Al caer la piedra

«Yo soy la resurrección y la vida. 

El que cree en mí, aunque muera, 

vivirá; y todo el que vive y cree 

en mí, no morirá jamás. 

¿Crees tú esto?» (Jo.11,25).

A veces pienso que aquellos días de Betania

fueron como un ensayo

de algo mucho más grande y verdadero;

que yo fui la disculpa para adelantar

que Jesús es el destructor de la muerte.



Así lo entendieron 

los levitas, 

los escribas, 

los legistas, 

los fariseos,

quienes, desde entonces, decidieron 

quitarme la vida 

de nuevo 

y atrapar a Jesús

para matarle.


Porque es verdad que estuve 

muerto.


¡No! No vi al Padre 

ni a los patriarcas 

ni a los profetas. 

Para mi todo fue como el lento deslizarse 

de unos cuantos 

segundos. 

Pero… ¡fueron tres días! Después lo supe.


Lo supe cuando escuché 

la voz de Jesús,

que me ordenaba 

regresar 

a mi cuerpo, 

y salir 

mientras crujía, 

como una entraña que se abre, 

el pesado rodar de la piedra; 

y también cuando sentí 

el denso olor a carne

descompuesta 

que impregnaba la boca de roca 

de mi propia tumba

mientras de ella yo partía.


¿Acaso no soy yo Lázaro?:

el hombre que morirá dos veces, 

suspendido 

setenta y dos horas 

en el vacío

sin poder atravezar la gran puerta;

intranquilo e insatisfecho

de no haber sabido vivir 

antes,

de no haber cogido a dos manos 

cada año

para sacudirlo,

para vivirlo intensamente.


Y es que en realidad,

lo comprendí en esa cueva 

milagrosa,

los hombres ni vivimos

ni morimos:

semivivimos y semimorimos,

como si fuera un simple juego

galopar por el mundo 

y sobre el tiempo. 


Sólo Jesús, cuando vive, vive.

Cuando sangra, sangra.

Cuando ama, ama.

Y cuando muera, lo sé 

-si es que puede morir- 

se morirá de verdad

y más de verdad resucitará.


Esto es lo que El quería decirle a Marta:

que no es un Dios de muertos, 

sino de vivos 

que viven

con el alma desdoblada

creados en el gozo y para el gozo.


Porque hay personas que pensamos

que estamos vivos, 

cuando en realidad 

jamás 

hemos llegado

a estrenar el alma…


Nos cuidamos. 

Nos ahorramos. 

Nos conservamos.

Vamos a llegar a la otra vida 

como una fina tela replegada

e inútil

que nunca ha salido del ropero

de la propia casa 

o de la inmensa bodega 

de nuestros intereses personales,

calculados y planeados

en la balanza 

de la propia esterilidad.


Y la muerte nos sorprenderá  

olvidados 

del tesoro inagotable 

de nuestra condición humana; 

porque no se ha tenido el coraje 

de apostar

toda la vida 

-¡por Dios!- 

por Dios 

a una sola carta. 


Sin haber sudado para hacer el bien, 

sin haber mejorado el mundo

que nos legaron,

habiendo ahogado la vida por egoísmo

y por cobardía…

con la terrible certeza de haber

malgastado 

el tesoro de amor

que Dios nos había dado.


Jesús, en cambio, es la Vida,

estruja con pasión 

cada minuto a contrapelo:

una puesta de sol es una maravilla 

que llega 

a los ojos 

-y quema el corazón-

con la etiqueta de la creación 

cotidiana del Padre;

un hombre en desgracia es

un grito 

en el centro de su espíritu

que sólo puede acallarse

cuando cura 

por completo

ese dolor fraterno.


Por ello, en Jesús, no hay lugar

para dar sobras: 

como nosotros que vivimos

a trozos

midiendo, 

sopesando, 

el equilibrio entre derechos 

y obligaciones,

defensores incansables de la prudencia

del término medio.


Jesús vive la vida encarnando

un sí constante, 

permanente, 

y retador.


Basta mirarle los ojos para saberle

enamorado

hasta el extremo.

Todo en El expande un aire 

de transfiguración,

una divinización que se perpetúa  

en cada uno de sus actos,

como si todos los caballos del amor 

del Padre 

le cabalgaran dentro

en direcciones contrarias.


Y es El 

-al mismo tiempo-

cada vez más joven:

es un muchacho,

sí, 

casi un niño

que confía plenamente

en el Padre,

y en las infinitas 

posibilidades de

estirar el alma

de cada hombre.


Mira el lado luminoso 

de la vida,

se alimenta de esperanzas,

irradia una luz contagiosa

que te hace sentir 

la loca

maravilla de la existencia; 

porque ha creído 

en el amor

y ha sido fiel a esa decisión.


Y, sin embargo… 

no pudo reprimir sus lágrimas 

-¡quién lo creyera!-

aun sabiendo que estaba

por resucitar

al amigo que tanto amaba.


Muchas veces me pregunté

por qué lloraba:

¿Porque Marta y María se habían 

hundido 

en la desconfianza

y en la duda 

de su amor a ellas?

¿Porque había sido necesario 

hacerlas esperar

hasta que llegara el momento preciso

de robustecer su fe?


¿O acaso lloró porque 

tal vez

la muerte viene ya

a la vuelta de la esquina,

y su Madre

quedará con el alma 

abierta y sacudida

como la puerta de una casa

azotada 

por el viento?  

¿O lloraría, acaso, por tantas

muertes

que vendrán después

sin entenderse, 

para despertar sólo rebeldías?


Y yo me cuestionaba si no sería 

mejor

que cada uno de nosotros

nos mirásemos 

antes 

de morir 

en el espejo de la ternura 

de Dios:

para descubrir todo aquello 

que quisimos hacer

y nunca hicimos;

para entender que renunciar

a amar a contramuerte

es una manera innecesaria

de estar muertos para nada.


Porque la vida,

y la felicidad, 

están ahí

al alcance de todos.


Y las más de las veces nosotros

nos mutilamos 

a nosotros mismos; 

porque hemos esquivado todo riesgo…

y nos vamos volviendo solemnes y secos, 

comodones y avaros, 

inseguros e inútiles,

convencidos de que al afanarnos 

sólo por nuestras cosas

nos hacemos grandes y exitosos.


Sin darnos cuenta de que la vida

es un banquete

que se saborea 

cuando se comparte,

y que cuando se lo guarda uno

para uno,

sólo se consigue llegar a ser

como los tontos

que se sientan solos 

a la orilla de

la mesa del festín…

y ahí se quedan 

sin hacer nada 

aunque se mueran 

de hambre.


Pero benditos los que aman:

los que saben a dónde van, 

para qué viven

y qué es lo que quieren, 

aunque lo que amen sean pequeño

y aunque la cruz esté siempre 

a unos metros 

de Betania; 

porque un día escucharán 

esa voz

de Dios

que les grita con fuerza: «¡sal fuera!».


Porque su resurrección no será

un regresar envuelto en sudarios y vendas, 

como un niño perdido en un

jardín de sueños,

sino como un vencedor de vida eterna

que encenderá las almas de los hombres, 

para que entiendan lo que es la vida, 

lo que es la muerte, 

y quién es su Dios.


Y entonces sí,

después de eso, 

podremos apropiarnos

plenamente 

esa vida

y esa muerte

de Jesús.


Y, al caer la noche,

podremos acercarnos 

al Padre

habiendo acabado la tarea;

y le diremos entonces…

que nuestras manos están callosas,

que acabamos la jornada,

que sembramos el trigo

y lo recogimos; 

que de ese pan 

comulgamos nosotros

y nuestros hijos,

y los hijos de todos los hijos;

que para lograrlo vivimos 

siempre

en el quicio de la muerte:

porque la vida se vuelve

un riesgo 

si se vive como la vivió

Jesucristo. 


Y sin embargo…

sentiremos

una alegría inexplicable:

porque no será ningún drama 

llegar, 

cuando caiga la piedra, 

a descubrir que tenemos 

el cuerpo 

o el corazón

lleno de cicatrices.


Lo verdaderamente terrible 

sería morirse

habiendo estado

antes

muchos años

vacíos y muertos.


Pero qué maravilla será

ver

y gustar

que al pasar por este mundo

dejando nuestras huellas

de hombres, 

tras las pisadas 

de nuestras almas

otros habrán sentido el calor 

de ellas

y ninguno se habrá sentido huérfano.


Y veremos el rostro de Cristo resucitado, 

como lo vio su Madre

por primera vez:

temblorosa y fecunda,

asombrada y ciertísima,

engendradora y virgen;

invadida 

por la oscuridad de la fe

y por la luz de la esperanza;

con la certeza de que sólo quien no desea nada 

para sí mismo,

ya lo ha conquistado todo:

la posesión eterna… 

de la vida misma 

del único Dios. 


Sí, es preciso repetirlo: 

Morir es sólo morir.

Morir pasa.

Morir es una hoguera

fugitiva,

es cruzar una puerta

a la deriva

y encontrar lo que tanto

se buscaba.

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