Este texto incluye fragmentos de
«La cotidianidad al trasluz», publicado
por la misma autora en
Razón y fe.

Los evangelios están atravesados por una insistente pregunta sobre la autoridad de Jesús. En el relato de Juan los judíos discuten: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Jn 6,52), ya que saben bien que «éste» es Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocen. Entonces, «¿cómo puede decir ahora: “he bajado del cielo”?» (Jn 6,42). Los contemporáneos de Jesús tienen claro que del extrarradio de Israel no puede salir nada bueno (cf. Jn 1,46), por eso les cuesta creer que «ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas» (Jn 1,45) sea precisamente Jesús, «el de Nazaret».

En su propia aldea parece que Jesús no encuentra mejor aceptación, sino más bien todo lo contrario. Cuando se lanza al anuncio del Reino, sus paisanos no le creen. En plena actividad ministerial Jesús vuelve un día a Nazaret y comienza a predicar allí donde se había criado. Sus vecinos no dan crédito a lo que ven y oyen, y se preguntan escandalizados: «¿De dónde le viene esto? ¿Y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos?» (Mc 6,2–3). Saben que Jesús domina el oficio que le transmitió su padre, pero ¿de dónde puede sacar esa autoridad que restaura la vida?

Entre la gente sencilla y anónima, sin embargo, se dan resonancias distintas, como señala Marcos en el primer capítulo de su evangelio. Hacía poco que Jesús había salido de Nazaret y, cuando comenzó a predicar, sus oyentes «se quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,22). Los escribas son profesionales de la enseñanza, profesores de la Ley que después de años de estudio quedan habilitados para educar al pueblo. Resultan dignos de confianza en la medida que se saben la ley de memoria y tienen gran destreza para detectar cualquier pequeña infracción de los muchos preceptos que deben ser cumplidos.

Jesús es un hombre del pueblo. Conoce la ley, aunque no se ha convertido en experto; su condición de pobre le hubiera impedido estudiar en los círculos eruditos de Israel. Quizá por eso la gente capta en sus palabras una autoridad bien distinta, aquélla que procede de la experiencia profunda de la vida y de Dios, la autoridad de los sencillos, y por eso le escuchan con respeto y asombro.

La cotidianidad de Jesús

La Escritura no permite dudar de este dato: Jesús fue «de Nazaret», Jesús fue nazareno. Ahora bien, ser nazareno no es algo que se alcance repentinamente, sino que requiere un proceso lento de crecimiento y maduración mediante el cual la identidad va fraguando. Este itinerario necesita tiempo porque sólo a lo largo de los años los seres humanos llegamos a ser quienes somos. También exige, para Jesús como para cada uno de nosotros, un espacio concreto, un lugar, una familia, un pueblo, una lengua, una ocupación, una cultura. En definitiva, «hacerse hombre», ese camino que Jesús recorre en la encarnación, es mucho más que «tomar carne»; significa dejar que cada etapa de la vida vaya grabando en su humanidad aquellas marcas y aquellos aprendizajes que le son propios.

Parece que sobre los largos años nazarenos no se sabe nada ni se puede decir nada, de manera que la vida de Jesús en Nazaret ha venido a denominarse, no sólo en el plano popular sino incluso en los títulos de sección de algunas biblias, «vida oculta». Esta expresión presupone implícitamente que tal dimensión de la existencia de Jesús es un enigma histórico indescifrable. Pero la información que nos aportan las fuentes canónicas acerca de la fase preministerial de Jesús no autoriza a pensar que su existencia transcurriera en el recogimiento de una comunidad observante, en el desierto, ni tampoco recorriendo el mundo en busca de experiencias religiosas. Por el contrario, si atendemos a las noticias de Lc 2,51–52 observamos que la vida de Jesús se desarrollaba normalmente en el seno de su familia y siguiendo las costumbres de su pueblo.

El hecho de que los evangelistas omitan todo detalle de los treinta años de Jesús en Nazaret significa, efectivamente, que no hay nada que añadir, y éste es precisamente el dato. No hay nada que añadir porque la vida del Hijo encarnado siguió los cauces ordinarios y corrientes de cualquier varón judío galileo del siglo I, sin acontecimientos portentosos ni maravillas particulares. Esa vida corriente se ha revelado como epicentro de una autoridad nueva y definitiva, que no brota de los centros de poder, sino que germina en la periferia de la historia.

Foto: © Pichardo MSP, Cathopic

La cotidianidad creyente

Los cristianos no habitamos en un mundo paralelo, sino que nos encontramos inmersos en la misma cotidianidad que el resto de los humanos. Lo que diferencia netamente a los seguidores de Jesús no es construir unas condiciones de vida distintas, sino iluminar esas mismas condiciones desde los valores del Evangelio, dotándolas de un horizonte de sentido propio.

La cotidianidad del creyente alberga entonces la cualidad de ser tierra fértil para el crecimiento del Reino de Dios, tal como puso en valor el Concilio Vaticano II con su apelación insistente a transformar las realidades temporales desde su misma entraña. «La actividad humana individual y colectiva, o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios […] Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios» (Gaudium et spes 34). Aunque las formulaciones puedan ser muy diversas, el reto de fondo para cualquier creyente consiste en «buscar y hallar a Dios en todas las cosas».

La vida oculta de Jesús constituye un elemento clave, aunque poco tenido en cuenta, a la hora de fundamentar la llamada que todo cristiano recibe para adentrarse con hondura en su propia cotidianidad. Si Dios ha asumido en Jesús la cotidianidad como condición humana básica, entonces esta realidad se convierte, para todo el género humano, en espacio de realización personal y, para los cristianos, en lugar de seguimiento de Jesús.

Toda la vida de Jesús es portadora de la salvación de Dios; cada instante de su existencia hace patente la voluntad salvífica de un Dios volcado hacia el encuentro con sus criaturas. Los largos años nazarenos permiten que la salvación se inserte en lo más concreto y anodino del diario vivir. Una imagen significativa de la oferta cristiana de la salvación, como propuesta que integra todo lo humano, son las manos del Resucitado (cfr. Jn 20,27). Éstas conservan las llagas de la pasión, pero también los callos del trabajo realizado día tras día, la fuerza sanadora de los milagros y la ternura de tantos encuentros vividos por Jesús. Estas manos, cargadas al mismo tiempo de autoridad y de suavidad, indican que toda acción humana, incluido el acontecer gris y rutinario que atraviesa la vida corriente, posee una relevancia que puede quizá permanecer inédita en el curso de la propia historia, pero que se revelará en la consumación escatológica.

Dos significados fuertes se derivan de aquí. Por una parte, la gravedad del presente, la necesidad de vivir con lucidez cada momento, cada vínculo y cada opción, porque en todo lugar Dios nos espera y porque a toda hora Él nos llama a transformar el mundo según el proyecto de su corazón. Por otra parte, la libertad y la confianza que se descubren al reconocer que aquí y ahora, en cualquier circunstancia y compañía, es posible experimentar en fe y esperanza el encuentro real con el mismo Dios cuyo abrazo de amor colmado se nos promete para siempre.

En síntesis, el misterio de la vida oculta de Jesús, llevado a su culmen a través de la muerte y la resurrección, inaugura la cotidianidad como realidad primaria de realización humana plena, como lugar donde se revela la salvación y donde puede vivirse ya desde ahora el proyecto original de Dios. La cotidianidad está llamada a ser el espacio donde la existencia cristiana crece hasta alcanzar la santidad y donde todos los seres humanos pueden desarrollar una vida lograda.

La vida corriente fue el ámbito donde permaneció el Verbo encarnado durante treinta años, desarrollando una autoridad nueva y «enseñando lo que es una vida fecunda» (San Justino). Tras sus huellas, todo el pueblo de Dios se ve urgido a discernir los signos de la autoridad del Señor en medio del mundo y de la Iglesia, una autoridad manifestada a menudo en personas de las que no se espera nada bueno, silenciadas y recluidas en periferias con rostro nazareno.

La capacidad transformadora de las mujeres

El misterio de la vida oculta nos provoca de manera particular a reconocer e integrar la capacidad transformadora de las mujeres y la solidez dinámica de su autoridad, gestada pacientemente en los pliegues invisibles de la historia.

Tradicionalmente, la autoridad de las mujeres se ha visto relegada a la esfera privada, principalmente dentro del hogar. Su valor social procedía del hecho de ser esposas fieles y buenas madres, administradoras eficaces de la vida doméstica, cuidadoras principales de niños y ancianos. Aunque la realidad va transformándose poco a poco, todavía resulta dolorosamente llamativo el desequilibrio que se percibe en el acceso de los varones y mujeres a puestos de responsabilidad en la vida pública, algo que ocurre en todas las latitudes y en ámbitos tan diversos como la política, la empresa o la Iglesia. Ningún país ha alcanzado la igualdad de género y el camino que queda por recorrer promete ser largo y fatigoso.

La conciencia emergente del valor de las mujeres puede ser leída como un auténtico «signo de los tiempos», un lugar especialísimo donde se hace patente la obra de Dios en el mundo. Si creemos que la mujer es imagen de Dios, apostar por todo aquello que promueve la igualdad no puede representar, entonces, una moda pasajera ni ser etiquetado sin más como expresión de la denostada «ideología de género». La propia praxis de Jesús incita a colaborar activamente en las iniciativas que, dentro o fuera de los confines de la Iglesia, buscan visibilizar a las mujeres y ayudarlas a recuperar su protagonismo en la historia.

A lo largo de los evangelios encontramos muchas escenas en las que Jesús muestra un modo de relación con las mujeres que resulta tremendamente contracultural. Se deja tocar por ellas sin temor a verse contaminado (cf. Mc 5,25–34), mantiene conversaciones en público (cf. Jn 4,7–42), permite que le unjan con perfume sin tener en cuenta su reputación (Lc 7,37–38). Esta manera de entrar en relación con las mujeres no ha podido aprenderla de su contexto cultural. En su forma de ser varón cabe intuir la influencia de su padre José, aquél que actúa como modelo de identificación y que es un hombre que cree en la palabra desautorizada de una mujer (cf. Mt 1,18–25), que cuida con responsabilidad y esmero la vida amenazada (cf. Mt 1,13–23) y que sabe permanecer en silencio y en segundo plano cuando su propia esposa toma la iniciativa de hablar en el círculo de los doctores (cf. Lc 2,41–50).

Así, forjado en la escuela de Nazaret, resulta llamativo comprobar cómo Jesús cree en las mujeres y potencia su autoridad. En su grupo de seguidores, junto a los discípulos, hay también una caravana de mujeres que le acompañan (cf. Lc 8,1–3). De algunas conocemos los nombres, de la mayoría no. Seguían a Jesús por los caminos de Galilea, y no sólo le acompañaban, sino que también «le servían con sus bienes». Nadie se sumaba a aquel grupo por cuenta propia, sino que la iniciativa procedía del Maestro. Entonces, también ellas habían sido llamadas un día, habían escuchado a Jesús pronunciar sus nombres —el de cada una— con un acento propio. Juana, Susana, María Magdalena… y muchas otras.

Detrás de Jesús, sentadas a sus pies como verdaderas discípulas, vivieron con Él momentos de intensa intimidad y fueron enviadas a anunciar el Reino por medio de signos y de palabras. Ellas, a quienes la sociedad imponía quedarse en la esfera bien definida de la casa y de la maternidad, se sintieron impulsadas a salir al espacio público y a generar vínculos fecundos inéditos que desbordaban las fronteras de la carne. 

Eran «muchas» también las que se atrevieron a acompañar a Jesús hasta el final, las que no se borraron de la escena cuando en el horizonte se cernía la oscura sombra del peligro y el fracaso (cf. Mc 15,40–41). ¿Por qué aguantaron ellas de pie la tensión de la muerte mientras que los varones corrieron a esconderse? Desconocemos sus nombres y también sus razones. Pero nos dejaron una pista: algunas, al menos, habían sido sanadas de espíritus malignos y enfermedades, habían vivido el asombro de ser liberadas por Jesús, siendo alcanzadas por la autoridad del Maestro. Su seguimiento no se basaba en la fuerza y la voluntad de quien se cree capaz de todo, sino en la vulnerabilidad humildemente acogida de quien ha hecho ya la experiencia de ser salvada. Ellas, que saben de su propia fragilidad, no volverán la vista hacia otra parte ante la desnudez de Jesús, ante su cuerpo destruido, su reputación vapuleada y su proyecto reducido a las cenizas del sinsentido aparente.

Con ellas está María, la madre de Jesús. Una mujer ganada por la libertad hasta el punto de proclamar públicamente las maravillas que Dios ha hecho en ella (cf. Lc 2,46–55). Una mujer que ha ido aprendiendo a transformar los estrechos lazos de la sangre en un inmenso espacio de discipulado (cf. Mt 12,46–50). Cuando una espada atraviesa su alma y quiebra su corazón, María de Nazaret se apoya tal vez en María de Magdala, y su sororidad profunda se convierte en cauce de resistencia, de compasión y de esperanza en medio del dolor más atroz que pueda imaginarse. 

A estas mujeres audaces y tenaces nada las detiene en la madrugada del primer día de la semana (cf. Mt 28,1). Ni la frialdad del alba que apenas despunta, ni el duelo desgarrador, ni el peligro inminente, ni la desesperanza de la comunidad. Son ellas, aquéllas que le seguían por los caminos y que han presenciado los horrores del calvario, las que dan un paso al frente para salir de la inercia que ha instalado la muerte. 

Por muchas razones, ellas son las ancestras de nuestra fe pascual. Porque nos dicen con la autoridad de su actitud que la muerte no es un lugar para huir, pero tampoco para quedarse. Porque nos indican una ruta tan incierta como posible en el seno oscuro de todas las madrugadas. Porque no se conforman con el olor a podredumbre y se empeñan en convocar sus aromas para prodigar un gesto inútil y postrero de ternura. Porque acogen sus miedos sin dejarse paralizar por ellos. Porque permiten que un encuentro insólito desestabilice definitivamente sus vidas. Porque se conceden el tiempo de experimentar resistencias, pánico y silencio… e inician sin vacilar la danza del anuncio alegre. Porque levantan su voz por encima de los prejuicios de quienes van a recibir su palabra como «cosa de mujeres». Porque su canto invisibilizado se hace magnificat para la comunidad naciente y memoria viva para las generaciones venideras. Son ellas, nuestras madres y hermanas, esas «muchas» de Galilea y del Gólgota, las que nos muestran sin cesar el valor de la autoridad transformadora que nace del encuentro con Jesús, el Señor.

Para saber más: 

Saldaña, M. (2014). La cotidianidad al trasluz. Razón y fe, 269 (1386), pp. 375–385. https://bit.ly/4f6sEdn

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