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Eucaristía: «Cuando perdemos el hambre del amor de Dios nos morimos de hambre»

De las eucaristías más sentidas y gozosas que he vivido en mi vida han sido en las penitenciarías. En mi vida espiritual le he preguntado a Dios: ¿Por qué? ¿Qué es lo que sucede? Y al leer la frase con la que he titulado este artículo he encontrado la respuesta:

«Cuando perdemos el hambre del amor de Dios nos morimos de hambre».

Las personas privadas de la libertad, al verse vulnerables, experimentan hambre de amor mezclada con el deseo de ser libres, consolados y salvados de la fuerte incomodidad que tienen nuestros centros.

El hambre en las sagradas escrituras es un estado que de pronto prepara al pueblo de Israel para la experiencia de Dios. Como ejemplo de esto, tenemos al pueblo de Israel caminando por el desierto con hambre y saciado por el maná (Ex 16, Num 11). Elías muere de hambre al esconderse ante la profecía de la sequedad. Los cuervos y la viuda manifiestan la transformación de la experiencia de carencia y sufrimiento en gozo y alegría (IRe 17, 1–16). Estas dos experiencias en el Antiguo Testamento confirman cómo el hambre y su transformación nos lleva a conectarnos con Dios. Éste se revela como el dador en gratuidad, es Aquél que no deja a la humanidad en el vacío.

En el Nuevo Testamento tenemos las experiencias de la vida de Jesús delante de personas con hambre, descritos en los seis relatos de la multiplicación de los panes. Éste es el relato que más veces se repite en todo el Nuevo Testamento. Esto nos habla del grado de cómo Jesús prefirió compartir la mesa con los que no tienen nada para retribuir el gesto recibido, aquellos a quienes nunca nadie invita. En estos textos se revela Dios en cómo actúa en nuestras hambres.

En el evangelio de Marcos la primera multiplicación de los panes se sitúa después del envío de la misión eclesial (6, 6–13) y el banquete del rey Herodes (6, 14–29). Que también nos habla de un banquete que termina con el asesinato de Juan el Bautista. Jesús y sus discípulos se fueron a un lugar solitario para descansar. Pero la situación se complica porque vienen muchos no esperados y Jesús siente compasión por ellos. Se pone a enseñar y los discípulos le piden a Jesús que los despida porque «se hacía tarde». Los discípulos no han puesto objeción cuando Jesús regala abiertamente la palabra; pero cuando hay que alimentar a la muchedumbre con sus propios panes y peces, se tensionan sus generosidades. Jesús pide que ofrezcan y compartan aquello que han traído y que guardan para cubrir sus necesidades. El evangelio termina con la experiencia de ser saciados y de sobreabundancia. En este episodio, la comida superó la ley de la propiedad egoísta y el dinero entendido como medio para comprar y vender todo. El compartir rompe con el deseo de exclusión (de despedir) y Jesús conduce al manantial de la gratuidad: «Denles ustedes de comer» (Mc 6, 37). Con esto se supera el talión económico de «ojo por ojo, pan por dinero». El problema de la humanidad moderna no es la carencia por falta de producción de bienes, sino el reparto y la comunión de éstos. La tierra ofrece alimento para todos, pero no todos quieren ni saben cómo compartirlos. Jesús rompe la experiencia del hambre con el compartir y la comida compartida que vincula.

Los cuatro evangelios destacan la última cena, en la cual Jesús se despidió de su comunidad; aquí da sus últimas recomendaciones y asegura su presencia para siempre en el pan compartido. Éste es su testamento. Aquí los comensales no tienen hambre, sino miedo, y esto hace que la experiencia no sea entendida (saboreada) hasta la resurrección.

La Eucaristía es el momento en el cual Dios se convierte en alimento para transformar nuestras vidas. Jesús permanece presente en el pan y el vino compartidos, donde se manifiesta una dinámica de deseos: Dios anhela compartir su divinidad con la humanidad y, a su vez, la humanidad anhela a Dios. En la Eucaristía el deseo se convierte en el motor activo de nuestra relación con Dios y entre nosotros. En esta realidad eucarística el deseo no es abstracto, sino que se materializa. En este sacramento nuestro alimento es el cuerpo de Cristo.

Mediante este acto nos transformamos en el Otro sin perder nuestra identidad, sino más bien redescubriéndonos en una realidad más profunda de quiénes somos. Dios se hace presente como alimento para satisfacer nuestras necesidades. Sin embargo, a veces asistimos a la Eucaristía tan saciados que no dejamos espacio para ser habitados. Aquí es cuando las personas en las penitenciarías nos evangelizan y nos exhortan a acudir con hambre.

Conclusión

¿Será necesario recluirnos en las sombrías penitenciarías o adentrarnos en los desiertos para reavivar el hambre y encontrar sentido en nuestras celebraciones eucarísticas?

No necesariamente, ya que el verdadero impulso detrás del deseo de Dios no es la carencia, sino la experiencia de su amor desbordante que nos sitúa como peregrinos en este mundo. Sin embargo, es decisivo que prestemos más atención a transformar nuestra sensibilidad autosuficiente, permitiendo espacio para el silencio y el vaciamiento de nosotros mismos ante el amor gratuito que enriquece nuestras vidas.

¿Qué tanto la liturgia logra ir acompañando a los creyentes en esta posibilidad? Ésta es una pregunta pendiente para todas las comunidades cristianas.

Ser humano es tener hambre; no tener hambre es estar muerto.


Para saber más:

Meier, John P. Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico, Estella: Verbo Divino, 2004.

Méndez, Ángel. “Hambre, pan y eucaristía”. Alimentación divina: gastroerotismo y deseo eucarístico. Revista Internacional de Teología, abril de 2005, p. 176.

Méndez Montoya, Ángel. Festín del deseo: hacia una teología alimentaria, México: Jus, 2010.

Pikaza, Xabier. Para celebrar fiesta del pan, fiesta del vino. Estella: Verbo Divino, 2000.

Foto de portada: Carlos_Daniel-cathopic

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