Cuando Benedicto XVI advirtió que la humanidad se encontraba en un radical ‘cambio de época’ hubo tres reacciones absolutamente naturales y comprensibles: la de quienes buscaron entender ese cambio en sus más detallados aspectos con curiosidad y distancia; la de aquellos que cedieron al refugio de la nostalgia y decidieron encontrar en el pasado todas las respuestas para el futuro, y, finalmente, la de los más audaces, que siguieron dando pasos en la incertidumbre, arriesgando, pero también llenos de compromiso y confianza. De estos últimos ha sido el papa Francisco.
Entre habitar la angosta brecha de un agobiante cambio radical o construir el andamiaje de una certeza que trasciende, el pontífice argentino ha optado por lo segundo y ha capitaneado la reconstrucción de esa barca que debe seguir a flote ante las tormentas que le sorprendan. Y esta singular restauración ha sido expresada a través de diversos y correlacionados contornos: la ‘reforma de las estructuras’, la ‘revolución de la ternura’, la ‘renovación de la actitud pastoral–discipular–misionera’, la ‘celebración de la misericordia’, la ‘conversión integral’ y el ‘camino sinodal’. Todos ellos, por ejemplo, son aspectos de una Iglesia que se abre al riesgo de peregrinar con fe y esperanza para ir hacia las periferias materiales, geográficas y existenciales de un mundo verdaderamente ignoto, un mundo volátil, incierto, complejo y ambiguo.
El servicio de Francisco al frente de la silla de San Pedro ha tenido ese signo de audacia y transformación. Sin dejar de valorar y dar continuidad al camino recorrido (porque la intuición de la ‘puesta al día’ y la nueva evangelización comenzó en la Iglesia a mediados del siglo pasado), esencialmente ha puesto confianza en los cambios necesarios que requiere la Iglesia y que no transmutan la identidad cristiana sino que la proveen de renovados aparejos y actitudes para horizontes que aún no vemos:
«La historia del pueblo de Dios —dijo Francisco en su discurso a la Curia Romana en 2019— está marcada siempre por partidas, desplazamientos, cambios. El camino, obviamente, no es puramente geográfico, sino sobre todo simbólico… [hoy] necesitamos otros ‘mapas’, otros paradigmas que nos ayuden a reposicionar nuestros modos de pensar y nuestras actitudes».
En aquel discurso el papa explicó el sentido de los cambios y de las reformas emprendidas desde el inicio de su pontificado, y declaró sin titubear que las estructuras eclesiales debían arriesgarse en la lógica del cambio de época, con el tipo de esperanza y denuedo que elocuentemente expresó el cardenal Carlo María Martini en la última entrevista que ofreció antes de morir: «Sólo el amor vence el cansancio».
Para responder a esta ardua tarea el papa Francisco ha trabajado en algunos ‘soportes nuevos’ que seguramente seguirán edificando la Iglesia en las próximas décadas: reformas a los mecanismos financieros y de administración; enmiendas en procesos judiciales y penales; creación de nuevas instancias de protección a personas vulnerables; simplificación de procesos en tribunales; espacios de atención institucional a ambientes antes invisibilizados; adelgazamiento burocrático; medidas contra la negligencia del gobierno pastoral y, por supuesto, la promoción de mujeres y laicos en espacios clave de gobierno y decisión.
Es claro que podría resultar incluso ofensivo resumir en un párrafo la amplitud y la magnitud de los trabajos que Francisco ha liderado para renovar a la Iglesia pero, especialmente, para celebrar el espíritu visionario del papa argentino, no es éste el momento de poner la mirada en lo ya hecho sino en lo que hace falta por hacer. Y por ello es pertinente hablar de los ámbitos que la Iglesia católica aún tiene por atender después de un trabajo tan mayúsculo de renovación eclesial emprendido por Francisco.
Frente a un nuevo espacio social
En un fragmento de la famosa Carta a Diogneto se explica que «los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres…. y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable […] Toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña». Esta ancestral explicación de la vida de los primeros cristianos es realmente elocuente y, de cierto modo, parece desear extenderse para aplicarse a los cristianos de cada época posterior hasta nuestros días.
Desde el inicio de su pontificado Francisco puso especial acento en las tensiones que hablan de las nuevas ‘territorialidades’ de la hipermodernidad: la migración y la vida digital. Por un lado, las dinámicas de autopreservación social de las «territorialidades nacionalistas» no dejan de repudiar «lo extraño», «lo ajeno» o «lo otro». Se defienden las normas, el lenguaje y las costumbres del Estado–Nación para despreciar y responsabilizar a los migrantes de los problemas de la modernidad, dejándolos no sólo en los márgenes de las fronteras sino en una especie de ‘no–lugar’, un ámbito de desamparo casi ontológico. Por otra parte, la vida digital ‘des–territorializa’ toda relación humana y social, y la aceleración social erradica la noción de tiempo y lugar para diluir el sentido mismo de la historia.
Para ambas oposiciones (la no–historia y el no–lugar), el papa ha propuesto volver al relato del ‘Pueblo’ y a la construcción narrativa de la identidad. Esta identidad, como él mismo apunta, no es una categoría lógica o mística, sino esencialmente mítica, es decir: constructora perenne de su relato. Desde esa visión, el destino de las sociedades siempre estará iluminado por esos principios de resolución ulterior que Francisco expresó en Evangelii Gaudium: el tiempo es superior al espacio y la realidad prevalece ante la idea. Así, todas las tensiones existentes en el espacio y las ideas son resueltas en la certeza del tiempo y la inapelable realidad. A esto, que con ligereza se le suele llamar ‘Historia de la Salvación’, es lo que el papa ha convocado en su famosa expresión: «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades». El cómo participar en este nuevo espacio social está esencialmente en sus encíclicas que abordan estas condiciones político–económicas: Laudato Si’ y Fratelli Tutti.
Unidad como espiritualidad anti–hegemónica
Ni siquiera la profunda incertidumbre del ‘cambio de época’ está desprovista de centroides hegemónicos de poder; sin embargo, las crisis institucionales, el relativismo político–ideológico y las ‘batallas culturales’ actuales evidencian que la posibilidad de imponer la absoluta voluntad no se encuentra ya en las estructuras convencionales.
El auténtico poder político que define, jerarquiza, legitima y silencia a su antojo se encuentra en lo incuestionable o en lo incontrastable, y, frente a ello, Francisco ha ofrecido un magisterio agudo, sin complacencias, y un estilo personal de gobierno que, en los gestos sencillos, reivindica la potencia de otra potestad con frecuencia despreciada por los grupos de dominación: la dignidad humana.
De muy diversas formas, Francisco ha expresado la profunda irritación que provocan en la dignidad humana las contradicciones de nuestro sistema contemporáneo: la pobreza y la desigualdad, la explotación económica y el abuso de poder, la aniquilación progresiva de la Creación y el usufructo utilitarista; pero estas agresiones a la dignidad humana no provienen sólo de las estructuras externas sino de nefastas interiorizaciones de individualismo egoísta. Es decir, de la naturalización de la condición humana a la mera satisfacción de intereses particulares; que da paso a fenómenos como la cultura de muerte y descarte, la falacia meritocrática, la dureza del corazón, la falta de escucha y al retorno de viejas ‘herejías’ como el neo–pelagianismo y el neo–gnosticismo (es decir: la convicción de que el individuo puede salvarse a sí mismo y que la salvación es meramente interior a través del intelecto).
Pero Francisco también ha recordado que el cristianismo tiene un núcleo subversivo que cuestiona la configuración de estas jerarquías de autosatisfacción y abuso; evidentemente basado en que la dignidad de toda la vida humana no sólo está ligada a sus orígenes y a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor.
Si esta unidad es superior al conflicto (a todo conflicto posible) es debido a que la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios, el absoluto que supera la mera aglomeración de todas las partes sino que es un todo con un sentido, y por ello, incluso para un filósofo contemporáneo tan lejano al cristianismo tradicional como Slavoj Žižek, es posible reconocer que «el verdadero sacrificio [del siglo XXI] no es morir por otros, sino cambiar nuestro modo de vida egoísta», ya que «la lucha por la justicia se aloja en el Espíritu Santo (el don de la unidad) que reside en la comunidad de creyentes que actúan».
Y la exhortación que el papa Francisco ha puesto en esta materia es la conversión integral, una espiritualidad de comunión y la sinodalidad como la experiencia ‘ascética’ para las nuevas mundanidades espirituales de esta era. Esta espiritualidad no se limita a la convicción de que ‘amar al prójimo’ exige aceptar su alteridad irreductible sino de su necesidad en ‘el sentido del todo’ que supera su mera adhesión como ‘parte’. Por ello, Francisco ha insistido en el plano pastoral que nadie está solo ni está absolutamente perdido; por el contrario, está acompañado y auxiliado por Jesús, como compañero de viaje, en esta «aventura que te lleva toda la vida». El cómo alimentar esta espiritualidad está esencialmente en sus exhortaciones apostólicas Evangelii Gaudium y Amoris Laetitia, así como en su encíclica Dilexit Nos.
Conclusión
Volvamos al inicio: vivimos un ‘cambio de época’, sí. Pero todas las tensiones que esa transmutación parece provocar sobre la piel de la existencia misma también tienen un punto final en el horizonte, y ese fin se expresará en el colapso de la incertidumbre. No podemos dejar de confiar en que los cimientos de la fe cristiana estarán presentes en el futuro así como preguntarnos si se continuó restaurando las instituciones eclesiales sobre los oportunos andamiajes que el pontificado de Francisco ha ayudado a colocar. El papa no ha propuesto nostalgia ni miedo, sino una Iglesia valiente, y aunque queda mucho por hacer —como integrar a migrantes, restaurar la dignidad de tantas personas descartadas o combatir la desigualdad—, su legado ya ha plantado semillas de esperanza: una barca renovada para navegar más allá de estas aguas inciertas.
Foto de portada: Cathopic