Sanar, incluir, perdonar, compartir: los cuatro verbos de la espiritualidad cristiana. Capítulo 2

En la entrega anterior expliqué que acercarse a la espiritualidad por los verbos, además de interesante, permite mirar el trabajo evagélico de Jesús por sus acciones a modo de invitaciones que revelan la verdad profunda de la espiritualidad que no es doctrina sino seguimiento.

Perdonar

Sobre el perdón Jesús dijo: «El reinado de Dios se ha acercado, conviértanse y crean en el Evangelio», que fueron las palabras inaugurales del mensaje y la actividad de Jesús en Galilea como definición programática de su anuncio. Los verbos activos revelan la misión de Jesús como una de reconciliación, en la que la iniciativa pertenece totalmente al Dios del reinado, que ha tomado la decisión de acercarse por su propia cuenta y riesgo, y a quien la persona humana ha de volverse, poniendo a disposición de la novedad de ese encuentro su propia realidad, pues se descubre bendecida por la buena noticia de esa visita. Son estas claves existenciales, y no una comprensión judicialista, las que configuran el ámbito en que se tiene que entender la acción de perdonar.

De este itinerario existencial da cuenta la propia actividad de Jesús en las narraciones evangélicas, de modo que, en ellas, lo que hace Jesús se contempla como la oferta y realización del perdón de Dios a todas las personas que puedan encontrarse con Él en el camino y hasta en la situación incomprensible de la cruz.

Toda la vida de Jesús es interpretada desde ese acercarse de Dios, desde su mismo nacimiento, su niñez en medio de sus paisanos de Nazaret, y luego cada uno de los pasos que da durante su misión pública, se comprenden como un Dios que ha salido en búsqueda, que desea encontrarse con su pueblo y que se mueve para llegar a los lugares donde habita cada una de las personas, para ahí establecer un diálogo con ellas.

De modo que el primero que se convierte, es decir, que se vuelve hacia las personas, es precisamente Dios mismo y Jesús encarna con sus propias actitudes esa conversión de Dios. La conversión no hace referencia primero a un cambio de conductas específicas, sino a un cambio de situación. De estar vueltos hacia sus propias preocupaciones o angustias, volverse hacia la otra persona para conversar con ella, dando importancia a la situación que está viviendo y queriendo, con ella, buscar nuevos rumbos para construir la vida en una dirección más amable y que responda mejor a los deseos y las inquietudes de quienes están en conversación. Este cambio de situación es el que refleja la primera parte del mensaje de Jesús, «el reinado de Dios se ha acercado», y a ese primer movimiento se espera y propone el segundo, el de quien lo escucha, para que también dé una vuelta para mirar a aquél que se acerca e iniciar esta conversación que puede cambiar profundamente su inteligencia, su voluntad, su corazón y su destino.

Lo que en la persona y en las comunidades que la acompañan pueda cambiar, entonces, no viene de un esfuerzo individual y solitario que la haga digna de entrar en la conversación. Por el contrario, es la conversación la que primero le asegura que ha sido dignificada, reconocida como una interlocutora válida y valiosa para quien conversa con ella, y la conversación se convertirá en una expresión de esa dignidad reconocida.

Como en el encuentro de Jesús con la mujer encontrada en flagrante adulterio, en que el reconocimiento de esa dignidad (cuando él le habla y pregunta si nadie la ha condenado y, ante la respuesta de ella, afirma que él tampoco lo hace), hace posible para ella elegir una vida que pueda realmente amar, donde pueda vivir orientada a lo que verdaderamente encuentra como el espíritu más genuino de su corazón.

El perdón es el reconocimiento de esa dignidad que permite a la persona descubrirse como una fuente de su propia vida, un don a través del cual puede recrear su propia trayectoria, no sólo dando un nuevo sentido resignificando lo que hasta ahora ha vivido, sino dándolo porque literalmente hace una vida nueva, en dirección distinta a la que hasta ahora había marcado su vida.

Desde esa nueva vida que está elaborando es como puede volver sus ojos al pasado e iluminar con otra luz lo antes vivido, reconociendo también con gratitud que le ha sido dado poder rehacerlo más de acuerdo con su corazón.

Jesús dedicó su vida a reconocer esa capacidad en las personas. No negaba lo que podría ser una visión equivocada de la vida. De hecho, denuncia esa visión equivocada y las consecuencias que puede traer en la propia vida o en la vida social. Pero su denuncia no es meramente un acto crítico desconectado del perdón. Por el contrario, el único objetivo de la denuncia es urgir a reconocer que esa dirección no es definitiva, que no hay una condena sobre la persona a partir de sus acciones, sino, por el contrario, que puede reconocerse la persona como un don para sí misma y para las demás personas, en tanto puede detenerse, volver a su propio corazón (como le sucede al hijo que ha despilfarrado la herencia de su padre) y descubrir los rumbos que todavía puede darle a su vida, los que puede tomar y los que puede abrir, para crear en su vida un nuevo destino.

El obstáculo radical a esa forma del perdón no se encuentra, entonces, en ningún tipo de acción prohibida o pecaminosa, sino precisamente en quienes no están dispuestos a reconocer que su vida, no sólo individual sino también la que comparte con otras personas, está requerida de un nuevo destino.

Cuando Jesús reclama a los fariseos que creen ver y no ven en realidad, se refiere precisamente a esta visión encerrada en el estado actual en que se encuentran, de modo que no se reconocen como creadores, sino solamente como obedientes cumplidores de lo que ya está dado, manejándose con facilidad y seguridad en lo que ya está dado, para acomodar con ello su propia vida y exigir a los demás que también acomoden así su propia vida, condenando a los que no pueden hacerlo.

De esta manera, no solamente ellos no reconocen que haya un posible destino diferente a su vida, sino que quieren someter al destino que ellos ya han determinado como único para su vida a todas las demás personas, cancelando, con su juicio, el reconocimiento de ellas como fuente de su propia vida y destino.

Son, por el contrario, quienes reconocen su ceguera, es decir, su dificultad para acomodarse a la realidad así como se les presenta, las que necesitan casi desesperadamente reconocerse su propia capacidad de no sólo acomodarse sino hacerse una vida, crear, al modo del Creador, una vida que sí pueda ofrecerse como una nueva oportunidad para quienes, ahora, no tienen ninguna. Quien así es reconocida se convierte a su vez entonces en una fuente de oportunidad, de nueva vida, y en este sentido, de perdón, para las otras personas con quienes convive también.

Jesús, lejos de convertirse en un ejemplo moral que impone el propio destino de su vida, que en la tragedia de la cruz queda abierta a la misericordia del Padre que le puede dar nueva oportunidad de dar él destino a su vida, y en eso consiste la resurrección, se convierte en el testigo de esa resurrección y oportunidad para todas las personas, de modo que, confiados en la experiencia de Jesús, pueden también encontrar cuáles son las oportunidades y rutas que el Espíritu está abriendo y sugiriéndoles en su propia vida.

El perdón se convierte así en una vida que se hace en la experiencia del Hijo, que da testimonio de la oportunidad que el Padre siempre ofrece, y no en la experiencia de imitación de los modos y opciones en que el Hijo, Jesús, eligió para hacer su propia vida, excepto esa radical de confiarse absolutamente al amor del Padre en todas sus decisiones.

Compartir

Una de las escenas más comunes en las que podemos encontrar a Jesús en las narraciones evangélicas es la de compartir la mesa con alguna persona. Jesús va fácilmente a comer a la casa de otras personas, a veces invitado por ellas y otras, incluso, invitándose él mismo, adivinando, como en el caso de Zaqueo, el deseo secreto que habita en el corazón de su anfitrión, pero que no se atrevía a pedírselo. La comida se convierte en una fiesta, en una ocasión de alegría, pues ahí se comparte algo más que el pan: se comparte la propia vida, concretando así el contenido de la palabra «salvación».

Y es que la comida no es algo menor. Para los pueblos que estaban acostumbrados a la vida nómada del desierto (y todavía esas tradiciones eran importantes para Israel en el tiempo de Jesús), ofrecer de comer representaba un gesto de generosidad que podía salvar la vida al caminante. Si tenías que atravesar el desierto bajo el rayo del sol, encontrar una tienda en el camino y que las personas que la habitaban decidieran abrirla para recibirte y darte agua, comida y descanso, podía significar la diferencia entre vivir o morir en el camino. Jesús se ha convertido en un caminante por su misión de llevar la Buena Noticia. No tiene «dónde reclinar la cabeza» y su vida se ha convertido en una peregrinación, a través de un desierto donde sus palabras no son recibidas siempre con la mejor disposición. Por eso necesita refugio, un lugar donde ser recibido, donde pueda refrescar el corazón, alimentar su cuerpo y su espíritu, y tomar fuerzas para seguir el camino. Y en esos lugares sabe agradecer, compartiendo lo que él trae, con quien decide generosamente recibirlo.

Jesús no tiene pan que compartir. Episodios como la comida de los cinco mil junto al lago de Galilea o el del camino de Emaús nos lo ponen de relieve. Generalmente lo recibirá de quien quiera compartirlo con él o lo tendrá compartido ya, pan en común, con la comunidad de sus discípulos. Sin embargo, sí tiene algo que compartir: la Buena Noticia del Padre, que fue lo que lo puso en camino en primer lugar. Esa Buena Noticia es el alimento que él ofrece en aquellas comidas donde es invitado, esa Palabra la que sostiene la vida de quien la escucha y recibe, convirtiéndose en alegría y en nutrimento de su generosidad, que, habiendo empezado por abrir su casa y mesa para el forastero, se convierte ahora en la decisión de compartir libremente toda su vida. Y es que sabe lo que ha recibido, comprende que puede vivir sostenido en ello, porque la Palabra va formando una comunidad que no le dejará solo, un pueblo que también se preocupará por él o por ella, y que verá de que no falte nada que pueda necesitar, así como tampoco a ninguno de los que forman esa comunidad. La palabra clave será comunión, y en ella se sostendrá la vida de quienes quieran integrarla y confiarse a su capacidad de traer respuesta a toda necesidad.

Jesús, pues, con su Palabra comparte esa comunión en la que él mismo sostiene su vida. «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios», responde Jesús al tentador en el desierto, arriesgándose a morir de hambre por no querer convertir las piedras en pan, para decirnos que no es el pan solo, sino la palabra que nos convoca a compartirlo, lo que verdaderamente sostiene nuestra existencia. Es esa palabra que nos pone en comunicación con la vida del Padre y con todas las otras vidas que de Él dependen, y la que nos asegura que el pan que recibimos es don de esa generosidad y podemos también, por tanto, a nuestra vez compartirlo.

Con Jesús recibimos nuestra entrada en la comunidad donde se está creando la vida, la del Padre y del Espíritu, y sabemos que ahí no sólo sostenemos nuestra vida, sino que también nos convertimos en parte activa sosteniendo con nuestro trabajo, nuestra imaginación, nuestra entrega y nuestro pan también la vida de las otras personas, incluido el mismo Jesús, el Padre y el Espíritu, que comparten con nosotros esa comunidad.

Es el gran misterio de la comunión, que primero observamos en la comunidad de la Trinidad y luego imitamos en nuestra propia comunidad, donde todos necesitamos de todos, todos vivimos por el amor con que nos entregamos y entregamos todo lo nuestro para sostenernos mutuamente unos a otros.

Compartir es así el verbo radical del cristianismo, al grado de que la palabra comunión se convierte en su definición más perfecta. En el pan compartido, contemplamos el signo de nuestra vida compartida, de la decisión de ponerla al servicio de una comunión de la que todas las personas recibimos no sólo el sostén de nuestra vida, sino también misión y vocación de sostener esa comunión.

Ahí ninguna persona queda convertida solamente en beneficiaria, porque en el amor todas somos bienhechoras, y es ese bien que compartimos nuestra más profunda identidad, nuestro más profundo gozo y el único lente que nos hace capaces de conocer a Dios y descubrirle vivo en medio de nosotros.

«Dios es amor», nos dice la carta de Juan, y sólo le conocemos «cuando nos amamos»; por eso el nombre de Dios es comunión, y ésta sólo se realiza a través de un verbo que resume toda la misión de Jesús y nuestra vocación: compartir. Es esta comunión la que el Hijo nos ha compartido, y, con ella, los otros verbos del cristianismo, que son, de acuerdo con Jesús, los verbos propios de Dios: su perdón, su inclusión y su sanación. Todo es nuestro, nosotros somos de Cristo y Cristo es de Dios.


Foto de portada: amorsanto-Cathopic

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