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Jesús: la promesa que se encarna en lo frágil y vulnerable

La Navidad, en algunos momentos de mi vida, me resultaba más inquietante que significativa. Durante muchos años fue una experiencia más bien de privilegio, mezclada con una sensación de vacío.

Mi corazón se sentía un poco desarraigado, cuestionado por la abundancia y el sinsentido —vacío que no he vuelto a sentir desde que entré a la Compañía de Santa Teresa de Jesús—; me cuestionaba que hubiera meseros sirviendo una mesa sin poder estar con su familia, una gran cantidad de comida, regalos y alcohol, que disfrutaba recibir, pero la contradicción me inquietaba, aunque no la lograba entender del todo, mucho menos expresar, pero sí experimentaba y guardaba en la memoria una mezcla de ausencia con tristeza y el constante y profundo deseo de vivir algo diferente. Un par de años fue así, pero esta inquietud me invitaba a buscar algo más.

Con el paso del tiempo otro tipo de experiencias, mucho más llanas y entrañables, comenzaron a dar sentido a este tiempo. El encuentro con el Dios de lo sencillo, de lo frágil, que se encarna en lo más inesperado de un encuentro y en las situaciones más adversas. Todo ello iba habitando ese vacío que se anidaba en mi corazón.

El mochilazo jesuita en diciembre ha sido uno de esos encuentros: vivir el tiempo de las posadas recorriendo las comunidades de los pueblos originarios en Yahualica, Hidalgo, marcó mi corazón. Lo más sencillo se transformaba en calor y hogar. Los catequistas de las comunidades preparaban con entrañable cuidado la posada que nos darían para que pudiéramos descansar; las mujeres se organizaban y multiplicaban el alimento para nutrir nuestro caminar; la risa de los niños y las niñas estallaba en los caminos de aquel itinerario espiritual, para recordarnos la alegría del encuentro, del juego y de la gratuidad en el amor.

En medio del camino, del frío, de la pobreza, del contraste y la desigualdad, crecía la esperanza por el encuentro, el intercambio de miradas, risas y algunas palabras en náhuatl que, con su vibración, abrían nuestra mente para comprender el lenguaje universal de la acogida, del cuidado y del amor.

Quedábamos maravilladas de la atención en la preparación de cada uno de los momentos de la posada, los cantos, el rezo; de cómo ponían en el centro a María y a José, y en torno a ellos la promesa de un Dios que se hace niño para que nazca la esperanza en medio de tanta pobreza y desigualdad.

Durante los seis días del camino tuvimos el privilegio de recorrer pueblos diferentes y pudimos ser testigos de su experiencia de fe durante el Adviento. Sin embargo, también constatamos que su generosidad y entrega no era exclusiva para las mochileras; el transmitir las tradiciones, el sentido de fiesta y la fuerza de la comunidad es un valor que se extiende a todos y todas. La generosidad sin límite nos habla de un Dios que no se cansa de darnos y nos invita a hacer lo mismo por los demás.

El misterio de la encarnación solamente puede ser entendido desde una mirada compasiva, liberada de prejuicios y expectativas; nos hace contemplar a un Dios que se encarna frágil y vulnerable, rompiendo nuestros esquemas y narrativas aprendidas. Un Dios que no deja de insistir ni de salir a nuestro encuentro para darse a conocer. Ésta experiencia nos confronta y puede debilitar nuestra fe cuando nos ponemos en el centro y perdemos el rumbo, o cuando nos llenamos de cosas para evitar hacernos cargo de nuestra propia verdad y la realidad sufriente en la que vivimos.

Un Dios que elige nacer en medio de la vulnerabilidad y la pobreza tiene algo que decir a nuestra vida. Que en este tiempo lo podamos descubrir y atrevernos a resignificar la experiencia del nacimiento de Jesús.


Imagen: Ivana Fadul-Cathopic

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