Por Eduardo Soto Parra, S.J.*-Revista SIC
Actualmente, en la mayoría de los países del mundo, hablar de fronteras equivale a hablar de violencia. Ante el resquebrajamiento del sistema de Estados nación, el incremento de los flujos migratorios, el aumento de las “economías criminales” y una férrea política de seguridad nacional como respuesta a dichos fenómenos, la violencia pareciera ser el lenguaje común de las fronteras del mundo, pero más aún en los países que viven una crisis humanitaria compleja como es el caso de Venezuela.
Hace tan solo algunos años, hablar de fronteras en Venezuela era sinónimo de militarización. La suspensión de las garantías constitucionales a lo largo y ancho de nuestras extensas fronteras durante todo el período de vigencia de la Constitución de 1961, hizo posible un dominio militar en los puntos fronterizos más importantes. La hegemonía militar no solo facilitaba las labores de vigilancia y control de los habitantes de la zona, y de quienes pretendían entrar de manera ilegal en el territorio nacional, sino también una impunidad generalizada frente a las arbitrariedades cometidas por las fuerzas de seguridad durante esa época, lo cual se hizo notorio a escala nacional con las masacres del Amparo y Cararabo, en el estado Apure.
Sin embargo, este patrón de dominio de lo militar y la ausencia de la institucionalidad civil no era exclusiva de Apure. También en los estados Amazonas y Bolívar, dicha hegemonía condescendió además el desvío y explotación ilegal de cuantiosos recursos naturales (desde minería y combustible hasta aves exóticas), haciendo de nuestras fronteras un lugar apetecible para quienes deseaban participar de esa bonanza fácil que impulsa el peculado en nuestros países latinoamericanos. Ante esta situación se generó en los habitantes de las zonas fronterizas un rechazo a los militares que traicionaban su deber de resguardar las fronteras y proteger a la población civil, muchas veces compuesta por personas de doble nacionalidad o incluso provenientes “del otro lado del río”, por la alta permeabilidad fronteriza que nuestra nación posee.
Dicho rechazo, además de ser alimentado por la creciente conciencia de derechos humanos que acompañó el nacimiento del siglo XXI, gracias a la extensa formación y dedicación sobre el tema de muchas organizaciones no gubernamentales que se enfocaron en esa materia, también fue el caldo de cultivo perfecto para que la población civil fronteriza viera con naturalidad –y hasta con agrado– la presencia de grupos armados irregulares. En efecto, la acción de estos actores armados podía ser contraparte real frente a los desmanes y arbitrariedades de las fuerzas oficiales de seguridad que, en caso de no respetar a los civiles (campesinos en su mayoría) por su apego a la legalidad, al menos iban a considerar la posibilidad real de que los afectados buscaran el apoyo de las fuerzas irregulares para defender sus pretendidos derechos, aun cuando estos “derechos” rápidamente comenzaron a asociarse a la economía “criminal” del contrabando y del tráfico de personas.
Con la llegada de la revolución bolivariana, de alta tendencia militarista, y la reforma constitucional que levantó el estado de excepción sobre las fronteras, esta situación se ha complicado progresivamente, aún más con el éxodo de millones de venezolanos por dicho territorio. Lejos de consolidarse una institucionalidad civil que garantice los derechos de todos y monopolice la violencia –como ocurre en todo Estado de derecho–, las fronteras han visto desaparecer su tejido social ante la férrea imposición del Estado comunal, que en estas zonas está asociado con los grupos armados regulares e irregulares. A fin de facilitar un mínimo de coexistencia, los grupos armados se han repartido los pasos fronterizos a fin de garantizar los ingresos que hacen sustentable su estilo de vida, todo ello en detrimento de la ciudadanía y de los espacios de autentico progreso económico y social. Cuando esta repartición se pone en riesgo o cambian las líneas de mando en dichos grupos armados, no tardan en aparecer los enfrentamientos con su saldo de fallecidos, como ocurrió en la zona de La Victoria, en el estado Apure, en marzo de 2021. Así mismo, cuando alguien o algún grupo amenaza los intereses de los grupos armados, aparece nuevamente la violencia, de manera esporádica y selectiva, muchas veces identificada con el nombre de “limpieza social”, haciendo uso incluso de las redes sociales para que la población fronteriza y quienes transitan por ella no se confundan y sepan con certeza quién manda y cómo deben comportarse para que “no les pase nada”.
Aun cuando el contexto puede variar de un estado a otro y se vive de manera distinta si los pasos fronterizos son legales o ilegales, la incertidumbre ante el actor armado, sea regular o irregular, ha sido descrita por la mayoría de los migrantes que han utilizado las vías terrestres para dejar o ingresar al territorio nacional. Ciertamente, en los pasos regulares hay mayores posibilidades de control y supervisión frente a la arbitrariedad, pero el clima de zozobra y ausencia de derechos continúa siendo un aliciente para que el abuso y la violencia se presenten de manera frecuente a estos nuevos clientes de los servicios y de la economía liminal de la frontera: los desplazados o migrantes terrestres, también llamados “caminantes”, quienes incluso, durante la pandemia, fueron considerados armas biológicas provenientes de Colombia como supuesto de hecho para aplicar medidas de confinamiento, por las cuales muchos de sus derechos se vieron violentados o, al menos, comprometidos.
Ante este escenario, el desafío de construir una frontera humana, civil y fraterna sigue estando presente, y ante este reto no se comienza de cero. No son pocos los actores civiles, militares y gubernamentales que han visto el riesgo que implica dejar impune las arbitrariedades y abusos que ocurren con frecuencia en nuestros pasos fronterizos. Actores políticos locales y las gobernaciones de estado han dado pasos significativos en este sentido, manifestando su preocupación y abriendo espacios para el debate con la participación de entes públicos y privados a fin de modificar las relaciones de poder y la criminalidad que hacen tan violentas nuestras fronteras. Las organizaciones humanitarias, además de paliar el hambre, han sido motores de civilidad, fortaleciendo el tejido social y capacitando a la población fronteriza en el área de derechos y de prevención de la violencia. La Iglesia, siempre presente como bastión de humanidad de dicha población, ha sido el sitio idóneo para la gran mayoría de esos aprendizajes, desarrollando no solo planes para combatir la desnutrición y el hambre, sino para continuar soñando un territorio fronterizo libre de violencia, en el cual el diálogo entre las distintas fuerzas e ideologías sea posible y todos apuntemos hacia el bien común de lo que hemos denominado el ‘sujeto de frontera’.
Ejemplo de ello son los encuentros entre los obispos de frontera, congregándose para alinear sus planes de atención humanitaria y desarrollo social, así como la conformación de la Red Apostólica Ignaciana de la Frontera, conocida por sus siglas RAIF. Esta red pretende que todas las obras de inspiración ignaciana o pertenecientes a la Compañía de Jesús en el eje fronterizo Tachira y Alto Apure, realicen su acción apostólica apuntando hacia un incremento de la ciudadanía, la democracia y la reconciliación. Obras como Fe y Alegría, en sus distintos programas (Escuelas, Educomunicación y Capacitación), el Servicio Jesuita a Refugiados, el movimiento juvenil Huellas, la Parroquia San Camilo de Lelis en El Nula y la UCAT con sus programas de acercamiento comunitario, entre otros, están logrando articularse a fin de que su modo de proceder facilite la creación de espacios donde la paz sea posible, se reduzcan los niveles de criminalidad y se proponga a la sociedad tachirense y alto apureña un modo de vivir que rechace la violencia como lenguaje común, sustituyéndolo por un lenguaje propositivo, esperanzador y constructor de relaciones justas y fraternas, expresado en palabras y hechos concretos, sobre todo en el ámbito de acción de nuestras obras.
*Eduardo Soto Parra, S.J. es sacerdote jesuita, abogado, doctor en Paz y Conflicto Social y director de Posgrado e Investigación de la Universidad Católica del Táchira-UCAT.
REFERENCIAS
Fundaredes. (2023): Curva de la violencia en doce estados de Venezuela. Primer Trimestre 2023.
Fundaredes. (10 enero de 2023): Indicadores fronterizos. Informe #5.
GARCÍA PINZÓN, Viviana y TREJOS, Luis Fernando (enero-marzo 2021): “Las tramas del conflicto prolongado en la frontera colombo-venezolana: un análisis de las violencias y actores armados en el contexto del posacuerdo de paz”. En: Colombia Internacional, núm. 105. Pp. 89-115. Departamento de Ciencia Política y Centro de Estudios Internacionales. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes. DOI: https://doi.org/10.7440/colombiaint105.2021.04
Uniandes. (marzo, 2023): Observatorio de Frontera – ReDHfrontera. Boletín mensual.
VIELMA, Franco (junio, 2021): Apure en conflicto: comprender la guerra difusa. Informe Mensual. Edición No. 4. Instituto Samuel Robinson.
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