¡Gracias de corazón, Francisco de Roma!

Por  Aníbal Torres y Nicolás Perrone

En este nuevo aniversario de la elección de Jorge Mario Bergoglio para liderar a la Iglesia Católica, no son pocos quienes, fuera y dentro del catolicismo, se toman la cabeza pensando con desagrado o desilusión en lo que vino luego: el pontificado de Francisco, legítimo sucesor de San Pedro, a quien Jesús hizo «pescador de hombres». Seguramente cada persona encuentra ligada al nombre del actual Papa una constelación de términos.

Lejos de agarrarnos la cabeza, nosotros, como muchos dentro y fuera de la comunidad eclesial, damos gracias por esta «primavera», comenzada el 13 de marzo de 2013, tras la revolucionaria renuncia de Benedicto XVI y las deliberaciones posteriores. Más aún, consideramos que este pontificado descansa sobre cinco pilares: la misericordia (lema del Papa hecho praxis compasiva), el pueblo (desde las raíces teológicas del Pontífice argentino), el discernimiento personal y comunitario (dada su pertenencia al carisma jesuita), la sinodalidad (desde la cabal puesta en práctica de la eclesiología del Concilio Vaticano II) y la mística (expresada en su afecto a la devoción de las devociones: el Sagrado Corazón de Jesús). Aquel pontificado marcadamente reformista que había imaginado-profetizado el escritor y ex sacerdote jesuita Leonardo Castellani en su novela Juan XXIII (XXIV) (1964), en más de una década se volvió una realidad efectiva y afectiva.

El primer Papa latinoamericano y jesuita comenzó solemnemente su ministerio el día 19 de marzo de 2013, cuando se le entregó el palio de pastor y el anillo de pescador hombres. Allí dijo:

«Hoy, junto a la fiesta de San José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, que comporta también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas. Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de San José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor sabe custodiar» (Francisco, 19/03/2013). 

Un Magisterio profético, audaz e integral

Más allá de los acontecimientos que marcan cada época, lo que más se suele tener en cuenta de los Papas son sus enseñanzas, que, en mayor o menor medida, buscan dar respuesta a los desafíos y anhelos de una coyuntura particular. En este sentido, el Magisterio de Francisco, con su profetismo (de anuncio y denuncia) y su audacia, muestra una atenta lectura de los signos de este tiempo y una perspectiva integral. Sus documentos no se pueden leer de manera desgajada, sino en una hermenéutica de la armonía, «porque el todo es superior a la parte», según uno de los (ya famosos) «principios bergoglianos» para la construcción y la conducción de cada pueblo.   

Quienes solamente reparan en las grandes encíclicas sociales, o sea Laudato Si’ (2015) y Fratelli Tutti (2020), no deben olvidar que éstas son precedidas y sucedidas por dos encíclicas muy profundas, más allá que alguien -con una mirada muy humana- podría soslayarlas por «piadosas» o «dulzonas»: Lumen Fidei (2013, sobre la virtud de la fe, documento escrito “a cuatro manos” con Benedicto XVI) y Dilexit nos (2024, sobre la actualización de la devoción sacricordiana).  

Más allá de su particular estilo comunicativo, favorable a conceder muchas entrevistas -que estrictamente no tienen carácter magisterial-, lo principal del pensamiento de Francisco está en esos documentos pero también en otros textos, como las Exhortaciones Apostólicas Evangelii Gaudium (2013, sobre la evangelización en el mundo actual, su programa de gobierno), Amoris Laetitia (2016, sobre la pastoral matrimonial y familiar), Gaudete et Exsultate (2018, sobre la llamada a la santidad) y Christus Vivit (2019, sobre la pastoral juvenil).

En lo que hace específicamente a la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), cabe recordar que este corpus sistemático, iniciado solemnemente en 1891 con la Rerum Novarum de León XIII, se ubica epistemológicamente en el campo de la teología moral social, no en el plano de las ideologías y/o doctrinas políticas o económicas. La DSI ha avanzado según el ritmo de la cuestión social, que ya en tiempos de San Juan XXIII y San Pablo VI adquirió una escala planetaria. En este sentido, Francisco, a partir del discernimiento evangélico, optó «por» pero sobre todo «con» los pobres, vistos muchas veces (y lamentablemente) como los leprosos de nuestro tiempo. Allí encontramos, por ejemplo, a los migrantes y refugiados, a los descartados (víctimas de la “cultura del volquete”, que usa y tira, que excluye), a las mujeres violentadas, a los niños no nacidos y a los niños maltratados, a los jóvenes sin horizonte y los ancianos abandonados, a los trabajadores sin derechos, a los criminalizados, y a los colectivos de la diversidad sexual.

En pocas palabras, Francisco hizo una clara opción por el Reino-Sueño, el proyecto horizontal (de fraternidad y sororidad) y vertical (de filiación) encarnado en Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios; el Reino «ya» presente «pero todavía no» consumado (decía el teólogo protestante Oscar Cullmann), la «imagen [bíblica] del encuentro entre la esperanza y la gracia (…) la Nueva Creación» (dice el sacerdote y escritor Hugo Mujica).

En ese sentido, aplicando al Pontífice argentino una expresión que él usaba para referirse a su admirado «Padre Maestro» Ignacio de Loyola, Francisco es un verdadero «estratega» del Reino de Dios, que es tanto un don como una tarea, para {¡todos, todos, todos!» (excepto para aquellos que, como el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo, no se quieren unir a la fiesta de la vida nueva, debido a un corazón endurecido). De ahí que la estrategia delineada sea la construcción de puentes desde el diálogo ecuménico (como se plasma en Laudato Si’), el diálogo interreligioso (expresado en Fratelli Tutti) y un amplio diálogo socio-ambiental (impulsado especialmente en Querida Amazonia y Laudate Deum).

Así, las virtudes teologales son traducidas en términos seculares comprensibles para todos y todas: el amor como compromiso por la justicia social y la institucionalización de la solidaridad, la fe como confianza en los demás y la esperanza -aquella hermanita pequeña que lleva de la mano a las otras dos virtudes- como dinamizadora de la vida civil hacia un futuro mejor, hacia una transición ecológica a partir de un desarrollo humano integral y sostenible, que no deje a nadie tirado al borde del camino ni degrade ecológicamente a nuestra Casa Común (Cf. Laudato Si’ 13).

Debe quedar claro: ¡no es un invento de este Papa! Su Magisterio se nutre de la Sagrada Escritura, de la Tradición Viva de la Iglesia y del Magisterio de sus predecesores. Por ejemplo, ha recordado en más de una ocasión la relevancia de implementar una «economía social de mercado», como decía San Juan Pablo II. Así, el Magisterio Social de Francisco está en continuidad dinámica con las enseñanzas de los Papas anteriores, si bien desde su impronta hoy podemos hablar de un verdadero Discernimiento Social de la Iglesia que no pierde el horizonte re-evangelizador (plasmado en su programática Evangelii Gaudium), como servicio a la familia humana, cuya carne sufriente hay que tocar, según ha indicado a quienes integran la Curia Romana, el gobierno central de la Iglesia (Praedicate Evangelium).

De manera entonces que es el anuncio profético del Reino lo que en realidad algunos poderosos de dentro y fuera de la Iglesia impugnan, con repliques tendenciosos o acríticos en las redes sociales. Les molesta la recepción del Reino en el Magisterio de Francisco, quien se deja mover (mocionar) por el buen espíritu, es decir, el Espíritu Santo, artífice en última instancia de toda reforma eclesial; les cae mal su dulce sabor al Evangelio de justicia y paz, y la inversión de valores que conlleva, como bien lo expresara María de Nazaret en el canto del Magnificat: la historia desde los de abajo, abiertos al don de lo alto.

El Santo Padre, verdadero apóstol de la infinita dignidad humana, de la paz y de la no violencia activa en una Iglesia y en un mundo heridos por la crisis civilizatoria socio-ambiental, las divisiones polarizantes y las desigualdades que asedian a las democracias, las guerras fratricidas, el avance de la tecnocracia sin ética y las diferentes formas de neo-colonialismo, predica que «la unidad es superior al conflicto» y ha venido dando testimonio de ello poniendo el cuerpo, por ejemplo con sus 50 viajes apostólicos hacia los cuatro puntos cardinales. Eso no quita que, por fidelidad al Evangelio, haya insistido en sacudir el fariseísmo, la hipocresía y la mundanidad en la comunidad eclesial. Así, los enemigos del Papa y de su Magisterio no aparecieron con la Declaración Fiducia supplicans (2023, sobre la pastoral para las parejas del mismo sexo), sino que ya estaban desde antes.

Damos aquí cuatro ejemplos de dichos de Francisco que pueden leerse como dirigidos a los indietristas, a quienes quieren una involución, parar el reloj de la historia: habló de la «acedia egoísta», que termina en «la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo», criticando  a los «pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre» (Evangelii Gaudium 81-85). Amonestó a quienes prefieren «…sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas» (Amoris Laetitia 305). Arremetió contra los resabios actuales de gnosticismo y pelagianismo  «dos formas [heréticas] de seguridad doctrinal o disciplinaria que dan lugar ‘a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente’ »(Gaudete et Exsultate 35). Apoyado en el ejemplo de su santa predilecta, la carmelita Teresita del Niño Jesús (con su “primacía de la acción de Dios, de su gracia”), criticó «a una idea pelagiana de santidad, individualista y elitista, más ascética que mística, que pone el énfasis principal en el esfuerzo humano…» (C’est la confiance 17).

Asimismo, el Papa rehúsa las lecturas mundanas que confunden a la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, con un Parlamento propio de las democracias representativas, con mayorías y minorías circunstanciales y en punga. Como dijo desde su cuenta en la ex Twitter, @Pontifex: 

«Miremos a la Iglesia como la mira el Espíritu Santo, no como la mira el mundo. El mundo nos ve de derechas y de izquierdas; el Espíritu nos ve del Padre y de Jesús. El mundo ve conservadores y progresistas; el Espíritu ve hijos de Dios» (31 de mayo de 2020).

Para Francisco, entonces, el criterio nítido de discernimiento eclesial (con su correlato en el ámbito civil) es: «Dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar […] El camino de la Iglesia, desde el Concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración…»  (AL 296). Efectivamente, en la larga historia de la Iglesia, puede rastrearse ese enfrentamiento de lógicas o de pastorales, como el conflicto entre el comprensivo Papa Calixto I e Hipólito, su sectario oponente.

¡Amen al Papa!

Incluso en una situación de salud delicada se han renovado las críticas al Papa, aun en su propio país, al cual -de manera difícil de entender para propios y extraños- no ha querido visitar. Se vuelven a hacer sentir los comentarios ácidos de quienes confunden tradición con tradicionalismo, discernimiento con relativismo, misericordia pastoral con laxitud moral, e incluso, «multilateralismo desde abajo» con un opresivo «nuevo orden mundial». Por eso, en defensa de Francisco y de su pontificado viene bien recuperar un olvidado discurso de San Pablo VI en su visita a la ciudad papal de Anagni (1° de septiembre de 1966). Este Papa, quien sufría en carne propia las tormentas del posconcilio, concluyó con unas memorables palabras, proféticas para sus sucesores, especialmente Francisco, signo de los tiempos «en persona» (como decía su maestro, el jesuita Juan Carlos Scannone). Utilizando el plural mayestático, propio de la época, dijo Pablo VI al finalizar su visita en Anagni:

«Estamos en la Iglesia, pertenecemos a la Iglesia; estamos bautizados, somos Hijos de Cristo, tenemos la misma fe, bueno: quien pertenece a esta sociedad que hoy se llama pueblo de Dios, que se llama comunidad cristiana, pues debe saber que esta comunidad está organizada y no puede vivir sin la inervación de una organización precisa y poderosa llamada Jerarquía. Hijos míos, es la Jerarquía la que les habla, y el Vicario de Cristo que hoy está ante ustedes les dice esto: que no estamos hechos tanto para mandar como para servir. Puedo pediros, queridos hijos, esta gracia que ciertamente no me negarán: amar al Papa. Amen al Papa… porque sin ningún mérito suyo y ciertamente sin ninguna investigación, le sucedió esta extraña y singular vocación de representar a Nuestro Señor. No nos miren a Nosotros, miren al Señor cuya presencia representamos. ¡Estamos a vuestro servicio, hermanos!».

Para quienes tienen otras convicciones religiosas o filosóficas o, incluso, siendo bautizados se han alejado de la Iglesia por diversos motivos, lo cierto es que Francisco de alguna forma, podemos decir, les ha tocado el corazón. Más aún, los convoca a organizarse y conformar así una amplia «alianza social para la esperanza» (Spes non confundit 9). Si bien es verdad que él no se ha cansado de repetir que la Iglesia no es una ONG, sino algo mucho más (por empezar, el santo pueblo fiel de Dios que peregrina en la historia, una forma de introducirse en el misterio de la vida divina y desde ahí servir a los demás), también es cierta aquella afirmación atribuida a San Agustín que dice más o menos así: «no todos lo que tiene la Iglesia los tiene Dios, y no todos los que tiene Dios los tiene la Iglesia».   

Veamos seguidamente qué lo entronca al Papa con la historia bimilenaria del ministerio petrino, donde no se trata de implementar tal o cual programa de gobierno sino de hacer la voluntad de Dios, como enseñara Benedicto XVI en 2005, palabras que Francisco recuerda en Esperanza (2025), su peculiar «autobiografía». Al respecto, resulta muy lúcida la comprensión que tenía Vicente Zazpe, plenamente imbuido de las orientaciones del Concilio Vaticano II, cuando presentaba las enseñanzas de la Iglesia en sus conocidos mensajes dominicales como Arzobispo de Santa Fe (Argentina). Al hablar del pontificado, con lenguaje claro y contenido imperecedero en su columna del 20 de junio de 1980, imaginaba un mensaje de Jesús para sus Vicarios en la tierra (donde Zazpe ponía “Juan Pablo”, nosotros ponemos “Francisco”): 

«(…) Simón comenzó a llamarse Pedro y la traición conservó la simbología originaria: ya no serás Joaquín Pecchi, tú serás llamado León XIII. Ya no serás José Sarto, serás Pío X. Te llaman Aquiles Ratti, serás Pío XI. Eres Eugenio Pacelli, serás Pío XII.  (…) Y en todos se cumplirá la promesa de Cristo: sobre ti, [Francisco] edificaré mi Iglesia y el poder de la muerte no la destruirá. A ti te daré las llaves de mi Reino. Tú apacentarás mi rebaño, mis ovejas, mis corderos, mis niños, mis ancianos, mi juventud, mis estadistas, mis científicos, mis técnicos, mis artistas, mis sacerdotes y sobre todo mis pobres. (…) A León, Pío, Benedicto, Juan Pablo, [Francisco], les encomiendo mi Iglesia para que marche por la historia, coexista, conviva y comparta con ella los dolores y las alegrías, pero descubriendo el sentido del dolor y de la alegría. Mi Iglesia ha de perdurar, pero no como perduran las fechas. No ha de permanecer como permanecen los recuerdos, ni se conservará como se conservan los museos. Mi Iglesia ha de ser siempre de hoy sin dejar de ser de ayer; su palabra ha de responder a los problemas, a los interrogantes y a los dramas de hoy. Francisco, transmite a mi Iglesia lo que pienso del hombre, de un niño engendrado en el seno de su madre, de la familia. Enséñale a mi Iglesia que la persona humana no es una cosa, ni puede tratarse como una cosa; todo ser humano es mi hijo y como hijo debe vivir. Francisco, enseña a mi Iglesia qué pienso de la guerra, de la paz, del hombre, del amor, de la misericordia, del sexo, de la ciencia, de la técnica, de la alegría y también de la muerte. Francisco, habla a mi Iglesia y al mundo, del cielo y del infierno y diles que no son metáforas; diles siempre la verdad aunque no se crean; sigue siendo luz, aunque rechacen el resplandor; pero sobre todo, Francisco, sigue proclamando al mundo que soy su Padre, que lo sigo amando y que por amor sigo ofreciendo a mi Hijo Jesús».  

Con corazón agradecido

En estos 12 años podemos comprobar que ese pedido de Dios se ha encarnado en el pontificado de Francisco de Roma, quien ha tomado el nombre y los gestos tiernos de aquel Francisco, il poverello de Asís, al alter Christus («otro Cristo»). Como decía Santa Mama Antula, desde la sabiduría ignaciana, «la paciencia es buena, pero mejor es la perseverancia». Así, Francisco, el Papa que pide insistentemente que recen por él (como pedía el Pontífice imaginado por Castellani 60 años antes), sabe que, en definitiva, se trata de poner en marcha procesos transformadores, más allá de llegar o no a ver los resultados, dado que «el tiempo es superior al espacio», como dice otro de sus «principios». Para eso hacen falta los «enamorados» del Reino y del pastor que cuida el rebaño que le fue confiado (a imagen de Jesús Buen Pastor), no los “acostumbrados” que terminan jugando para los lobos.

No es casual que desde hace un tiempo circulen elucubraciones sobre la sucesión del Papa argentino, claramente un reformador. Al respecto, nos parecen atinados dos señalamientos: por un lado, como sostiene Nicollás Dallorso, politólogo y abogado, si los cónclaves realizados entre 1978 y 2013 estuvieron signados por la tensión respecto a la mayor o menor rapidez en la aplicación del Concilio Vaticano II, el que tenga lugar para elegir al sucesor de Francisco estará marcado, muy probablemente, por la recepción o no del legado del Papa jesuita. Por otro lado, no sólo la literatura, también el cine nos ayuda a pensar. Así, es interesante el diálogo subido de tono que se muestra en el film Cónclave (2024) entre el liberal Cardenal Bellini, preocupado por las chances electorales del conservador Cardenal Tedesco, y el moderado Thomas Lawrance, quien desde su rol armonizador de Decano del Colegio Cardenalicio lo frena diciéndole: «es un Cónclave, no un campo de batalla».    

Como el futuro depende de la combinación de diferentes factores (y en la perspectiva creyente está en manos de Dios), esas consideraciones no deben empeñar la gratitud de corazón y el afecto que muchos, dentro y fuera de la Iglesia, tenemos por Francisco, testigo fiel del Evangelio de la luz, la liberación integral, la alegría y la ternura. Tienen razón algunos italianos cuando dicen «Bergoglio, il nostro orgoglio». Con este sentimiento, desde el lenguaje del afecto familiar, con el tango como fondo musical y como parte del noble pueblo argentino que lo vio nacer y lo formó y que tanto le debe -basta ver los beatos y santos que elevó a los altares-, nos unimos a lo que expresara María Elena, hermana del Papa: «Gracias a Dios, Francisco sigue siendo Jorge».


Imagen de portada: Depositphotos

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