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Violencia y reconciliación: los migrantes como Buena Nueva

La Iglesia católica celebró el Día Internacional del Migrante. Simultáneamente, el sufrimiento de miles de personas se agudizó en las dos fronteras de México durante los siguientes meses debido a las expulsiones de migrantes organizadas por Estados Unidos, aunque tendríamos que decir que todo el planeta está siendo cuestionado por los movimientos migratorios y sus consecuencias.

Y me niego a decir, como muchos grupos y gobiernos, que la migración es una invasión. Los migrantes no son invasores ni los culpables de la migración, de sus causas o de las consecuencias que su peregrinar tiene a lo largo de miles de kilómetros de tierra o mar. Menos son culpables de la ilegalidad de su situación —ningún ser humano es ilegal—, simplemente son las víctimas más maltratadas de una injusticia que es global.

En un discurso frente a las autoridades políticas y el episcopado en Hungría el 26 de septiembre de 2021 —casi todos coludidos en eliminar la presencia de migrantes y extranjeros, a quienes califican de invasores y de amenaza a la pureza y seguridad de su fe, raza, tierra o cultura—, el papa Francisco animaba a pasar de «los otros» al «nosotros»:

«La historia de la salvación ve un nosotros al inicio y un nosotros al final, y en el centro, el misterio de Cristo, muerto y resucitado para “que todos sean uno” (Jn 17, 21). El tiempo presente, sin embargo, nos muestra que el nosotros querido por Dios está roto y fragmentado, herido y desfigurado. Y esto tiene lugar especialmente en los momentos de mayor crisis, como ahora por la pandemia. Los nacionalismos cerrados y agresivos (cf. Fratelli tutti, 11) y el individualismo radical (cf. ibid., 105) resquebrajan o dividen el nosotros, tanto en el mundo como dentro de la Iglesia».

Y el precio más elevado lo pagan quienes más fácilmente pueden convertirse en los otros: los extranjeros, los migrantes, los marginados, que habitan las periferias existenciales de la modernidad.

El 25 de septiembre de 2021 apareció en Milenio un artículo sobre la reedición del libro Los migrantes que no importan, de Óscar Martínez, que da cuenta de la realidad brutal de esta crisis humanitaria y de sus raíces históricas en México y Centroamérica. Ahí reseña cómo, desde hace mucho tiempo, hay prácticas políticas que gobiernos, incluidos los de México, y otros grupos, han instrumentado y que podrían considerarse tortura. Éstas incluyen encierro carcelario; violencia física, incluso contra niños; violaciones, persecuciones, extorsión y separación de familias. Los migrantes son tratados como mercancía, como estorbo o trofeo político. Hay un terrible sigilo y ocultamiento social con respecto a estos hechos, pero también está el doloroso silencio de los migrantes, que no denuncian porque saben, por sus experiencias, que las instituciones políticas —desde los congresos y sus leyes, hasta los policías— son sus enemigas. Por ello, se da un silencio o una tolerancia cómplices de esa violencia.

Foto: © Laflota, Depositphotos

Existe un discurso ideologizado, promovido por autoridades, países y grupos de poder, y machacado insidiosamente por los medios de comunicación, que no sólo justifica nuestros silencios sociales, eclesiásticos o personales al respecto, sino que estigmatiza a los migrantes. Este discurso los presenta como un peligro «para la economía, la política y la religión, la decencia y nuestro orden social», y nos ha ido convenciendo de que los muros, las fronteras y las garitas que excluyen, dividen y matan, son normales.

Ante la situación actual preguntamos a los sacerdotes que sostienen la Casanicolás y la Casa Monarca, en Monterrey, en qué podíamos apoyarlos. Lo primero que nos dijeron fue: «Hablen, ayuden a crear una comprensión alternativa a ese discurso mentiroso y alarmista, que sataniza a los migrantes».

Yo agregaría —como Moisés y Jesús en los relatos bíblicos— que no sólo hablen los sacerdotes. Ojalá que descendieran sobre nosotros el espíritu y el amor del Señor, y que los pueblos de Dios fueran profetas y anunciaran la posibilidad de libertad, de una tierra acogedora y humana para estos hermanos y para todos. Que, frente a ese discurso excluyente, a veces incluso eclesiástico, contemplemos y escuchemos a estas personas y comprendamos lo que Dios siente ante el sufrimiento de sus pueblos. Que en ese Espíritu de Jesús dialoguemos y opinemos, como hace Dios por boca de Moisés, del apóstol Santiago, del papa Francisco o de César Chávez y Martin Luther King en Estados Unidos. No hablemos como los espíritus demoníacos de una mentirosa autopreservación egoísta, acaparadora y excluyente; no desde el miedo a la diferencia y a la libertad; no desde prejuicios raciales o religiosos.

El papa Francisco dice en la encíclica Fratelli tutti y en el discurso en Hungría que es necesario acoger a los inmigrantes, pero no sólo eso: es necesario acoger, proteger, promover e integrar. Una acogida verdadera requiere del cumplimiento de cada una de estas etapas. Cada país debe saber hasta qué punto puede hacerlo. Dejar a los inmigrantes sin integración es como dejarlos en la miseria, equivale a no acogerlos. Pero es necesario estudiar bien el fenómeno y comprender las causas, especialmente las geopolíticas. Es necesario entender qué sucede en el Mediterráneo y cuáles son las tácticas de las potencias que dan a ese mar, para controlarlo y dominarlo. Y entender el porqué y cuáles son las consecuencias.

Es necesario entender cuáles son los intereses y las tácticas de las potencias que separan al Norte del Sur para controlar y dominar. Comprender que la violencia en Centroamérica no es independiente de la explotación ancestral de Estados Unidos, o de las guerras y golpes de estado que han financiado (se sabe que este país dio un millón de dólares diarios a El Salvador durante los años de la guerra y que deportó a la Mara Salvatrucha a esta región). Tampoco olvidar que la violencia de los cárteles en México no es independiente del consumo, la venta y el negocio norteamericano de drogas y armas, ni siquiera de tantos negocios nacionales enriquecidos con ese dinero; que la situación en África se vincula con la dominación, el saqueo y la violencia del Norte cristiano/civilizado sobre los pueblos del Sur pagano/salvaje.

Pero lo más impactante, aunque resulte contradictorio, es que se les llame y considere peligrosos a quienes precisamente han sido sometidos a toda clase de peligros, despojos, agresiones y sufrimientos. Que temamos que nos invadan aquellos pueblos que, por el contrario, hemos invadido nosotros. El verdadero peligro son estas sociedades, instituciones y poderes que han cerrado los ojos y el corazón a la necesidad de los hermanos, de los pobres y pequeños de Jesús Dios.

El Evangelio de Marcos (Mc 9, 45–48) puede traducirse a la actualidad: «A los pueblos, grupos o personas que sean ocasión de muerte para esta gente sencilla que espera la salvación… más les valiera cortarse las manos y pies por idólatras». Siempre que ambicionamos, acaparamos, discriminamos y matamos, establecemos los dinamismos de muerte por los cuales nosotros también pereceremos.

En ese sentido, los migrantes son profecía: nos alertan —como la epístola de Santiago— con respecto a la violencia y el desajuste de nuestra civilización moderna, de sus causas y de la gravedad de sus consecuencias; desenmascaran la desintegración, la corrupción, el individualismo y la ambición rampantes, excluyentes y depredadoras de sus riquezas. Su oro y plata los corroen y consumen hasta inducir la pérdida del deseo de transmitir la vida, de tener hijos o de cuidar y ajustar la vida del planeta.

Foto: © Laflota, Depositphotos

El papa Francisco nos anima a que en el encuentro con la diversidad de los extranjeros, de los migrantes, de los refugiados, y en el diálogo intercultural que puede surgir, crezcamos como Iglesia. Es este diálogo se nos da la oportunidad de humanizarnos mutuamente como pueblos; de liberarnos del miedo a la diferencia, que sólo es miedo a la libertad.

En Los migrantes que no importan Óscar Martínez cuenta que en México vio también algunas de las manifestaciones más solidarias de su vida. En concreto, menciona una lista de los albergues y grupos de apoyo de diversos tipos que han surgido a lo largo de las rutas migratorias.

Los migrantes también son Buena Noticia, promesa e inicio de una vida nueva y, precisamente por eso, distinta. Para ellos representa la promesa y la esperanza de un vida buena; para nosotros, la posibilidad de abrirnos a una humanidad plena y a mundos diversos, distintos pero vertidos unos con otros.

No solemos caer en cuenta de que esos migrantes son personas verdaderamente humanas, valientes, resistentes, ingeniosas y decididas; que han sido capaces de recorrer a pie o por aventones clandestinos hasta 10 mil o 12 mil kilómetros; de atravesar la selva amazónica y el Tapón del Darién a pie. Son capaces de atravesar los territorios de los narcos, de los traficantes de personas y los cercos policiacos —que acaban siendo y sirviendo para lo mismo—. Son hombres y mujeres amantes de la vida y constructores de libertad, que nos pueden convidar ambas cosas.

«Los migrantes son tratados como mercancía, como estorbo o trofeo político. Hay un terrible sigilo y ocultamiento social con respecto a estos hechos, pero también está el doloroso silencio de los migrantes, que no denuncian porque saben, por sus experiencias, que las instituciones políticas […] son sus enemigas». 

Tres paradojas de olvido e ingratitud

Es paradójico que, mientras hay medios de comunicación y personas regiomontanas que están propagando rumores contra los migrantes, hay otras —quizá algunas sean las mismas— que intentan demostrar que en realidad ellas y sus familias son migrantes sefardíes o españoles, asentados en Nuevo León hace apenas unas generaciones.

Es paradójico que olvidemos que en el inicio de nuestras tres grandes religiones hay una migración de muchos años, el Éxodo, que el pueblo judío recuerda como su epopeya fundante.

Es paradójico que quienes nos decimos cristianos olvidemos que el cristianismo se consolidó y difundió gracias a la migración de las primeras comunidades hacia Europa y Asia. Que la Iglesia, desde entonces, se concibe como peregrina, católica y ecuménica; es decir, sin fronteras e inclusiva, porque cree que la tierra es para todos los seres humanos por ser creación y don de ese Dios que no hace distinción entre personas.

Las migraciones, caminos humanos hacia la justicia y la esperanza

Hace un par de años aparecieron en las noticias algunos artículos que anunciaron el descubrimiento de la señal más antigua de la llegada y presencia de seres humanos en nuestro continente americano. Significativamente, son unas huellas de pies impresas en arcilla, que al parecer son las de un grupo de jóvenes caminantes que vinieron de Asia hace entre 17 mil y 23 mil años; mucho antes del famoso puente de hielo en el estrecho de Bering.

Desde nuestros orígenes humanos, todos somos nómadas. En realidad, todo el planeta fue ocupado por migrantes salidos de África y por sus descendientes.

Nuestra humanidad se ha hecho entrecruzando caminos, mares y continentes, especies, razas y culturas; es, constitutivamente, migrante y mestiza. En eso han consistido su verdad, su bondad y su belleza.

Por todo eso, los migrantes son motivo y camino de justicia y esperanza. 

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