A Juan López, asesinado en Honduras por su defensa del agua.
Como seres sociales estamos unidos a todos los demás, a los que nos antecedieron, a los que vendrán y a nuestros contemporáneos. En esta inevitable unión tenemos el compromiso de apoyarnos mutuamente, de solidarizarnos entre nosotros e incluso de subsidiarnos cuando uno o una puede sostener a otros en lo que éstos pueden volver a pararse sobre sus propios pies. Las maneras de hacer algo de todo esto son muchas: participar en la limpieza y el cuidado del barrio, alfabetizar, plantar un huerto comunitario, juntar cobijas para el invierno de los más necesitados, ponernos de acuerdo para almacenar agua de lluvia, trabajar por la paz, compartir lo que tenemos, hacer marchas por los derechos de un grupo, asesorar, apoyar, comunicar, compartir, consolar, etcétera.
Hay muchas maneras de hacer, y si lo que hacemos lo hacemos bien y para apoyarnos mutuamente, pues ¡qué maravilla! Sin embargo, hay una manera específica de hacer que compete al cristiano.
El mucho hacer puede convertirse en el foro para los aplausos y el incienso, y también en un activismo sin sentido. El mucho hacer puede llevarnos a creer que sin nosotros las cosas no salen, o a una enorme desesperanza y amargura cuando las cosas no suceden como esperábamos.
En el caso de los y las cristianas, el hacer no es nuestro, es la gracia de Dios la que trabaja en nosotros y con nosotros, son los méritos de Cristo los que dan fruto, es el Espíritu Santo el que «sopla donde quiere». En este sentido, los y las cristianas somos llamadas a ser instrumentos, a prestar nuestro trabajo para que la gracia rinda sus frutos. Somos simples vehículos y la esperanza que nos alienta no da cabida a la amargura. Trabajamos por amor y en el amor, la fe nos sostiene. Sabemos que los que siembran no son necesariamente los que cosechan, que los trabajos por el reino son muchos y que la cruz es una locura voluntariamente asumida.
Y todo esto supone otro tipo de trabajo que, en cuanto cristianos, es imprescindible, ese trabajo es la vida de fe, la oración constante, la contemplación. Es un trabajo de raíz, es el que alimenta la fe, mantiene a flote la esperanza y aumenta la caridad. Sin eso, podremos ser reformistas sociales, líderes, héroes o heroínas, revolucionarios o lo que ustedes gusten y manden, pero no necesariamente cristianos.
De hecho, ésa puede ser la única labor social de algunos y algunas cristianas, y puede ser también la más fecunda. No lo solemos ver porque las raíces crecen hacia abajo, no en la superficie. En nuestro mundo siempre ajetreado, con prisas y sin mucho tiempo para hacer alto, pareciera que quienes oran, quienes se dedican a la vida contemplativa, están perdiendo el tiempo. Pareciera que no habrá transformación social si no nos apuramos todos a hacer y hacer. Pero, como cristianos, es importante recordar que la labor no es nuestra, es suya, que las transformaciones más importantes se darán cuando el tiempo sea oportuno a la luz de una mirada mucho más amplia que la nuestra y que esas transformaciones no necesariamente responderán a nuestras expectativas.
Ése es el sentido del compromiso social y el hacer cristianos, de otra manera ¿qué sentido tendrían las órdenes de vida contemplativa? Esas personas encerradas en silencio, oración y contemplación. Órdenes religiosas enteras dedicadas a «no hacer nada» a los ojos del activista y que, sin embargo, son el micelio profundo que mantiene unidas las raíces del bosque y las nutre. ¡Gracias por su oración permanente! También en cada uno y cada una de nosotras tendría que haber un espacio para esa vida, porque sin esa vida, sin esa irrigación constante desde la corriente profunda de gracia, sin esa unión a la vid, los sarmientos se secan.
Un comentario
Praxis hacer algo útil por otros, gracias por esa reflexión que invita a actuar.