre la inconveniencia de asustar a niños con el tema del infierno. Fue como lanzar una pedrada a un avispero. Una cofradía de caballeros medievales me puso en la mira y se lanzaron a cazarme. Registraron y desempolvaron antiguas publicaciones que había escrito, las sacaron de contexto y me acusaron de negar el infierno. A su vez, azuzaron a otros religiosos para que me lanzaran anatemas e hicieran montón. Me veían como un hereje que merecía persecución y hoguera. Fui tendencia. Me hicieron viral. Aprendí que las redes sociales dejaron de ser espacios para exponer ideas sin crispación. Ahora pueden tornarse en arenas donde odiadores y fundamentalistas luchan por absolutizar su verdad. Y se obsesionan con imponerla. Me he fijado que tanto fanáticos de derechas como de izquierdas comparten la obcecación de ver el mundo en blanco y negro, en buenos y malos. Obvio, ellos son los buenos, siempre. Son propensos a ofenderse y hacerse las víctimas. No toleran matices ni el diálogo, mucho menos el sentido del humor.

Por otro lado, las redes sociales tienen sus ventajas. El día que asesinaron a Javier Campos, «el Gallo», y a Joaquín Mora, allá en la Tarahumara, me enteré cerca de las 11 de la noche a través de un grupo de superiores de comunidades jesuitas vía WhatsApp, otra destacada red social. Avisé a los de mi casa. La noticia no aparecía en páginas de periódicos ni en redes. Abrí la computadora, busqué una foto que tenía reciente de «el Gallo» porque semanas antes lo había visto. De Joaquín no tenía foto, así que tomé el catálogo fotográfico, busqué su imagen y lo retraté con el celular. Subí un tuit y otros comenzaban a hacer lo mismo. Además, informé de lo sucedido a una amiga que tiene un noticiario radiofónico que se transmite desde la Ciudad de México. A la mañana siguiente W Radio comenzó a las seis de la mañana con la noticia. En Twitter y otras redes se alzaba una ola de solidaridad y de clamor de justicia.

En la pandemia comencé a celebrar misa vía Facebook e Instagram. A la fecha sigo haciéndolo, de entrada, porque sé que mi madre me ve, junto con otros familiares y amistades, y eso me alegra. La tecnología ayuda a que los que andamos lejos podamos acercarnos. Otra cosa que difundo semanalmente es una selección de lecturas que encuentro en la página de Fe Adulta, CHRISTUS y en otros portales digitales. Agrego comentarios al evangelio del domingo elaborados por varios exégetas y los mando por correo electrónico a diversos conocidos. También en Facebook, junto con otros, administro los grupos de «Espiritualidad Ignaciana y Jesuitas». Procuro filtrar publicaciones que caen en el chantaje piadoso, en intolerancias sectarias, en lo frívolo, cursi o bobalicón.

¿Hacia dónde dirigir nuestra presencia en redes?

Desde la ética, estrictamente las redes sociales no son buenas o malas por sí mismas. Depende para qué se les use. Son herramientas que pueden auxiliar o dañar. Igual que un martillo puede ayudar a reconstruir casas de damnificados, también se puede emplear para golpear gente. Para juzgar su pertinencia, hay que analizar la intención y el efecto que produzcan. Las redes sociales pueden ser armas para perjudicar o pueden ser instrumentos que fomenten una cultura de cuidado que armonice nuestra convivencia. Pueden ser foro de propagación de banalidades y de teorías conspiranoicas o pueden ser medios para solidarizarnos con las víctimas de injusticias. Pueden promover la guerra o pueden apostar por la paz. Y aquí aparece nuestra decisión de qué uso, o abuso, queramos hacer de ellas.

Desde la fe, cabe cuestionarse cómo podemos utilizar estas tecnologías para evangelizar. Esta pregunta me la hago cada vez que veo a un padrecito bailando en TikTok, que está bien; no obstante, creo que el instrumento da para más. En lo personal, me he encontrado con algunos dilemas: ¿utilizo las redes sociales como púlpito? ¿Y si hago lo que sea para volverme influencer? ¿Apuesto a lo masivo o manejo mis cuentas aceptando solamente a gente que conozco? Me decanto por la discreción. Nunca fui el histriónico o el extrovertido del salón. Algunas de mis cuentas personales las tengo abiertas a todo público. En otras, procuro ser muy selectivo en quién acepto, pues quiero tener la confianza de publicar memes sin autocensurarme. Me es importante mostrarme tal como soy y pienso. Como dice Pablo de Tarso, «Sé en Quién tengo puesta mi confianza», y claro que esto es algo que deseo compartir, pero también quiero hablar de lo que me indigna, de lo que me entusiasma, de lo que me arranca una carcajada o me genera una sonrisa.

En su momento, Ignacio de Loyola escribió cerca de siete mil cartas. Me imagino el jugo que le sacaría a las nuevas tecnologías y a las posibilidades que ofrecen. Creo que Ignacio aprovecharía para propagar esperanza y compartir su experiencia de fe, que se sumaría a la iniciativa del papa Francisco de ser Iglesia en salida. Por cierto, recuerdo que, al ser elegido papa, un cardenal franciscano le dijo: «No te olvides de los pobres». Así lo hizo y ésta es otra recomendación y encomienda en el uso de las redes sociales: visibilizar y ser compasivos con los más vulnerables. Va en la línea de ser «hospital de campaña», que atiende y auxilia a tanta gente herida.

Si pensamos en el origen de nuestra fe, Jesús utilizó la herramienta narrativa de las parábolas para propagar su mensaje. Este recurso dejaba a quien escuchaba rumiando imágenes verbales que suscitaban reflexión y tocaban el corazón. Son fáciles de memorizar y de transmitir. La persona queda movida por las palabras, por La Palabra, y experimenta en su ser más íntimo el Misterio de la misericordia. En esto encuentro pistas. Pienso que las redes sociales hay que utilizarlas para compartir aquello que va en la línea de los valores del Evangelio, de manera que cualquier persona, independientemente de su credo o cultura, pueda empatizar, conmoverse y ver en el otro a un hermano. Hay que difundir lo que nos conecta a la belleza y a lo mejor que el humanismo ha aportado desde diferentes regiones y épocas. Hay que divulgar lo que tienda puentes de diálogo e invite a que construyamos comunidades fraternas e incluyentes, y refrendarlo desde el testimonio. Hay que desmarcarse de la hipocresía, la amargura y el narcisismo. Es importante promover todo lo que nos haga buenos samaritanos. Desde la espiritualidad ignaciana hay que difundir lo que nos impulsa a ser más críticos, contemplativos y comprometidos, así como la agudeza y sabiduría del discernimiento. Teniendo a Jesús como principio y fundamento, manantial que sacia nuestra sed de Él, hay que dar razón de esta Verdad que nos hace más libres. 

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