Con 29 años de edad, Íñigo nunca imaginó que aquella mañana de mayo cambiaría para siempre su vida. Se reconocía vanidoso, terco, galán, fiestero; con hambre de comerse el mundo, sobresalir en los negocios y en el ejército, y escalar a un buen lugar social, o quizás al mejor.
Pero la batalla de aquel mayo lo dejó tirado, herido, con la pierna destrozada, a punto de desangrarse y perder la vida. Sus compañeros lo ayudaron y lo llevaron a un hospital, y después a su casa. Sobrevivió, como por milagro, un mes después. La convalecencia y el confinamiento no fueron fáciles. Tirado en cama muchos meses, sin poder dar pasos, pidió algunos libros para entretenerse, y sólo consiguió que su cuñada muy católica le ofreciera una vida de Cristo y unos libros con historias de santos. Aquello parecía en principio aburrido, pero poco a poco se fue aficionando a la lectura.
Saber de Íñigo me llevó a mí a caer en la cuenta de qué rápido cambia la vida por algún evento que no puedo prever ni controlar: un accidente, una enfermedad, la vez que perdí el empleo o que no logré aprobar unos cursos de la universidad, el tener que cambiar de ciudad, la muerte de mi padre, las heridas emocionales que cargo… y luego el confinamiento. ¿Y ahora qué sigue? ¿Se pueden hacer planes? ¿Qué hago si mis planes se vienen abajo? ¿Qué será lo que necesito y qué lo que permanece?
«Saber de Íñigo me llevó a mí a caer en la cuenta de qué rápido cambia la vida por algún evento que no puedo prever ni controlar».
El joven Íñigo cuenta que muchas veces se detenía a pensar en lo que había leído, y otras muchas en lo que había vivido y que ahora recordaba entre sueños. Las biografías de hombres y mujeres que leía se fueron apropiando de sus sentimientos, su imaginación, sus pensamientos. «¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo Francisco de Asís o fulano de tal?» Dejar la vida acomodada, pensar en los que no tienen abrigo, alimento, casa fija; poner el corazón en otro camino que se abre, que lo abre Jesús de Nazaret cuando invita a seguirlo; dejar de pensar en uno mismo y los propios gustos, y comenzar a pensar en los demás y en hacer algo por ellos.
Esta sucesión de pensamientos tan diferentes a Íñigo y a mí también nos fueron «complicando» la vida, si podemos llamar «complicarse» a este caer en la cuenta, a valorar e imaginar otro modo de vivir. Lo que pasa es que a veces vivimos en un nivel tan superficial, tan material, tan de presiones sociales, que no logramos ver más allá de unos saludos en el celular y unas bromas de TikTok. Pero ver más allá puede ser lo que cada uno necesite para empezar a sentir, a sentirse, a dejar lugares seguros e imaginar otras posibilidades. Esto no en mi cabeza solamente, sino a través de las historias que me llegan de otros y otras que no se quedan detenidas o atoradas en un fracaso, o en una limitación, ni se encierran en su pequeño mundo de gustos, sino que comienzan a mirar a personas con capacidades diferentes, a jóvenes que luchan por hallar estudio y trabajo, a mujeres que buscan a sus familiares desaparecidos, a personas que emigran para salir de la violencia y de la pobreza; a quienes se atreven y se preguntan qué voy a hacer por otros, en qué puedo ayudar o compartir. Necesitamos las historias de vida de otros para abrir nuestra imaginación, nuestro corazón, nuestros planes y proyectos.
Cuenta el joven Íñigo en su convalecencia en Loyola que empezó a notar algo: «Cuando pensaba en aquello del mundo, se deleitaba mucho; pero cuando ya cansado lo dejaba, se hallaba seco y descontento […] Y cuando pensaba en hacer todos los demás rigores que veía habían hecho los santos, no solamente se consolaba en los tales pensamientos, sino aun después de dejados, quedaba contento y alegre».
Las palabras de Íñigo desde su experiencia me dieron, nos dan, una clave importante: ¿Cómo queda mi corazón, el fondo de mi alma, después de imaginar y pensar distintas situaciones que he vivido? ¿Seco y descontento, o contento y alegre? ¿Identifico qué pensamientos me dejan «seco y descontento»?¿Con cuáles experiencias tienen que ver? ¿Heridas sentimentales, fracasos, preocupaciones, negatividad, rencores, autoestima…? Por otra parte, ¿qué pensamientos me dejan «contento y alegre», me hacen bien, me animan? Entiendo que esta clave se refiere no a una contentura superficial y pasajera, sino a una sensación de gusto y paz que se asienta en lo hondo, a un ánimo de vivir que se proyecta y conforta.
La experiencia del joven Íñigo nos ofrece la propuesta de una práctica sencilla pero que quizás no realizamos: ¿Me detengo a pensar en lo que me va sucediendo, día con día, semana con semana?¿Caigo en la cuenta de los pensamientos que más se repiten en mí? ¿Con qué tienen que ver, con mi ego o con el de los demás? ¿Con mis comodidades o las necesidades de mis prójimos? ¿Con mis preocupaciones materiales o lo que preocupa y angustia a los más desfavorecidos en la sociedad o en mi entorno? Hay que «ponderar esa diferencia», aconseja Íñigo desde su propio descubrimiento espiritual, tanto que «empezó a maravillarse de esta diversidad y a hacer reflexión sobre ella… y poco a poco fue conociendo la diversidad de espíritus que se agitaban en él». Es detenerse, caer en cuenta, ponderar, reflexionar; un consejo de vida sensato y más humano en medio de las prisas, las presiones, la falta de reflexión, los caminos rutinarios y que no van a ningún lado.
Íñigo, que luego será el mismo Ignacio de Loyola, cuenta entonces en su autobiografía que «comenzó a pensar muy de veras en su vida pasada, y en cuánta necesidad tenía de un cambio». A mí y a ti nos ayuda conocer esta experiencia, pero, de nuevo, hay que detenerse y pensar por dónde vamos y si hay que cambiar de rumbo. Y la palabra «cambio» quizás esté muy manoseada por publicistas, vendedores y políticos, pero aquí nos describe algo de más fondo: ¿Qué deseos y proyectos se mueven en mi corazón, en lo más íntimo?
El joven Íñigo siguió mirando las vidas de otros hombres y mujeres que, movidos por el ejemplo de Jesucristo, han dejado huella de entrega a los demás y al bien de este mundo, y ya no pudo apartar su vida y sus deseos de esa mirada. Cada experiencia del pasado, que aún recordaba, fue tomando su justo lugar; eso, su justo lugar, no más. Encontró dentro de sí, en esa incipiente experiencia espiritual, que Dios movía su corazón y lo hacía arder. Y así lo fue compartiendo en conversaciones con la gente que tenía cerca en su casa; compartir, dice él, porque así sacaba provecho y hacía provecho a los demás; porque así iba confirmando sus propósitos: quería servir al modo de Jesús y del Evangelio, aunque aún no supiera del todo cómo hacerlo. Dios todavía tendría mucho que hacer con esos «santos deseos».
Desear es pretender algo con ganas, con un interés grande, con emoción y pasión; es conocer más ese deseo profundo y aspirar a él. Intuyo que seré feliz si me dirijo en esa dirección u obtengo lo que en verdad deseo. Los deseos parten de una comparación entre lo que tienes y lo que falta, entre lo que es o hay, y lo que puede ser. Los deseos parecen no realizables y, sin embargo, me mueven a actuar. Y en cada logro, aunque parcial, se mantiene la aspiración y se abre mi horizonte y el sendero por donde transitar. Entre muchos deseos hay uno principal o más fuerte, que va dando dirección a mi existencia, que se vuelve mi «proyecto de vida», que me mantiene en camino y me va sosteniendo el ánimo y haciendo fuerte. El deseo es anhelo, ilusión, búsqueda, dinamismo, esperanza. Es reconocer que somos seres humanos, nunca satisfechos del todo porque somos llamados a más vida con sabor de plenitud y de felicidad. La esencia del ser humano es su deseo.
El joven Íñigo permaneció unos nueve meses en su casa de Loyola, en el confinamiento de la convalecencia, y en la lectura y la meditación, hasta que decidió salir y ponerse en camino, sin saber qué nuevas experiencias vendrían y por dónde lo llevarían la vida y Dios. «No sabiendo qué cosa era humildad, ni caridad, ni paciencia, ni discreción para regular ni medir estas virtudes —confiesa con entera honestidad—, sino toda su intención era hacer de esas obras grandes exteriores porque así lo habían hecho los santos para gloria de Dios». Lo que la vida de otros y la vida de Cristo han movido en su corazón ya no podrá apagarse, pero sí purificarse, orientarse, encauzarse, porque no será él quien haga, sino Dios.
Ya en otro lugar, en la Manresa catalana, en medio de mucho desconcierto y muchas agitaciones en su alma, el atribulado jovencito ofrecerá a Dios todos sus deseos, con gritos suplicantes, para que Él le muestre a su alma ciega el camino mejor a seguir, aunque para eso se valga de un perrito lazarillo. No será necesario tal can de asistencia, Dios mismo se lo mostrará. «En ese tiempo le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño: enseñándole». El que sabe mejor que nadie cómo recoger todos los jóvenes deseos, llevarlos a algo mayor, y mostrarle, y mostrarnos, para qué vale entregar la vida.
Cerré el diario espiritual de Ignacio de Loyola y comencé a bucear en mi corazón y en mis deseos, y a pedirle al Dios bueno y grande que me mostrara el camino a seguir. Él sonrió y yo también.