Durante su tiempo convaleciente en Loyola, san Ignacio descubrió un mundo que no conocía: la dimensión de la interioridad. La mayor parte de nuestras vidas las vivimos en la superficialidad de nuestro discurso mental, que nos mantiene permanentemente distraídos. Las urgencias, que se siguen una a otra, nos dejan sin tiempo para ponderar lo verdaderamente importante: ¿Tiene sentido mi vida? ¿Me siento plenamente feliz? ¿Sé hacia dónde quiero ir y para qué?
En sus ratos de soledad, con la movilidad limitada al máximo, san Ignacio tuvo que enfrentarse a estas preguntas. Como muchas otras personas, trató de eludirlas distrayéndose en mundos fantasiosos, imaginándose que era uno de los caballeros de las novelas de acción de la época, que tanto le gustaban. Inclusive se imaginaba cómo los reconocimientos que recibiría por su valentía en la defensa de Pamplona lo acercaban de alguna manera a ese ideal ficticio.
Los estudiosos de la vida de Ignacio consideran que dos lecturas fueron especialmente importantes para llevarlo por el camino de la interioridad: la vida de Cristo del cartujo Ludovico de Sajonia y las vidas de santos. El cartujo había escrito un texto innovador. No sólo un relato de la vida del Señor basado en los cuatro evangelios —que ya eran comunes anteriormente— sino un verdadero manual de oración interior. Al final de cada escena de la vida de Jesús, Ludovico recomendaba recrear lo leído con la imaginación y tratar de experimentar lo que habrían vivido quienes estuvieron físicamente presentes en el acontecimiento descrito.
Su objetivo no era sólo informar a sus lectores sobre los datos de la vida de Jesús —recordemos que los evangelios eran inaccesibles a la mayor parte de la gente que no sabía latín—, sino hacer que el lector interactuara con los contenidos existenciales del relato evangélico, que se dejara interpelar por las palabras y acciones del Señor. Finalmente, que sacara conclusiones aplicables al concreto de su vida.
A través de este método, que podríamos describir técnicamente como una oración de contemplación temática, para Ignacio la persona de Jesús dejó de ser un concepto para convertirse en una presencia, y en una presencia que se comunicaba con él. Captó que al final de estos encuentros orantes su estado de ánimo se veía transformado. Emociones que ya conocía, como la alegría, el entusiasmo, la determinación, etc., alcanzaban una profundidad y nitidez que nunca habían tenido antes. Pudo comparar las «delectaciones» superficiales y pasajeras de sus ensoñaciones mundanas con la consolación que sólo puede venir de haber descubierto el verdadero amor.
Estas primeras incursiones en la interioridad, es decir, en la toma de distancia del caos habitual de nuestra secuencia de discursos mentales, le permitieron descubrir el mundo del silencio interior. Cuando nos emancipamos de la tiranía de la mente y empezamos a llevar la conciencia al corazón, captamos ideas («luces») que nos permiten entender la vida de manera más completa y veraz. Dejamos atrás una visión fragmentada del mundo para descubrir cómo todo está vinculado a través del dinamismo que lo integra: el amor de ágape. En el corazón también percibimos pautas de conducta («mociones») que nos ayudan a encarnar ese amor en lo concreto de nuestra cotidianidad.
En sus contemplaciones bíblicas Ignacio aprendió a dejar atrás las pulsiones de su ego para acercarse, de la mano de Cristo, a su verdadera identidad (su vocación), es decir, su manera particular y única de transparentar el amor de Dios. Experimentó cómo el Señor le revelaba los sentimientos que lo movían en esos momentos relatados por los pasajes bíblicos («conocimiento interno»). Es decir, empezó a acceder al sentir de Jesús. Y, lo más importante, Ignacio fue captando que los sentimientos de Jesús habitaban también en él. Cuando su conciencia podía entrar en resonancia con esa verdad —el Cristo que vivía en él—, Ignacio sentía una felicidad profunda y omniabarcante.
A ese estado de ánimo lo llamó consolación. Su característica principal era la vivencia de la comunión plena con Dios a través del amor compartido («el ánima viene a inflamarse en amor de su Creador y Señor»). Fue percibir que Dios estaba enamorado de él y que Ignacio amaba a Dios con un fuerte ímpetu de reciprocidad.
En sus reglas de discernimiento de espíritus de la primera semana, san Ignacio describe también otras manifestaciones indicativas de este estado: dolor al recordar las ocasiones en que no había sido consciente del amor de Dios, dolor al captar «que el amor no es amado», y dolor por las heridas que causó y se causó desde esa situación de ceguera. Y es que el conocimiento interno del Señor Jesús desenmascara todo lo que en nosotros existe «que no es Él». Eso duele profundamente —es la fuente de la compunción— y el principio de todo proceso auténtico de conversión.
Estar en consolación, es decir, vivir desde este vínculo íntimo con el Dios que nos ama, lleva de manera natural a sentir que aumentan en nosotros las tres virtudes teologales: fe (confianza), esperanza (certidumbre) y sobre todo caridad (amor concreto que vincula con la persona amada). La persona se siente integrada, sostenida y capacitada para ser colaboradora activa y eficaz en la construcción del proyecto de Dios: la comunión del amor compartido.
La vida espiritual, y la experiencia de la oración como elemento central de ella, son un itinerario permanente de crecimiento y transformación. El Ignacio convertido, si bien tiene claro que quiere orientar toda su vida al servicio de Cristo y el Reino, no ha terminado de ser modelado por su relación con el Señor. Eso tomará muchos años. La compañía cercana del Señor Jesús, a quien Ignacio buscaba y procuraba todos los días, fue transformando su voluntarismo en determinación, su terquedad en tenacidad, su legalismo en misericordia.
Una escuela especialmente dura y fructífera fue su tiempo en Manresa. Su vida de ermitaño, con la multiplicación de los tiempos para estar disponible a la comunicación terapéutica de Dios, aceleró el proceso de pasar de una conciencia gobernada por el ego autorreferencial a una conciencia radicada en el corazón, el lugar del encuentro con el Dios vivo. Casi pierde la vida en el intento. De manera indicativa, lo que lo salva de la muerte segura a la que lo llevaba su ego, es precisamente la apertura al otro. Comenta en su autobiografía que llegó a estar dispuesto a dejarse conducir hasta por un «perrillo» si eso le permitía escaparse de ese callejón sin salida. Ignacio descubre a un Dios inusitadamente cercano y comprometido con él, que «lo enseña como un maestro enseña a un niño».
Liberado de la cárcel del ego, Ignacio puede iniciar su itinerario a la santidad, a la plenitud de nuestra condición humano/divina. Es el camino de descubrir que Dios con su amor sostiene el mundo y lo vivifica constantemente. Esa vivencia culmen de la vida espiritual es descrita por Ignacio en su Contemplación para alcanzar Amor. El amor divino es un amor concreto, de realidades y no de buenas intenciones («más en obras que en palabras»). Para que sea real es necesario que se manifieste en el tiempo y el espacio. Y lo hace a través de la entrega de los dones y talentos que tenemos a nuestra disposición («dar de lo que tiene y puede»), desde el anhelo de verlos convertidos en bendición para la persona amada. Vivir siempre desde la convicción y estado de «en todo amar y servir».
Ignacio resume esta meta del camino cristiano en el texto que se conoce como oración de san Ignacio («Tomad, Señor, y recibid…»). En ella le pide al Dios, que lo ama, que tome en primer término su «libertad», el don más preciado de la condición humana. Quiere así vivir en permanente sinergia —unión de quereres— con el Dios vivo. Luego le pide que reciba todo su ser racional, simbolizado en sus tres facultades: memoria, entendimiento y voluntad. De alguna manera describe así toda su persona para añadirle después su «haber y poseer», todos los bienes que tiene a su disposición.
Ignacio reconoce en esta oración que todo viene de Dios. Ahora le devuelve estos dones a Él, pero enriquecidos con su propio amor. El compromiso es entregarse a sí mismo para convertirse en vida de la persona amada. Sabe que es un ejercicio difícil, pero ya conoce la clave: el amor y la gracia de Dios bastan para hacer realidad ese estado de vida.
En suma, podríamos decir que el itinerario orante de Ignacio, centrado en el conocimiento interno —desde la interioridad— del Señor Jesús, nos lleva a descubrir nuestra verdad —la vocación a amar— y desenmascarar la mentira que nos impide vivirla plenamente. Es descubrir nuestra vocación —la manera como Cristo vive en mí— y elegirla. Acostumbrarnos a la comunicación permanente con el Señor para actuar en auténtica sinergia: percibo que quiero lo que tú quieres, Señor. Esto nos capacita para vivir encarnando la voluntad de Dios que se traduce en una felicidad plena (consolación).
Orar a la manera de Ignacio se cristaliza finalmente en la pregunta fundamental del discernimiento cristiano: ¿Cómo quieres, Señor, que amemos hoy?