«¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16,3). En mis últimos años esta ha sido también la pregunta que me ha inquietado después de aquel viernes santo de mi vida.

En algún momento de nuestro seguimiento del Señor experimentaremos una muerte, la lejanía de un motivo para seguir esperando, la desilusión de nuestra confianza o la vulnerabilidad que monopoliza nuestra perspectiva. Es verdad que el discípulo sabe que la muerte no tendrá la última palabra, pero también es real que entre el viernes santo de nuestras vidas y el primer día de la semana en que acontece la resurrección media ese tiempo incierto, largo y silencioso del sábado de la alianza. El día que Dios reservó para sí.

Con estos ojos observo el camino pascual de estas tres mujeres: María Magdalena, María de Santiago y Salomé. Han velado con el corazón herido los recuerdos frescos de la muerte de su amado, su viernes santo es ayer, y su desolación no es sólo afectiva, es también discipular. Han perdido al maestro.

Pero el evangelio cuenta algo sorprendente. Esas mujeres no han tirado al vacío la memoria de Jesús. Heridas de muerte en el afecto y en el discipulado, mantienen con vida la memoria de lo que Jesús ha sido para ellas. Quieren ungirlo, manifestarle un último gesto de cariño y amor. Y se levantan muy temprano y «llegan al sepulcro al salir el sol» (Mc 16,2).

Dos cosas me revelan estas mujeres. La primera, la memoria de lo que Jesús ha sido para mi vida es más fuerte que la propia muerte que he experimentado en su seguimiento. Hay algo del encuentro con él que supera incluso mi más profunda desolación. La memoria de su llamado, la invitación a participar de su vida, la seguridad de que todo lo suyo es mío, no puede quedar en un sepulcro de mi historia. Quiero ungirlo, venerarlo, demostrarle un último gesto de amor.

Pero corresponder a su amor implica, también, la segunda actitud de las mujeres. Levantarse. Madrugar es levantarse cuando todavía es de noche, cuando hace frío y aún la luz no ilumina nuestras vidas. De una desolación profunda no se sale pendularmente, como quien pasa de la oscuridad al sol radiante por cruzar una puerta. El discípulo sana la herida de muerte al levantarse y ponerse en camino, aunque todavía sea de noche y la luz lo vaya encontrando solo en el transcurso hacia el sepulcro. La consolación llega como alba en la vida.   

Sin embargo, las mujeres nos revelan el «último» miedo del discípulo que ama: ¿Quién moverá la piedra del sepulcro? Las mujeres veneran la memoria de Jesús y se levantan en medio de la noche, pero caminan todavía con un temor, con una ansiedad –que es siempre un exceso de futuro–, ¿quién moverá la piedra?

En el seguimiento del Señor, el discípulo no puede pretender poseer en sí mismo toda la fuerza necesaria. Hay grandes piedras que tapan nuestros sepulcros. Y cuando decidimos seguir su llamada, quizá pensamos o que tendríamos siempre la fuerza necesaria para mover esas piedras o que contaríamos siempre con la ayuda de otros seguidores del Maestro para moverlas. Pero la ansiedad de las mujeres es justamente esa, ni se sienten capaces de mover la piedra grande por sí solas ni se saben acompañadas de los «otros» seguidores. ¿Cómo moverán la piedra?

El relato evangélico toca, justamente, el corazón de la consolación. En el misterio de la noche, Dios mueve la piedra. La Vida resurge en la oscuridad; y la piedra no se mueve ni por la fuerza ni por la voluntad compartida. El regalo de Dios para las mujeres es la piedra movida. Esa es la gracia. Es lo que hace que el seguimiento del Señor sea también un don.

Pedro de Ribadeneira atribuía a san Ignacio la famosa paradoja: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad depende de Dios». Cuando estamos en el trabajo apostólico pareciera que esta máxima es de fácil comprensión, ciertamente sembraremos y cuidaremos, y a su tiempo Dios dará el fruto. Pero la paradoja ignaciana no es sólo un comentario de la acción apostólica, es la condensación de lo que significa el trabajo espiritual y el seguimiento discipular.

El discípulo del Señor no encuentra consolación sin la memoria del seguimiento ni sin levantarse en medio de la noche; pero es sólo Dios quien regala el don de la Vida, la resurrección que mueve la piedra del sepulcro. En la vida del discípulo «algo» ha muerto y por eso está enterrado en el sepulcro, tapado por una pesada piedra; pero es la Vida de Dios la que resucita desde las profundidades y quien mueve la piedra que escondía la muerte. Una muerte que ahora es vida nueva.

¡Qué bello itinerario consolador el de las mujeres! Son mujeres consoladas las que son enviadas como apóstoles de la resurrección. Y son enviadas nuevamente a la comunidad. Sí, quizá cuando iban por el camino sentían la ansiedad de no contar con los «otros» seguidores del Señor para mover la piedra. El amor de Dios les revela otra faceta de su dolor, Él ha movido la piedra, y las envía a las tres –¡no estaban solas! –a decir a los discípulos que los espera en Galilea. Esa Galilea lugar de la memoria del amor y desde donde los llamó a seguirlo.

«Memoria» y «ponerse en camino» fueron su itinerario de sanación y consolación. Y ahora se convierte en su misión; el ángel las envía como consoladoras, ¡vayan y digan que Jesús irá adelante a Galilea! (cfr. Mc 16,7).

Vayan en paz, discípulas, que de la piedra se encarga Dios.


Foto de portada: Cathopic

2 respuestas

  1. Durante tantos años he vivido la Semana Santa desde el jueves del lavado de pies y de la institución de la Eucaristía al viernes de dolor y crucifixión pasando al domingo de resurrección sin darme cuenta de esa roca que tapaba el sepulcro, mis propios sepulcros, pero que Dios mismo va remover antes del anuncio de esa Vida Nueva, a la que todos aspiramos llegar al final de nuestras vidas.

  2. Esperanzador mensaje, del P. José Javier Sj.
    Voy en camino, anunciar que Jesús vive, con la certeza que Jesús moverá la piedra de mis dificultades. Gracias Padre.

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