La iglesia de San Francisco Javier y el acueducto de los Arcos del Sitio, ambos en Tepotzotlán, Estado de México, son dos ejemplos del patrimonio cultural novohispano con reconocimiento en nuestro país. Son obras artístico-arquitectónicas creadas por los miembros de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús en los siglos XVII y XVIII y su aún imponente presencia es ejemplo de la capacidad de los jesuitas para crear obras arquitectónicas funcionales e, incluso, sostenibles, partiendo del pensamiento ignaciano.
La aplicación del modo nostro o «modo nuestro de proceder» planteado de inicio por Ignacio de Loyola llevó a que, desde la primera Congregación General de 1558, los integrantes de la Compañía de Jesús establecieran que los edificios construidos por esta orden debían responder a las funciones que se desarrollarían en su interior; que fueran «edificios saludables, consistentes y bien construidos, aptos para ser residencias y lugares en que podamos desempeñar nuestros deberes».
Si bien, en principio el modo nostro es una idea que se vincula con la concepción integral de una pastoral y un sentido práctico de la vida que tenían los jesuitas como orden religiosa, se vio reflejado en la materialización de sus obras artísticas y arquitectónicas, entre otras muchas.
Al estudiar estas dos grandes obras arquitectónicas del patrimonio cultural mexicano y el casco de la ex hacienda de Xalpa que aún existe —pero que al ser propiedad particular no es posible visitar—, podremos entender el tipo de organización administrativa generada por los jesuitas novohispanos y la arquitectura que erigieron para poder cumplir con sus labores educativas y de evangelización, siempre atendiendo los planteamientos ignacianos. Para ello, fue también vital la importancia de «discernir sobre los medios para llegar a un fin», un concepto establecido en el «discernimiento» de los Ejercicios Espirituales (EE, 13-25). Esto implicaba que en cualquier decisión que tomaran para contar con los espacios adecuados para las labores que debían desarrollar, buscaban además llevar a la práctica el discernimiento para poder escoger el (los) medio(s) más adecuado(s) para lograr edificar estructuras arquitectónicas que les ayudaran a cumplir cabalmente con sus labores educativas y de evangelización.
Los integrantes de la Compañía de Jesús en la Nueva España fundaron durante su estancia más de treinta colegios cuya arquitectura fue sede de complejos formativos y productivos pues, desde el aspecto económico, cada colegio funcionaba independientemente y tenía que sostenerse con sus propios recursos. Además de cumplir con sus propósitos religiosos y educativos, los colegios eran los núcleos en donde se recibía y manejaba el dinero y de donde se distribuía el capital para el campo, los centros urbanos o el crédito.
Tepotzotlán, construir desde «el modo de proceder»
El inmueble que entre 1580 y 1767 albergó el Colegio y la Casa de probación jesuita de Tepotzotlán, Estado de México, y del que forman parte la iglesia de San Francisco Javier con sus imponentes retablos del siglo XVIII y sus capillas anexas —en cuyo concepto estético es evidente también la importancia de los EE de Ignacio de Loyola—, es una gran estructura arquitectónica con una extensión de 10,000 metros cuadrados construidos y que actualmente, es sede del Museo Nacional del Virreinato dependiente del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
En este edificio funcionaron tres instancias —algunas ininterrumpidamente y otras no— para las que debían existir espacios adecuados a su óptimo funcionamiento, lo que llevó a que con el paso de los años se hicieran adecuaciones arquitectónicas de tal modo que los jesuitas contaran permanentemente con espacios adecuados al desarrollo de sus labores. La primera instancia respondió a la necesidad de evangelizar en tierras lejanas, por lo que los jesuitas crearon en este pueblo un Seminario de Lenguas que cobró importancia, sobre todo en el aprendizaje del otomí —además del náhuatl y el mazahua— para el que inclusive los que habitaban en este colegio hicieron en 1585 un vocabulario. La Congregación Provincial Mexicana de 1585 estableció que ningún jesuita se podía ordenar sin haber aprendido antes lenguas indígenas.
El Seminario de San Martín fue otra institución de los jesuitas en Tepotzotlán, que tenía como fin la crianza de los niños indios. Se instaló en una casa separada del colegio y, actualmente, la estructura arquitectónica ya no se conserva.
Dado que estaba establecido que las fundaciones de instancias educativas debían vivir sólo de limosnas y que Tepotzotlán era una comunidad indígena en la que era difícil obtenerlas, para lograr mantenerlas económicamente, fundaron en 1590 un seminario de Humanidades o de Letras para los jesuitas que debían impartir ese conocimiento en todos los colegios para externos, argumento con el cual construyeron anexo un molino que proporcionara una renta suficiente para el sustento tanto de los jesuitas, como de los niños indígenas que vivían al interior del seminario.
Sin embargo, para los jesuitas novohispanos la instancia más importante que fundaron en Tepotzotlán fue la Casa de probación, que implicaba la formación de los jesuitas en sus tres etapas: noviciado, juniorado y terceronado. Si bien el noviciado existió en este lugar desde 1586, con una interrupción entre 1591 y 1624, hasta la expulsión de los jesuitas de los reinos españoles en 1767, el juniorado y el terceronado funcionaron aquí de manera intermitente.
Para desempeñar las labores educativas y llevar a cabo las actividades cotidianas de los residentes de estas instancias, la Compañía de Jesús construyó un complejo arquitectónico compuesto por cinco patios, tres de ellos con pasillos claustrales cerrados como marcaba la tradición en las edificaciones formativas jesuitas. Además, tiene espacios utilizados para botica, enfermería, cocinas, talleres, una gran huerta y unos molinos de trigo. También tiene un patio en el que se sembraban plantas medicinales y que está anexo al área de la enfermería y otro conocido como de trabajo, pues en él se desarrollaban las actividades vinculadas con las labores de campo de las tierras que pertenecían a este colegio. Anexa a este patio estaba la hospedería cuyo acceso era por el portal de campo para evitar que los huéspedes ingresaran a o circularan por la clausura. Sin embargo, uno de los elementos que lo caracterizan y que más llama nuestra atención es su sostenibilidad, pues cuenta con una arquitectura hidráulica integrada por varios sistemas de captación de agua* y un excelente aprovechamiento de los efectos de la luz del sol en sus espacios interiores.**
*La ingeniería o arquitectura hidráulica, común en todos los asentamientos humanos desde el periodo prehispánico hasta el siglo XIX, buscaba garantizar, aprovechando las fuentes naturales, el abastecimiento de agua potable, en poblados y en el campo. La arquitectura hidráulica del periodo novohispano mexicano aprovechó tanto la tradición prehispánica como la española para construir un sinnúmero de presas, jagüeyes, cajas de agua, cisternas, aljibes, pozos, norias y acueductos a nivel nacional.
** A partir de la restauración de 2017, el Camarín de la Virgen —ubicado en el interior del templo de San Francisco Javier— recuperó su iluminación natural original, a través de las dobles ventanas ubicadas en la bóveda y cúpula de la capilla por la que entran los rayos solares. Según la estación del año y la trayectoria solar en el transcurso del día, la iluminación de la capilla va cambiando.
No debemos olvidar la iglesia de San Pedro —dedicada específicamente a la población indígena y cuyo interior sufrió modificaciones en el siglo XIX—, y la de San Francisco Javier con sus capillas anexas, pues en la arquitectura que podemos apreciar actualmente, en esta última se manifiesta la exuberancia y la fastuosidad, mientras que en el resto del inmueble, sentimos una relativa austeridad, provocada por la sobriedad ornamental de los espacios que, a pesar de todo, no carecieron de elementos artísticos que importaran la generación de vivencias estéticas —como los óleos y la pintura mural que decoraban las paredes— y que, además, cubrieron los requerimientos marcados desde la primera Congregación General celebrada en 1558 de ser «útiles, sanos y fuertes para habitar y para el ejercicio de los ministerios» de los integrantes de la Compañía de Jesús que desarrollaron sus actividades en este poblado.
Esas experiencias estéticas opuestas derivaron de los planteamientos que con respecto al modo de vida que a mediados del siglo XVI empezaron a trazar las Congregaciones Generales de la Compañía de Jesús. Como ya dijimos en párrafos anteriores, uno de los elementos que pesó en las decisiones que tomaron esas congregaciones con respecto a la tarea edilicia en la orden partió del noster modus procedendi o el modo nostro, pues el fundador consideraba necesario adecuarse a las circunstancias para poder cumplir cabalmente el objetivo primario de difundir el Evangelio.
La segunda Congregación General de 1565 distinguió claramente entre edificios jesuitas habilitados para el uso profano —como las casas, las residencias y los colegios— y los de culto —entre los que se encontraban las iglesias, los oratorios y las capillas. Evidentemente, la distinción entre edificios para estos usos responde también a diversas exigencias prácticas acerca de la organización del espacio arquitectónico. Ese planteamiento inicial que incidió en la producción arquitectónica se mantuvo hasta la tercera década del seiscientos, pues los jesuitas para persuadir apelaron a los sentidos, lo que llevó a que las manifestaciones artísticas de los templos y capillas se convirtieran en una de las principales herramientas para lograrlo. De este modo, la regla de la más rígida austeridad y aún pauperismo en los edificios de habitación de los propios jesuitas, exceptuó de ella a las iglesias, pues «no eran la casa de los hombres sino de Dios».
Los fieles que ingresaban a mediados del siglo XVIII al interior de la iglesia de San Francisco Javier con el objeto de participar en alguna celebración, experimentaba muy diversas sensaciones que no se limitaban a las percepciones causadas por los grandes retablos creados en 1754 por Miguel Cabrera e Higinio de Chávez y por las innumerables pinturas y esculturas que ahí se encontraban, sino también por elementos como la música, el incienso, las vestiduras y la orfebrería litúrgicas, cuya utilización confería un carácter de magnificencia y solemnidad a las ceremonias y, sobre todo, fungía de escenario propicio para ricas homilías. El grupo de personas que participaba en este tipo de celebraciones se veía afectado perceptivamente por impresiones transmitidas a través de los sentidos de la vista, el oído y el olfato. La totalidad de los elementos se complementaban para crear un todo que provocaba un impacto perceptivo en los individuos del que difícilmente podrían escapar lo que, de inicio, tuvo una clara intención por parte de los jesuitas de Tepotzotlán para apoyar la «Contemplación para conseguir amor» de los Ejercicios Espirituales (EE, 230).
La arquitectura jesuita fue una herramienta de persuación que apeló a los sentidos. “La totalidad de los elementos se complementaban para crear un impacto perceptivo en los individuos del que difícilmente podrían escapar”.
Las capillas anexas a San Francisco Javier también fueron creadas con la intención de apoyar esa contemplación, al ayudar al individuo que ingresaba a la Casa de Loreto, al Relicario de San José y al Camarín de la Virgen de Loreto a imaginar los espacios en los que se desarrollaron los pasajes bíblicos que describen la vida de la Virgen María y de Jesús como lo pide Ignacio de Loyola con la «composición de lugar» (EE, 47).
Xalpa, los mejores medios para lograr un fin
La hacienda de Xalpa era la cabecera de las instancias productivas que abastecían al colegio y Casa de probación de Tepotzotlán. Fue adquirida por ellos en 1595, estaba situada en Huehuetoca, distrito de Cuautitlán, Estado de México, y constaba de varios agostaderos, ranchos y tierras. Es importante hacer notar que las propiedades del Colegio de Tepotzotlán no se limitaron sólo a regiones cercanas, también adquirieron tierras en Colima, Zacatecas, Iguala y el Valle de Toluca. El colegio fue ampliado y sostenido, además de las importantes donaciones de sus mecenas, gracias a los rendimientos de estas haciendas y empresas productivas.
El casco de la hacienda de Xalpa abarcaba ocho mil metros cuadrados de superficie, de cuya construcción todavía hoy en día pueden apreciarse la casa principal, la troje, la sacristía y la capilla, que alberga retablos de los siglos XVII y XVIII, integrados con pinturas e imágenes talladas de la época. Cuenta actualmente con cuatro patios; tres de ellos construidos por los jesuitas —el de habitación y administración, el de trabajo rodeado por trojes y el de las caballerizas— y el último de grandes dimensiones procede de un periodo posterior. Otras dependencias anexas al casco son dos grandes bóvedas que arrancan desde uno de los muros de la capilla y que, al parecer, fueron utilizadas como enfermería. Al igual que el colegio, cuenta con interesantes elementos de arquitectura hidráulica para captar agua de lluvia y conducir la que llegaba de manantiales externos.
El interior de la capilla, hasta la fecha muestra en su presbiterio el retablo original del siglo XVIII. Por el tipo de talla que presenta su ornamentación, con una hojarasca muy fina, es posible que los jesuitas hayan encargado su manufactura al mismo artista al que le solicitaron la elaboración del altar que se encuentra en la capilla anexa del templo de San Francisco Javier, conocida como el Relicario de San José.
En la sacristía de la capilla de Xalpa se encuentra un pequeño retablo en madera tallada, policromada y dorada, elaborado en el siglo XVII. Como era costumbre entre los jesuitas, encargaban a los mejores artistas del momento las obras que decorarían sus iglesias, colegios, haciendas y misiones. En el caso de este pequeño retablo, encargaron las pinturas a Juan Correa, un importante pintor novohispano de fines del siglo XVII.
Un elemento más que integraba el complejo formativo productivo del Colegio de Tepotzotlán es el acueducto conocido actualmente como los Arcos del Sitio en el Estado de México. Es el monumento de mayor altura de la arquitectura hidráulica conocida a nivel nacional. Su construcción fue iniciada en las primeras décadas del siglo XVIII por los integrantes de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús para llevar, a través de canales, agua desde el Río del Oro a la Presa de San Pedro en los terrenos de la hacienda de Xalpa. Su proyecto ha sido atribuido al jesuita Pedro Beristáin.
Los Arcos, como los administradores de Xalpa, se refieren a la obra en los documentos históricos, son cuatro filas de arcadas sobrepuestas construidas para que el agua pudiera salvar los cincuenta metros de profundidad en una cañada conocida como El Sitio. La expulsión de 1767 no les permitió concluir esta espectacular obra, que fue terminada hasta las primeras décadas del siglo XIX por los descendientes del Conde de Regla, Pedro Romero de Terreros. Sin embargo, respetaron el proyecto original de Beristaín, que requirió de infinidad de cálculos para lograr la pendiente que llevara el agua hasta su destino en la hacienda de Xalpa, producto del avanzado conocimiento científico jesuita a la par, también, de la aplicación de los conceptos ignacianos del modo nostro y el «discernimiento espiritual» para estar en posibilidad de elegir con claridad los mejores medios para lograr un fin.
Para saber más:
Pastrana, Tarsicio. Los Molinos de Xuchimangas. México: INAH, 2012.
Peza, Ricardo y Xochipilli Rossell. Esplendor de Tepotzotlán. El Camarín de la Virgen de Loreto. México: INAH, 2018.