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Mujeres bíblicas, en memoria de ellas

Por Rocío Morfín Otero*-CRUCE

La literatura guarda un espacio libre para la imaginación de lo sagrado. Hoy en día y gracias al trabajo también de muchas teólogas feministas tenemos pistas para resignificar las historias de mujeres bíblicas 

Hubo una mujer en Galilea de nombre Débora, era jueza en Israel, se sentaba bajo una palmera, le gustaba contar historias a los soldados para que no perdieran su ánimo y también le gustaba cantar. Los israelitas subían el monte donde ella estaba cuando buscaban justicia. Cuentan que durante los cuarenta años en que ejerció su consejo reinó la paz en la región. Historias como estas se encuentran desestimadas en la Biblia. Quiero invitarles a saborear algunos relatos de mujeres bíblicas, que mediante la literatura reconstruyen la riqueza de nuestra memoria.  

Las huellas de las ancianas 

En el Antiguo Testamento las mujeres cantan para anunciar con júbilo la libertad. Otras confían o sospechan de sus maridos en sus diálogos con Dios, y unas más dan asilo a los profetas en su travesía. Cuando hablan, parecen cambiar los escenarios donde encuentran a Dios. Hay pozos de agua, jarrones de aceite y harina para hacer pan, hijos pequeños, perfumes, vecinas, burras y perros. 

Hoy en día estos relatos son más o menos desconocidos, pareciera que su influencia sobre nuestro tiempo no tiene importancia; entonces, ¿tendría algún sentido recuperar su memoria?  

Me atrevo a decir que sus huellas escurridizas siguen apareciendo de manera fragmentada, sutil, y ejercen sobre nuestro presente un poder invisible que impregna nuestra manera de relacionarnos con la vida. Y es que llevamos dentro la memoria de nuestras abuelas, madres, tías, y sabemos o intuimos el impacto que ejerció en ellas la visión patriarcal en su vida religiosa; la forma de mirar sus cuerpos, su sexualidad, sus sentimientos, y en última instancia en su manera de estar consigo mismas. Lo sabemos por la fragilidad de un sistema que de continuo posibilita la violencia ejercida sobre los cuerpos de las mujeres, por los huecos en la expresión de ternura. Nuestras mujeres de ayer practicaban su espiritualidad en los espacios donde la cultura patriarcal descuidaba su mirada: en el cuidado de los otros.  

Julia Kristeva [1] decía que la construcción de lo religioso en todas las culturas tiene en su origen las huellas de nuestro deseo infantil: tener un padre omnipotente, una madre virgen y ser hijo único. En parte ese imaginario infantil lo seguimos reproduciendo y nos separa de la posibilidad de resignificar nuestra memoria. Las experiencias de muchas mujeres pueden contribuir para reaprender a vivir una espiritualidad arraigada en la aceptación de nuestra realidad y en su cuidado. 

Resignificar las historias de aquellas mujeres puede ser un oficio sanador, en tanto nos libere de esas imágenes que fueron constriñendo la riqueza de nuestra memoria. Volver a caminar con ellas, estar en sus experiencias, dar voz a sus voces silenciadas. La memoria se reconstruye en ese instante contemplativo en que percibimos a nuestro cuerpo en relación con lo que acontece en el tiempo. Esa reinvención reacomode los pedazos fragmentados que se enterraron en nuestro interior. Porque al reinventarlas a ellas, elaboramos en nosotras nuevos espacios, conectados con este todo al que pertenecemos. Al hacer esto invocamos imágenes novedosas que logran llegar a lugares de nosotras que estaban ausentes, desconectados.  

Me vienen a la mente algunos ejemplos de este trabajo colectivo de resignificación. En la novela La mujer de Job, André Chedid, logra reconstruir con hondura la belleza de una mujer olvidada. Esta mujer desea aliviar a Job de su obstinada búsqueda de culpabilidad a cambio de bienestar. Ella se resiste a creer en un dios que intercambia castigo por bien: 

Entonces la mujer habla. Habla alto, habla bajo.  

Recorriendo lo que queda de su morada, yendo y viniendo por el camino de las vides destruidas, del río seco: habla la mujer.  

Habla a favor y en contra de la Historia. A favor y en contra de los humanos, que tienen bondad y violencia en sus huesos. A favor y en contra del tiempo. La mujer habla con todo lo que surge de las entrañas y se eleva hacia quién sabe dónde. Ella habla. Solo para ella, y para cada uno. Ella trata de acomodar sus pensamientos, de asentar sus sentimientos, de atrapar las razones de esta devastación. Ella recoge palabras de aquí y de allá, esperando, a través de esta cosecha desordenada, descubrir la palabra que sostendrá a Job y los aliviará.  

Ella no sabe ya quién es, ni de dónde viene ni a dónde va. ¿Está ella lejos, lejos, al último? ¿O lejos, lejos, adelante?  

Ella era, ella fue, ella es, ella será: la mujer de Job.  

Ella no tiene otro nombre. Ella no desea ningún otro.”[2]

De Sara sabemos más, pero siempre en referencia a su marido quien es el que habla con Dios. Nélida Piñón en su libro La seducción de la memoria reconstruye con una intensidad fascinante el momento en que Sara, ya anciana, escucha desde su tienda, a tres hombres hablar con Abraham:  

Pero cuando los oyó asegurar a su marido que dentro de un año ella pariría un hijo, Sara recriminó el absurdo de Dios, un Dios que se confundía al recorrer los caminos humanos. A fin de cuentas, hacía mucho que había aprendido a contabilizar los errores de Abraham y del propio Jehová. Además ¿cómo podría ella, a su edad conocer el amor y concebir un hijo? Sin poder resistirse a esa situación, empezó a reír. La risa fue tan fuerte que traspasó la lona de la tienda. La risa de Sara desafiaba a Dios. Desafío capaz de propiciar la oportunidad de oír aquella voz tersa, Sara esperaba que Dios al fin se le manifestara. Dios, sin embargo, conservándola bajo su vigilancia, reflexionaba. Quizá, desafiado, le dirigiría la palabra. Y he aquí que de repente, como si la acusara de reír de sus designios, Dios se dirigió a Abraham en vez de a ella. De nuevo canceló el derecho de ser oída.  

¿Por qué rio Sara, preguntando si de verdad tendría un hijo, vieja como era? ¿Sería eso, por ventura, muy difícil para el Señor? Sara negó la acusación: “No reí” dijo ella, pero con su protesta probaba que no sólo había oído las palabras del Señor dirigidas al marido, sino que recriminaba la experiencia cósmica de Dios que no tenía en cuenta a la mujer. Su risa, pues, ironizando la voluntad de Dios, testimoniaba su advenimiento como personaje. La risa, en sí, constituía la máscara que finalmente la integró a la historia.3 

La literatura tiene tal impacto que un solo gesto basta para cambiar la historia en nuestra memoria: la risa de Sara, esa risa sarcástica que en un momento dado pudo expresar su exclusión en la historia.  

Lot es la historia de una mujer ficticia que desobedece al marido y a Dios por mirar atrás al huir de su pueblo pecador. Su castigo fue quedar convertida en sal. Recuerdo que el énfasis se ponía en su desobediencia. La historia era dramática y violenta.

Este es un relato de un cuento que hace tiempo escribí: 

–¡Mujer, no mires hacia atrás! ¡No te detengas en la vega; ponte a salvo en los montes para no perecer! Mira del otro lado, allá́ adelante, en el monte se encuentra ese pueblo llamado La Pequeña.  

La voz de Lot se iba desgarrando. Mientras hablaba, las heridas se hacían más profundas, pero aun así intentaba salvarla y salvarse. Estaba nervioso, su mujer no volteaba a ver otra cosa que no fuera aquella ciudad incendiándose. Lot temblaba, su piel sudorosa y fría parecía la de un animal vencido. Tanto deseaba agradar a Dios que presentía que había perdido la confianza de su mujer y sus hijas. Lot recordaba la noche anterior y sentía las ganas de echarse junto a ella paralizado también. Recordó a esa multitud de hombres gritando en su puerta para llevarse a esos dos extranjeros que hospedaba en su casa en nombre de Dios, se vio a sí mismo ofreciendo a sus hijas para ser violadas a cambio de proteger a dos desconocidos provenientes del reino divino.  

Lot gritó a su mujer, su respiración se agitaba cada vez más: ¡Por favor, mujer, perdóname, por favor, perdóname por haber ofrecido a mis hijas!  

En ese momento el hombre derrumbado, comenzó a llorar. Ya no deseó vivir más, ni en la Pequeña ni en ningún otro lugar. Se acostó en el suelo acurrucado como un esqueleto que implora hacia el fondo de la tierra. Así encajado sobre el suelo como estaba, sintió la lengua de su mujer sobre sus mejillas. Su mujer se bebía con ansias aquel sudor lleno de sal y de lágrimas. Su mujer sin dejar de mirar hacia atrás le abrazaba la cabeza con sus dos manos y lo lamía: quería quitarle lo salado de toda una vida, quería dejarle la sal suficiente para ser de la tierra, para ser de la vida, por eso lo lamía, y de tanta sal que chupó se transformó en estatua. 

La literatura guarda un espacio libre para la imaginación de lo sagrado. Hoy en día y gracias al trabajo también de muchas teólogas feministas tenemos pistas para resignificar esas historias.  

Agar, madre de Ismael, es egipcia y fue dada como esclava, “regalo o intercambio” a Sara, hoy es un símbolo importante para ampliar nuestras fronteras de lo religioso y alimentarnos de un espíritu interreligioso. Este es un relato de Pilar Yuste Cabello: 

Mi nombre es significativo. En árabe puede entenderse como recompensa (Ayar), un objeto, algo dado, porque formo parte de la compensación entregada por el Faraón por haber tomado a la hermosa de Sara, creyendo que era la hermana y no la esposa de Abraham. Y también Hajar, la que emigra, la huida (el mismo origen que la Héjira de Mahoma de la Meca a Medina). La que saliendo de la casa donde es maltratada y donde entran en conflicto por su linaje, superando los peores problemas, alcanza la tierra de liberación y un agua sin final. [4]

Agar representa a las mujeres que son forzadas a migrar, a las extranjeras que provienen de distintos cultos. Historias parecidas las encontramos en Ruth la moabita, en las parteras egipcias Sifrá y Fuá, sus relatos hoy en día alimentan la necesidad del diálogo interreligioso. 

Lo que han hecho ellas 

Las mujeres en los evangelios aparecen en breves relatos de un encuentro con Jesús más parecido a un haiku que resguarda su belleza para develarla cuando se aquietan las razones. Sin embargo, ha de ser preciso exorcizar todo sentido unilateral que reproduce la forma de valorar a aquellas mujeres. Vale la pena correr el riesgo para devolverles la visibilidad y la interlocución que sí encontraron en Jesús. En este texto quisiera describir algunas pinceladas o gestos que nos cuentan otra historia capaz de despegar el peso de un prejuicio estéril de sentido: 

Llega a mi memoria la mujer de Cananea. En ella encontramos a una de las primeras maestras de Jesús. Ella en la mirada de Jesús es la protagonista de su propia historia. En el relato esta mujer le grita a Jesús que cure a su hija enferma y Jesús al parecer no la escucha, hay un silencio sordo, inexplicable. Después surgen esas palabras de Jesús que podrían interpretarse como duras, racistas “No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselos a los perritos”Sin embargo, vemos que a ella no la detiene ni el silencio ni esas palabras, quizá porque pueda notar en él que su rechazo provenga del temor por no poderle cumplir su deseo, a ella que es extranjera, a ella que tiene una hija enferma. La respuesta de ella es asombrosa: “Sí, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Esta mujer no se paraliza ante la negativa y en un abrir y cerrar de ojos se sienta en una mesa imaginaria donde los perros unen a amos y esclavos, identificada de inmediato con esos animales que se encuentran en ambos pueblos. Jesús se encuentra con la belleza de esta mujer, abraza la forma de creer de ella, se rinde ante ese misterio de unidad.  

Quizá, el Jesús de la experiencia de aquellas mujeres se deja encontrar por esa belleza que irrumpe de lo inexplicable, del derrumbe de nuestras certezas, del renacimiento de lo imprevisible. Aunque a veces haya que alzarse en aquel templo, o pararse de puntitas sólo para poder mirar a una viuda anciana perdida entre la gente, sentada a siete escalones fuera del altar, echar en el tesoro su última moneda, y su contemplación nace del intento por comprender el gesto de esa viuda.  

O haya que inclinarse en el suelo, y ponerse a dibujar en la arena, justo en el momento en que le llevan a una mujer violentada siendo sorprendida en adulterioquizá para no mirarla, para no juzgarla, como jugando con su pintura en la tierra porque no tolera penetrar en la conciencia de ella recién lastimada. Tal vez intentando decirle en ese gesto “No te miro para que tú puedas mirarte por ti” 

O quizá podamos traducir aquél repetitivo “tu fe te ha salvado” recordando a aquella mujer conocida como la hemorroísa, quien llevaba doce años enferma con un flujo de sangre interminable, y acercándose por detrás le toca el manto a Jesús. Al ser descubierta le cuenta toda su verdad. Me acompañan con ella las palabras que Abdelmumin Aya pone en boca de Jesús“Le has echado corazón niña mía, tu firmeza te ha dado vida.”[5] Considero que de eso se trata esta travesía, aprender a contar nuestra verdad, echando el corazón en una firmeza que nos devuelva la vida. 

Para terminar estas pinceladas evoco a la mujer del perfume de nardos. Me parece que en ella recae el peso de una historia mal interpretada, basta a veces preguntar ¿Por qué lloraba esta mujer? He escuchado mil veces la misma historia: por sus pecados. Por una patriarcal razón se nos olvidaron las palabras de Jesús en Marcos: “Les aseguro que en cualquier parte del mundo donde se proclame la buena noticia, se recordará también en su honor lo que ha hecho ella”.  

Compartir nuestras reconstrucciones, múltiples, diversas, equívocas puede aportar un granito de sal para sanar los significados de las historias de esas mujeres. Como si fuera un manto de conciencia que se va asentando de manera natural. Sacar a las mujeres de ese pozo olvidado, de ese ahí donde yacen desapercibidas es un oficio sanador, es jugar con la imaginación de lo que cura y lo que cura es encontrar en nuestra memoria y en nuestra imaginación pinceladas de nosotras mismas. Ellas somos nosotras en nuestros días cotidianos, sus símbolos se acomodan en nuestro interior, o quizá sea al revés, nosotras las acomodamos en nuestras vidas evocando sus arquetipos. Necesitamos de la trampa de la memoria para despertar esa belleza, después de un justo tiempo resentido que nos une a todas en la historia.  


*Rocío Morfín Otero es psicoterapeuta y autora de varios libros entre ellos, «Habitar la sombra. Meditaciones para momentos difíciles, publicado de forma independiente, en 2020 y del libro «De hechiceras a profetas: mujeres en la Biblia que vienen del exilio y recrean nuestra memoria«, editado por Buena Prensa en 2017.

Notas al pie 

[1] Julia Kristeva, Al comienzo era el amor. Psicoanálisis y fe, Gedisa, Buenos Aires, 2002. 

[2] André Chedid, La femme de Job, Calman-Levy, Paris, 1993. (Traducción de la autora) 

[3] Nélida Piñón, La seducción de la memoria, FCE, México, 2006. 

[4] Pilar Yuste Cabello, Agar en ti, San Pablo, Madrid, 2021. 

[5] Abdelmumin Aya, El arameo en sus labios, Fragmenta, Barcelona, 2013. 

Referencias 

Aya, Abdelmumin, El arameo en sus labios, Fragmenta, Barcelona, 2013. 

Chedid, André, La femme de Job, Calman-Levy, Paris, 1993. 

Kristeva, Julia, Al comienzo era el amor. Psicoanálisis y fe, Gedisa, Buenos Aires, 2002. 

Piñón, Nélida, La seducción de la memoria, FCE, México, 2006. 

Yuste Cabello, Pilar, Agar en ti, San Pablo, Madrid, 2021. 

Imagen de portada: Agencia Eremo-Cathopic.

Este contenido fue publicado originalmente en Cruce, quien otrogó a revista Christus permiso para reproducir este texto.

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