«Escucha mi grito, Señor, atiende a mis clamores»
OCTUBRE
Domingo 29
- Ex 22, 20–26
- Sal 17
- 1 Tes 1, 5c–10
- Mt 22, 34–40
§ El amor a Dios, sin vivir la caridad hacia el hermano necesitado, resulta ser simplemente una relación autocomplaciente para sentirnos bien con nosotros mismos y acallar la propia conciencia. No se puede amar auténticamente a Dios si no somos capaces de encontrarlo encarnado en el hermano que tenemos junto a nosotros.
§ De esta forma vivían los fariseos su relación con Dios, de manera totalmente desvinculada de la realidad y sin dejarse tocar el corazón por los dolores del pueblo. En el Evangelio de Mateo se lee cómo intentan poner a prueba a Jesús preguntándole sobre el mandamiento principal de la ley, a lo que Él responde acertadamente, colocando en el centro de la ley el amor a Dios con todo el corazón, alma y mente. Jesús hábilmente añade el segundo mandamiento que consiste en amar al prójimo, pues sabía que los fariseos no cumplían con esa prescripción y usaban su poder para la opresión y la marginación.
§ El fragmento del Éxodo describe situaciones reales y necesidades concretas de la vida en las que se puede manifestar con toda su fuerza y hondura el amor al prójimo. En un mundo donde la migración humana ocurre todos los días, en donde la violencia, la injusticia y la miseria hacen tantos estragos, resulta imperioso salir al encuentro del prójimo para llevarle la buena nueva de Dios mediante nuestras obras de servicio amoroso y generosidad.
El corazón de la voluntad de Dios para la humanidad ciertamente radica en el amor, pero no un amor entendido como un mero sentimiento, sino como un dinamismo que mueve a la realización de obras concretas por el bien de aquél a quien se ama. El amor consiste en esa fuerza que impulsa a entregarse por aquéllos que menos tienen o cuya situación de vida es vulnerable. No se puede hablar de amor a Dios si se carece de compasión hacia el prójimo, pues entonces cualquier acto de piedad quedaría vacío y sería estéril.
