Pero, con todo y todo, 

no soy  

-aunque para algunos resulte una locura- 

el poema de la desdicha. 

Es cierto que camino junto a esos y esas  

que buscan el trozo de universo  

que les fue hurtado 

de las manos. 

Es cierto que sorbo 

con mi pocillo de versos 

esas lágrimas 

que bajan 

por las mejillas 

sin rumbo; 

pero no, 

se los digo que no, 

no soy el poema de la muerte. 

Soy el poema de la vida, de la risa cotidiana 

y vespertina 

de familias enteras 

sobre hamacas,  

bajo los mangales 

o en aceras de esquinas plagadas de amigos  

y de pláticas sin término  

de esta gente 

que no se abandona al sin sabor  

de la existencia 

ni al sinsentido de las horas, 

tanto aquellos que volvieron en sus pasos 

como aquellos que no huyeron y vieron partir al otro. 

Soy la resiliencia,  

el gusto por la vida,  

mónada que, 

a pesar de la dureza de los días,  

no pierde la gracia del humor 

y  

ve brillar, con esperanza inquebrantable, 

el sol bajo un sombrero blanco 

que reza entre lloro y dicha 

“SE VAN”. 

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