Migración forzada: una oportunidad para construir la civilización del amor

Pienso en las aves migratorias. Desde Colombia, donde vivo y trabajo como jesuita en el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS), en este momento cerca de 490 millones de aves migran libremente a través del aire, bordeando las costas de muchos países para seguir un rumbo fijo hacia el norte del continente americano. Año tras año realizan este trayecto tanto de ida como de regreso. Estas aves, de distintas especies además, vuelan conjuntamente sin preocuparse por límites, fronteras, bordes, regulaciones o controles. Junto a esta imagen de libertad me viene al pensamiento la situación de más de 103 millones de personas que cada año, a lo largo y ancho de nuestro planeta, migran por muchas razones, pero, sobre todo, buscando protección.

En su transitar encuentran todo tipo de tropiezos, violencias, restricciones e impedimentos. A esas personas las vemos a través de las noticias, hacinadas en una playa o en una balsa enfrentando los peligros del mar, sólo por poner un ejemplo. Aunque no estemos frente a ellas, podemos darnos cuenta en sus rostros de cómo reflejan la incertidumbre, la desesperanza y la soledad, aun cuando muchas se encuentran viviendo el mismo drama, caminando hacia un futuro sumamente difuso. Qué contrastante es la imagen de la experiencia natural de las aves, en comparación de la de tantas personas que migran y sólo encuentran tropiezos en su camino.

Con esta breve introducción quiero compartir un par de experiencias que he tenido al comienzo de mi servicio en el JRS de Colombia, con el propósito de pensar y reflexionar en posibles rutas de esperanza para las personas en situación de movilidad forzada, víctimas del desplazamiento interno por causa de la violencia o que se encuentran en situación de refugio en otra nación distinta a la de su origen.

Creo firmemente que una mirada con una espiritualidad aterrizada y encarnada nos puede ayudar a entender lo que significa acompañar para desvanecer la soledad del migrante, servirle para que pueda vislumbrar un futuro esperanzador y defenderle en la lucha por su dignidad humana que, al final, es lo más sagrado. Nuevamente, voy a los contrastes.

Foto: © Servicio Jesuita a Refugiados Colombia

La primera situación se presentó en el puente Simón Bolívar, que une a Colombia con Venezuela, en la ciudad de Cúcuta. Estábamos realizando un monitoreo con el equipo de JRS, vistiendo nuestras prendas de visibilidad (chalecos, gorras, etc.), cuando vi venir con mucha prisa a una señora relativamente joven; de sus manos iban tomadas sus dos hijas de alrededor de ocho y 10 años. Nos miramos mutuamente, se detuvo más adelante y me preguntó: «¿Ustedes son JRS?» Le respondí que sí. Inmediatamente una gran sonrisa se dibujó en su rostro, miró a sus hijas como invitándome a contemplarlas, y me dijo con sus ojos brillando: «El JRS cambió mi vida; ustedes me acompañaron en los peores momentos y ahora soy feliz, tengo mi emprendimiento de una sala de belleza con la que tenemos con qué vivir. Eso fue gracias a ustedes y el apoyo que me brindaron. ¡Hasta luego!».

Siguió su camino con la prisa que llevaba y me quedé con el corazón conmovido, queriendo preguntarle más por su historia, por cómo eran las cosas antes y cómo eran ahora. Como respuesta, sólo pensé y compartí con mi equipo con el que hice la visita: «¡Merece toda la pena el trabajo que estamos haciendo, así fuera sólo por esta familia, cada esfuerzo, cada fatiga!».

Ver la ilusión, la esperanza y la alegría en ese rostro nos lleva a pensar, precisamente en este tiempo de pascua, en que estamos llamados a resucitar proyectos de vida, a ser agentes que permitan volver a sentir el consuelo en quienes sufren, y que al mismo tiempo tienen la ilusión de empezar en un nuevo lugar.

La segunda situación se presentó en un monitoreo por las carreteras de Colombia, mientras buscábamos a quienes llamamos cariñosa y respetuosamente «caminantes», refiriéndonos principalmente a la población venezolana que recorre a pie el continente sudamericano. Paramos el vehículo cuando vimos, bajo una sombra, en un día de intenso calor, a una pareja al borde de la carretera con un niño. Nos acercamos prudentemente a conversar con ellos y, antes de que el diálogo tuviera lugar, lo que contemplaba era literalmente un pesebre.

Estaban allí un hombre con su esposa. Ella dormía sobre el césped mientras su esposo, con los ojos cansados, rojos, casi vidriosos, sentado sobre su maletín roto, cuidaba su sueño y el de su pequeño hijo de unos tres años, quien jugaba con algunos palitos. Me pareció ver a José cuidando a María y al pequeño Jesús. Era como contemplar el misterio de la Encarnación en vivo y en directo. Jesús, hijo de Dios, encarnado en nuestra realidad humana agobiada y doliente, en esta pequeña familia.

Pensé en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, en la contemplación del nacimiento, en los que se nos invita a hacernos «pequeños siervos indignos» al servicio de la Sagrada Familia, con todo acatamiento y reverencia posibles [EE, 114]. Esta escena vivida y hecha realidad, a mi modo de ver, nos ubica en la forma, modo y actitud de acercarnos a servir, acompañar y defender a quienes migran.

Estas dos anécdotas que he presentado y traducido en experiencias, en contraste con lo que es el antes y el después de un proceso migratorio, me remiten también a otra parte de los Ejercicios Espirituales. Se trata de la meditación de las Dos Banderas. San Ignacio invita al ejercitante, en su lenguaje del siglo XVI, a plantearse dos escenarios desiguales. El primero es un contexto que llena de luz la vida de las personas, haciéndolas prosperar en modo sencillo, amable y fraterno. El segundo, al contrario, es un ambiente sombrío, en el que la vida de las personas parece llena de sinsentido y se vive bajo opresión y sin esperanza. El primero refleja el sueño de Dios en la vida de las personas, y el segundo el espíritu de lo mundano.

La primera anécdota remite al primer escenario, pues muestra nuestra colaboración con la misión de Cristo, en los contextos de migración, para ayudar a que florezca la gente. La segunda hace referencia al otro ambiente, pues las personas que hallamos, en un primer momento, se encontraban en una fábrica de injusticias, al ser víctimas de sistemas políticos, económicos y sociales que las han obligado a huir. A veces no logran ni siquiera comprender por qué han debido marcharse tan lejos para poder buscar el sustento de su familia.

Hemos visto algunas imágenes contrapuestas: la libertad de las aves migratorias y las dificultades de las familias que migran; un rostro de alegría con un proyecto de vida reconstruido, y un rostro exhausto, sumido en la desesperanza; la propuesta dinámica de paz del Espíritu, y la proposición engañosa de los sistemas opresores. Con todo esto, la situación del migrante es un grito silencioso dirigido a las comunidades receptoras, en las que pasan o deciden quedarse. Cuando alguien acoge y se convierte en anfitrión, dispuesto a compartir desde su propia precariedad, se construye la «Civilización del Amor», como la ha llamado el papa Francisco, considerado hoy el principal abogado de la causa de los migrantes.

Ejercitar el don de la hospitalidad nos lleva a edificar una cultura de paz en los diversos territorios, y por tanto, a la reconciliación en un mundo roto. Trabajar hombro con hombro con quienes migran permite repensar la idea de un mundo lleno de divisiones, muros y fronteras, para transformarlo en uno de paz, dinamizado por el don de la acogida y el abrazo, que propicie el encuentro y el espíritu de una nueva humanidad. 

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