Humberto José Sánchez Zariñana, S.J.
Diversas voces y experiencias en el mundo nos han marcado un punto de partida: queremos ser una Iglesia sinodal. El papa Francisco, en su ministerio de procurar la unidad, ha recogido esta aspiración común y la ha propuesto como un camino que hemos de empezar a recorrer, como aquel, «hombre rico, corrió hacia Jesús mientras Él “iba de camino”» (Mc 10, 17). Con estas palabras, el papa inició su homilía en la misa de apertura del Sínodo de obispos el 10 de octubre de 2021, en la Basílica de San Pedro.
Dos ideas principales guían la exhortación papal: Dios camina en la historia, en la persona de Jesús, y comparte las vicisitudes de la humanidad, y la Iglesia está invitada a encarnar este estilo de Dios que «camina a nuestro lado y nos alcanza ahí donde estamos, en las rutas a veces ásperas de la vida». Pero la sinodalidad, que significa caminar juntos, no es sólo «caminar con» sino también caminar hacia una meta común. Para ello, es necesario salir de nuestras comodidades acostumbradas. Es ésa la «Iglesia en salida» constituida por hombres y mujeres que deciden salir de lo asegurado para seguir a Jesús, que no solo va con nosotros, sino también delante de nosotros, abriendo el camino.
Por ello, nuestro itinerario ha de ser el que emprende Jesús, tal como lo presenta el Evangelio de Lucas: Jesús sube a Jerusalén, y en ese camino, en medio de todo lo que sucede, encuentra a muchas personas en necesidad. Ahí es donde ejerce su ministerio: curar, aliviar, orientar, invitar, cuestionar, salvar, practicar la misericordia… Es el camino de su servicio el que se convierte en brújula para nuestros propios ministerios en servicio de una Iglesia seguidora en camino común.
¿Quiénes son los actores que van a construir la Iglesia sinodal?, se pregunta Francisco, y responde en su homilía: «todos —el papa, los obispos, los sacerdotes, las religiosas y los religiosos, las hermanas y los hermanos laicos—». Pero, cabe preguntarse si todos estos actores han tenido el hábito de participar e incidir en la marcha de la Iglesia. Seamos sinceros: no. Los más marginados históricamente en este «camino común» son los laicos y, entre ellos, las mujeres. Por eso, el gran reto de una Iglesia sinodal es dar voz a quienes no la han tenido con suficiente incidencia en la definición de nuestro rumbo eclesial. Sin embargo, impulsar la misión laical y darle el reconocimiento necesario a sus ministerios, como voy a proponer aquí, armonizándolos con los de los demás agentes mencionados, no es responsabilidad exclusiva de los laicos. Toca a todas las personas seguidoras de Cristo, porque los ministerios que aquí sugeriré no tienen que ver ni con el estado de vida, ni con el poder, ni con los sacramentos. Tienen que ver con la vida cristiana en general.
Estos ministerios nacen de una reflexión sobre las condiciones necesarias para la construcción de una Iglesia sinodal que sea la Iglesia de la Buena Noticia de Jesucristo. Dos puntos principales resumen estas condiciones: hemos de considerar que, como hijos e hijas de Dios, todos somos iguales. Como nos dice Francisco en Evangelium Gaudium: «Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de instrucción de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea solo receptivo de sus acciones» (EG, 120).
Además, hay que poseer y confiar en el sensus fidei, o sentido de la fe, que «impide separar rígidamente entre Ecclesia docens (la Iglesia que enseña)y Ecclesia dicens (la Iglesia que aprende), ya que también la grey tiene su “olfato” para encontrar nuevos caminos que el Señor abre a la Iglesia», como recuerda el papa en su discurso en la conmemoración del 50 aniversario de la institución del sínodo de Obispos, el 17 de octubre de 2015. Este sentido de la fe —el olfato espiritual que dice el Papa— es esencial para el sínodo que estamos iniciando, porque es la raíz del discernimiento indispensable para llevar adelante este reto espiritual. Hablemos un poco más de este sentido de la fe.
El 3 de septiembre de 2014, la Comisión Teológica Internacional publicó el documento llamado «El sensus fidei en la vida de la Iglesia», donde vierte los resultados de la investigación de la naturaleza del sentido de la fe y su lugar en la vida de la Iglesia. Según el documento, el sensus fidei es una especie de «instinto espiritual» que permite al creyente juzgar si una enseñanza o práctica particular está conforme al Evangelio. Surge de la connaturalidad entre la persona creyente y la verdad que Jesucristo nos ha revelado, que lleva a un conocimiento particular, fruto de la relación e interacción íntima entre la persona y Jesucristo y/o sus enseñanzas. En esta empatía se genera una apropiación que llega al corazón y lleva a la persona creyente a un comportamiento ético conforme al Evangelio y a acciones en beneficio de las demás personas y de toda la creación.
Podemos, entonces, reconocer al sensus fidei, a la base de los ministerios que necesitamos para construir una Iglesia sinodal, porque lo que tenemos en su fundamento es un encuentro espiritual. Hay una experiencia espiritual de intimidad entre Jesucristo y la persona creyente, esencial para el desarrollo de este sentido que orienta nuestras acciones y servicios. Este conocimiento personal no solo se desarrolla en la oración, sino también en la lectura constante y afectuosa de la palabra de Dios. Es ella la que nos presenta el verdadero rostro de Jesucristo, asegurándonos que no estamos haciendo un Dios a nuestra manera. La palabra de Dios se convierte así en condición de discernimiento de los diferentes accesos a la experiencia de Dios y los servicios que podemos hacer en bien de la comunidad en su nombre. Y es que el encuentro con Jesucristo siempre desencadena su seguimiento, que es un camino sin itinerario definido ni tareas específicas. Frecuentemente, se trata de caminar por senderos inéditos, donde la cercanía espiritual y el discernimiento son nuestra brújula para andar en la fe. Al ejercitarnos en caminar discerniendo, el Espíritu nos anima, guía y conduce a la unión con Dios, con nuestros hermanos y hermanas y con todas las criaturas.
Todo discípulo es invitado a estar con Jesús y «a predicar con poder para expulsar demonios» (Mc 3, 15). Hoy ésta «expulsión de demonios» puede significar combatir el mal, el sufrimiento, la pobreza, el dolor, la enfermedad, la soledad, el sinsentido, la marginación, la opresión, la injusticia y todo lo que nos divide como humanidad y que divide nuestro corazón. Como Jesús, todo discípulo está llamado a «pasar la vida haciendo el bien» (Hch 10, 38). Si queremos realmente ser una Iglesia sinodal, tenemos que capacitar a discípulos para ello. Hemos de ayudar a desarrollar un sensus fidei, que no es común en muchos fieles tradicionales, porque no se les ha capacitado para ello y no han tenido un papel suficientemente activo en la misión de la Iglesia.
¿Cómo promover esta participación? Propongo cuatro ministerios: El del «despertar espiritual», el bíblico, el del discernimiento y el del «salto cualitativo». Estos cuatro ministerios resultan indispensables para que los fieles asuman un papel más protagónico en la evangelización y que su cristianismo tenga una incidencia mayor en la vida de la Iglesia y de nuestro continente, según nuestro punto de vista. Por ello, estos ministerios resultan indispensables para la Iglesia sinodal, a mediano y largo plazo.
El ministerio del «despertar espiritual»
Responde a la necesidad de personas que puedan ayudar a otras personas creyentes a tener el encuentro con Dios vivo, a través de oración, retiros, encuentros espirituales, ejercicios de todo tipo. Hay que ayudar a ir más allá de la tradición y de los sacramentos, o de entender el cristianismo como un asunto moral (hacer el bien y evitar el mal), para promover el encuentro con Jesucristo, que es la esencia de toda nuestra vida cristiana. Hemos de ayudar a ir más allá del cristianismo cultural y tradicional, donde no pasamos de hacer lo suficiente para cumplir los preceptos de la Iglesia. Eso es totalmente insuficiente, pues sin experiencia de encuentro personal con el Señor, poco tenemos qué decir al mundo de hoy.
“El discipulado del Espíritu es, tal vez, la experiencia más relevante en la construcción de una Iglesia sinodal. En el Espíritu concretamos los modos para ayudar a las demás personas, pues encontramos los mejores medios para ofrecer nuestros servicios”.
El ministerio bíblico
Sabemos que resulta urgente dar a las personas un manejo científico, sapiencial y pastoral de la Palabra de Dios. Es necesario ayudar a conocerla, entender su sentido profundo y aplicarla adecuándola a los tiempos que vivimos, pues requerimos discernir juntos los signos de los tiempos, en su dimensión eclesial y social, para que cada persona creyente vaya descubriendo el llamado de Dios en su vida y la invitación que está recibiendo a servir en la comunidad.
El ministerio del discernimiento
La cercanía espiritual con la Palabra de Dios tendrá que alimentarse constantemente con el ministerio del discernimiento. Éste es el que permite crear «discípulos del Espíritu» que tengan una experiencia personal profunda de Dios, sean creativos en su acción apostólica para responder a las necesidades de las personas y del mundo con generosidad por el don de su tiempo, sus esfuerzos, sus recursos personales, económicos y materiales. Ser «discípulo del Espíritu» significa vivir con gusto la colaboración con las otras personas, reconociendo en ellas el don de comunión que Dios nos da, pues todo proyecto por el Reino es tanto más eficaz cuando más nos comprometamos a caminar juntos en proyecto común. De este modo, los «discípulos del Espíritu» descubren su llamado particular y el lugar que Dios les invita a tomar en la Iglesia y en el mundo, como mensajeros y colaboradores en la Buena Noticia de Jesús. Están atentos a su contexto y a las capacidades que tienen y pueden cultivar para responder a él, dando su riqueza, su tiempo y esfuerzo, para crecer en ellas. Así, descubren al Espíritu como su animador, su guía y quien lleva a integrar en su vida las dimensiones personal, eclesial, social y cósmica.
El discipulado del Espíritu es, tal vez, la experiencia más relevante en la tarea de construir una Iglesia sinodal. Es el Espíritu quien nos sostiene con su ánimo, aumentando nuestra fe, esperanza y caridad, e incrementando nuestro amor a Dios y nuestro deseo de servirlo como correspondencia a un amor primero recibido. De él nos viene la fuerza para seguir adelante, inclusive en la oscuridad y la dificultad; nos da las energías para colaborar con el Reino, en medio de las adversidades; de él viene el gozo profundo de servir, a pesar de los sufrimientos; y nos hace capaces de la vida en comunión, a pesar de las limitaciones propias y ajenas.
Esta guía del Espíritu es la que nos conduce a tomar misión en esa comunión y la podamos notar en el modo como realizamos nuestro envío, ganando claridad en el rumbo del proyecto y cuando descubrimos el sello personal que podemos aportar. También es signo del Espíritu la concreción en los modos que encontramos para ayudar a las demás personas, pues encontramos los mejores medios que pueden cualificar nuestro servicio y respetar mejor la dignidad, libertad y la propia misión de las personas con que colaboramos. En el camino, la acción del Espíritu nos ayuda a detectar y vencer las distintas tentaciones del Mal Espíritu que nos hacen privilegiar nuestros deseos de posesión, prestigio, poder y placer por encima del servicio al que hemos sido llamados. El Espíritu promueve, por el contrario, nuestra dedicación a la reconciliación, nuestra disposición a compartir para que nadie pase necesidad, fomentando una vida en sencillez y alegría. En el Espíritu se fortalece nuestra oración en común y el discernimiento comunitario de lo que Dios quiere, no solo para mí, sino para nosotros.
El ministerio del «salto cualitativo»
Ayuda a acompañar los procesos formativos largos que hacen que pasemos de ser discípulos a ser apóstoles, que anuncian con palabra y obra el Evangelio de Dios. Se trata de ayudar a dar el «salto al abismo del compromiso», que requiere de una pedagogía para ayudarnos a develar nuestros temores, impedimentos y excusas y facilitar un compromiso profundo, según las propias posibilidades, en los terrenos donde hay necesidad. Este ministerio ayuda a tomar conciencia del miedo y las razones que impiden ese salto, y trabaja por deshacer las trampas y engaños que alimentan esos temores e incentivar las posibilidades de comprometerse cada vez más en serio. Para ayudarnos en esta tarea podemos utilizar cuatro medios.
El primero sería fomentar el deseo del encuentro, que deja de ser casual y comienza a ser buscado y promovido. No se trata de que el otro venga a mi puerta, sino que yo me le haga encontradizo en sus caminos. Imita así a Jesús que, camino a Jerusalén, se encuentra con gente hambrienta (Lc 9, 10-17), con un niño epiléptico (9, 37-43), con diez leprosos (17, 11-19), con gente que lo quiere seguir (9, 57-62; 14, 25-27), con gente perdida (la oveja, la moneda, el hijo) y también con gente que se resiste al mensaje (10, 13-16). En ese camino, donde la gente cuenta su historia y desde ahí Jesús ejerce la misericordia, invita a colaborar a los Doce (Lc 9, 1-6) y a los Setenta y Dos (10, 1-11), poniendo como ejemplo, en la Parábola del Buen Samaritano, a este hombre que se toma súbitamente con un herido, detiene su camino y se deja mover por la compasión.
En este contexto de su misión, Jesús enseña a sus discípulos a orar (Lc 11, 1-13), pero también es acusado de estar poseído por Belcebú (11, 14-26) y tiene conflictos con los enemigos (11, 37-53), pues es el camino que le llevará eventualmente a la cruz. Ahí también está presente este ejercicio del bien y la expulsión de los demonios. Es, de hecho, su expresión definitiva, donde Jesús se muestra apasionado por la vida de las demás personas y por todo lo que pueda aliviarla, enriquecerla y plenificarla. Acompañarle es abrazar como nuestra su misión de aliviar a la humanidad; y en esa ruta, como en la vida de Jesús, muchas cosas más harán su aparición con su sorpresa, novedad, vida y su llamado a la empatía.
Un segundo medio es reconocer en ese camino dónde Dios nos encuentra y sale al camino. Jesús enseña a sus discípulos a orar en medio de la misión, y no solo a encontrarlo en el silencio de alguna capilla. En la multitud de los encuentros, donde brotan los problemas, sentimientos, preguntas y crisis, es donde se requiere la mayor oración, pues estamos llamados al servicio en medio de la dificultad. El Espíritu se hace entonces especialmente inspirador, nos impulsa, clarifica y consuela. Al salir al encuentro de los otros, es Dios quien sale a nuestro encuentro. El tercer medio es cuando descubrimos la «amplitud» de nuestra familia, yendo a contracorriente de una cultura que favorece el anonimato y la restricción de nuestras relaciones afectivas solo a nuestra familia nuclear, que se convierte en nuestro refugio y tentación constante ante la incertidumbre del encuentro con los demás. Se trata de experimentar la verdad de la promesa de Jesús de «recibir el ciento por uno», cuando se han dejado nuestros lazos familiares, para buscar transmitir la alegría de formar una familia inmensa, como muchas veces lo hacen quienes realizan un apostolado cotidiano —personas consagradas en la vida religiosa o en apostolados de largo aliento—. No solo trabajamos con la gente, sino que la amamos, la gozamos y padecemos con ella, nos hacemos sus amigos y amigas, creando lazos afectivos fuertes, profundos, amplios y ricos con las personas a las que servimos. Hemos de ser capaces de irradiar este gozo y mostrar ese corazón donde cabe mucha gente.
Por último, se trata de encontrar nuestra vocación apostólica personal saliendo a la «intemperie de la necesidad». Es ahí donde mejor se puede descubrir el llamado que Dios me hace para colaborar en su Reino. Hoy hay muchos jóvenes que no saben lo que quieren hacer con su vida, aun cuando reconocen algunas capacidades, talentos, valores e intereses, porque su verdadero sentido y su mejor desarrollo se despierta precisamente cuando nos encontramos con gente en la penuria extrema del abandono, la explotación y la impotencia, y tratamos de colaborar con ellas para crear un mundo que sí pueda ser reflejo del amor y la misericordia de Dios. Pude constatar, al coordinar un programa de voluntarios en los años noventa, cuántos de ellos tuvieron «iluminaciones» sobre la carrera que querían estudiar para servir a las personas que conocieron, no como una claridad diáfana, sino como un camino que los motivaba a seguir buscando que su carrera universitaria respondiera a esos intereses que los movían desde el corazón.
Recapitulando, podríamos decir que para construir una Iglesia sinodal requerimos cristianos que en igualdad de participación queramos caminar juntos y en un proyecto común. Cada persona aportará lo que pueda, tenga y quiera para que esa Iglesia sinodal sea una realidad. Esto implicará una capacitación propia y de los hermanos y hermanas para ese proyecto común, pues nadie nace listo para marchar sinodalmente. Por eso, hemos de asumir ministerios que sean propios de toda la vida cristiana y no de algunos privilegiados. Los que aquí hemos descrito («despertar espiritual», bíblico, discernimiento y «salto cualitativo») nos parecen esenciales para capacitarnos a la sinodalidad. Estos ministerios nos llevarán a pasar por un encuentro con el Dios vivo a través de Jesucristo, aprendiendo a relacionarnos de manera profunda (científica, sapiencial y pastoralmente) y con disposición amorosa a la Palabra de Dios, reconociendo el gran don que con ella se nos ha hecho. También nos ayudarán a capacitarnos en la escucha y obediencia a la voz de Dios en nuestra vida personal, eclesial y social, para así transformarnos en apóstoles comprometidos, lúcidos y entregados, que descubren a Dios en su compromiso y experimentan «probadas» de esa gran familia que Dios quiere crear con nosotros y todas sus criaturas.