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Fábulas con Dios al fondo: Un vuelco en el corazón

En la siguiente fábula, el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola, en la contemplación, de ocupar el papel de alguno de los personajes, para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello se escribe en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central. A la vez, son Fábulas (es decir, aplicación de la imaginación ignaciana) que están incompletas, que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como se puede resaltar que quien contempla está en silencio, envuelto y activo compenetrado por la Presencia.

«Jesús se fue caminando de pueblo en pueblo

y de aldea en aldea, proclamando la Buena

Noticia del Reino de Dios.

Lo acompañaban los doce y algunas mujeres

que él había curado de malos espíritus y

enfermedades: María, llamada la Magdalena,

de la que habían salido siete demonios;

Juana, mujer de Cusa, administrador de

Herodes, Susana y otras muchas que los

ayudaban con sus bienes»(Lc.8,1-3).

«Mientras Jesús hablaba, una mujer de entre

la multitud levantando la voz dijo:¡Dichoso

el vientre que te llevó y los pechos que te

criaron! Pero él respondió: Dichosos, más bien,

los que escuchan la palabra de Dios y la guardan».

(Lc.11,27-28).

Muchas veces me hablaba de ella, como si alguna vez fuera a dejarla a mi cuidado, como si nos la fuera a dejar como la más hermosa herencia jamás soñada.

Jesús no hablaba de su madre con nadie más, como si no quisiera despojarla del silencio. Pero conmigo sí lo hacía. Entonces se le encandilaban los ojos y no podía dejar de hablar un solo instante, como si deseara explicarme que el conjunto de todas las obras humanas, habidas y por haber, siempre se dividirían en dos grandes grupos: las obras que ella hacía, y las que hacemos todos los demás. Pero que María sólo se regocijaba, porque Dios había mirado la pequeñez de ella, para colocarla junto a la alegría de los pobres, junto a esas oraciones que rezan los niños antes de acostarse, casi vencidos por el sueño.

Y es que toda la vida de la Virgen podía contarse perfectamente desde la única clave del amor. Un gran amor cuya plenitud había empezado, asombrosamente, por un ancho vacío. Un vaciado de egoísmos.

Y es que la razón por la que los más de los hombres no nos llenamos de amor es que ya estamos llenos de nosotros mismos, como una tierra a la que la planta de nuestro propio yo le devorase todo su jugo. Y, así, no es posible sembrar en nuestras almas ningún otro árbol; porque vivimos tan pensando en nuestras cosas que ni llegamos a enterarnos de que hay otros seres a los que amar. Y nos volvemos infecundos al autoadorarnos.

 María había podido amar mucho y recibir mucho, porque toda su infancia y adolescencia había sido un permanente vaciarse de ella misma. Vivía a la espera de algo más grande que ella. El centro de su alma estaba fuera de ella, por encima de su propia persona. No sabía muy bien lo que esperaba, pero era pura expectación. No sólo es que fuera Virgen, sino que estaba llena de virginidad, de apertura integral de alma y cuerpo.

Alguien la llenaría. Ella no tenía más que hacer que mantener bien abiertas sus ventanas. Era libre para amar porque no retenía nada, porque no se detenía en amorcillos, porque sabía que siempre sería Dios el que hiciera las grandes cosas, y que toda la tarea de ella sería estrecharlo a El para que el amor y el gozo se multiplicaran por todas partes.

Y su amor a José también era parte del gran amor, un camino misterioso pero no menos magnífico. Ella no sabía cómo se realizaría aquel noviazgo suyo, pero sí intuía que, en todo caso, formaría parte de un plan más ancho que sus ilusiones de muchacha. Por él, a través de él o quizá sólo al abrigo de él, vendría la gran fecundidad, una fecundidad más grande que ellos dos.

En todos los enamoramientos -lo sabía- hay algo de milagroso y tanto más cuanto más amor. El suyo era un milagro que les desbordaría, les ensancharía, les multiplicaría las almas. Y es que una tremenda vocación nunca rebaja o acorta: dilata, estira, agranda. Así habían entrado ellos en su matrimonio, como una tierra que espera una semilla, aunque no podían sospechar qué honda y enorme sería la suya.

Y así llegó a su alma y a su seno un Amor que era infinitamente mayor que el que ella hubiera podido, con sus fuerzas de mujer, construir e incluso soñar. Entonces se dio cuenta de que su amor de muchacha había sido sólo un prólogo, un lejano primer renglón de las páginas que la invadirían. Pues si es cierto que había sido elegida porque antes amaba desde su pequeñez, también lo era que desde aquel momento ella amaría multiplicadamente: porque había sido elegida para amar cada vez con mayor fuerza desde esa misma, creciente, hondísima pequeñez.

Ella no entendía cómo tanto Amor podía caberle dentro. Sólo su fe vislumbraba desde lejos el tamaño que había tomado su alma. Y es que jamás en ser humano cupo tanto Amor. Jamás tampoco soñó nadie engendrar un Amor semejante. Y, sin embargo, ¡cabía! en ella. Porque el enorme Amor se había hecho pequeñito: ¡Un bebé-Dios, qué cosas! Y ella era madre en el sentido más literal de la palabra. Pero… ¡tan madre que parecía imposible! Tenía el cielo en su corazón y en su seno. Sólo Dios había podido realizar esa tremenda paradoja del infinito empequeñecido que la habitaba.

Y desde entonces su alma más que llena de amor lo estaba de vértigo. María, con su fe amorosa, se había metido en el centro de la gran locura de un Dios que ama con un apasionamiento radical y nos invita a seguirlo en esa maravillosa aventura. María sabía que toda vocación nos rebasa, nos saca de nosotros mismos, tira del alma hacia arriba, nos aboca al riesgo. Pero le costaba comprender cómo no desgarraba su alma aquella tan enorme, y cómo podía ella soportar el tirón de todos los caballos de Dios cabalgándole dentro.

No se hizo, claro, sin dolor. Y es que antes o después todo amor se vuelve prueba y desconcierto. María sabía que el Amor no es un Dios que ande por ahí afligiendo corazones, sino que -al contrario- se había hecho carne para combatirlo, para desterrarlo, para usarlo con sentido; pero nunca para acurrucarse en él como en una madriguera. Pero no hay amor sin vía dolorosa, porque amar siempre será brincar afuera de nosotros mismos. Y María recorrió todas las estaciones…

Entrar primero con su corazón de chiquilla en la penumbra de la fe. Pasar luego por los túneles de la desconfianza y exponerse a perder el amor de José, para proteger al otro gran Amor. Conocer las dulces rechiflas de las murmuraciones y las sospechas. Y callar. Callar, la más difícil asignatura que tiene que aprobar todo amor. Olvidarse de ella por completo y, sin defenderse ni escandalizarse, descubrir el otro gran rostro del amor: el que nos empuja a difundirlo. Pues por amor va corriendo hacia Isabel. Alguien la necesita. ¿Cómo podría ella quedarse cómoda en casita, esperando o aclarando acontecimientos, cuando alguien está pasando una prueba parecida a la suya, aunque infinitamente menor?

Y allá va el amor de la muchacha corriendo con prisa campo a través para, sin preocuparse por la tormenta interior, volcarse en el canto de las misericordias de Dios sobre ella y su pueblo. El amor es poeta, y del fuego interior de María estalla esa milagrosa llamarada que magnifica al Señor: porque viene a restituir el reinado de los pobres, porque El es tremendamente grande aunque a veces nos vuelva locos con sus cosas.

Y luego…Belén, que es la patria natal del Amor. María sabe que no se puede amar lo que no se llega a estrechar entre los brazos. Y ahí, a partir de ahí, el infinito Amor se ha hecho digerible, abrazable, abarcable como un pequeño trocito de pan. Se le puede llamar hijo. Se le puede llamar hermano de nuestra carne y de nuestra sangre.

Entonces sí que el pequeño amor de María toma los límites de la eternidad, y desde esa primera y única vez en la historia el Amor es amado, si no como él merece, sí al menos sin metáforas: «con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas». Pues no hay un solo rincón de María que no esté amando.

Y tras la pausa del gozo, el amor que prosigue su camino a la cruz. Simeón le explica -¡como si ella no lo supiera!- que el amor no es una dulcería, que siempre hay una espada en el horizonte, que el dolor entregado para engendrar dicha en los demás mide la estatura de nuestro amor.

Y, enseguida, María tiene que amar huyendo en la noche para salvar al Salvador; porque este mundo empieza a no soportar al Amor apenas ha nacido. María tiene que escaparse, arrojando con rapidez en una bolsa sólo lo indispensable, guardando todas esas cosas en su corazón, descubriendo cada vez más que amar a Dios no es una historia de besos y caricias, de sabrosas consolaciones en el alma ni una fogarata de palabras enamoradas. Es luchar por lo que ama Dios, dejando tiras del alma en las aristas de la realidad siempre que sea necesario. Y siempre lo es.

¿Y después? Dejar paso al mejor de los amores: al amor gris, al lento y oculto amor de treinta años sin hogueras, con el caliente rescoldo del amor de cada día. Y es que ¿puede realmente llamarse amor al que no ha cruzado el desierto del silencio? El paso de los días y los meses sin revelaciones privadas espectaculares, creciendo al ritmo de su Hijo que es un hombre de verdad y va tomando conciencia de su misión guiado por su Padre.

En Nazaret se vive la locura del amor: el denso, callado, cotidiano, oscuro y luminoso, enorme amor que se va construyendo con infinitos minutos de cariño. Allí se ama a un Dios que no mima, que ni siquiera evita que José muera, que no llena de milagrería a sus preferidos. Un amor sin ángeles consoladores. Y la esclava del Señor va confirmando que aquello no había sido una palabra, que no tiene otro reino que el de sus manos cansadas.

Y luego, la soledad. Porque tampoco hay amor verdadero sin horas de soledad y abandono. Porque el Amor se ha ido lejos a continuar su gran locura, y la madre tiene que vivir con un amor de abandonada, una fe desprotegida. ¿Abandonada? No en el corazón, pero sí en la cama vacía del muchacho, en la puerta que ya no abre esa mano que gira y hace saltar de gozo la perilla de su alma.

Después, el amor comenzaba a volverse tragedia. ¿Puede decirse que se ha amado cuando nunca se ha sufrido por nuestro amor? Nazaret había rechazado a Jesús. Hasta habían intentado matarlo. La oposición crecía entre los sabios y poderosos, apoyada por la ignorancia y la oposición de quienes no entendían, o abiertamente rechazaban, el Reino del amor de Dios.

Jesús anunciaría luego la necesidad de entregar su vida por la salvación de todos. Y Santa María del Amor Hermoso se iba haciendo hermana gemela de Santa María del Mayor Dolor; porque las cruces tienen una extraña tendencia a crecer en el corazón, con la única diferencia de que, en los corazones que aman, esa cruz está llena y no vacía. Pero todas las cruces tienen sangre. Y todo amor se vive a contramuerte.

Pero, cuando se ama, ningún dolor es capaz de ahogar una esperanza verdadera. El que espera no desespera. Y María sabe que en la tarde de todos los sábados se juntará el dolor a la plena luz de la esperanza; porque si el amor es más fuerte que la muerte, cuánto más la omnipotencia del Amor.

Sí, María había sido dichosa. ¡Cómo no iba a serlo! Pero si había creído en el Amor, en que esto es toda la Buena Noticia. Porque cuando Dios se hace presente siempre hay una revelación de alegría. Seguir al Amor no es beberse una copa de sal y vinagre. María no había guardado en balde tantas cosas…

La llegada de Jesús al mundo había estado rodeada de un viento de locura con el que todos los que lo conocieron quedaron trastornados:

Isabel, la estéril, da a aluz; Zacarías, el incrédulo, profetiza; Juan, el no nacido, salta en el seno de su madre; José, que era sólo un hombre bueno, entiende los misterios de Dios; ella, la Virgen, se hace madre sin dejar de ser virgen; los pastores, los despreciados, cuya palabra no tenía siquiera valor en los juicios, se convierten en conversadores de ángeles; los magos abandonan sus reinos, dejan su tierra y dan lo que tienen; Simeón, el viejo, deja de temer a la muerte y hasta le da consejos a la Madre de Dios. Es la alegría. Ninguno sabe explicarla, pero todos la viven y se sienten contagiados por ella.

Y en la vida pública de Jesús hay un vino de entusiasmo y esperanza que rompe los odres viejos: nosotros, los apóstoles, torpes y egoístas, lo dejamos todo y le seguimos a él sin saber a dónde nos lleva; la gente más inculta comprende la palabra de Dios y hasta se olvida de comer por escucharle; Zaqueo, el chaparrito, se trepa a un árbol para alcanzar a ver a Jesús, y termina repartiendo la mitad de sus bienes entre los pobres; los paralíticos se levantan de sus camillas bailando; a un tullido lo meten haciendo un hoyo en el techo de una casa ajena, y sale a pie por la puerta principal con sus pecados perdonados; Pedro, el experimentado pescador, se queda pasmado al ver que un carpintero le enseña a dónde arrojar las redes; María Magdalena abandona sus demonios y descubre la ternura de Dios; Juana, la mujer de Cusa, deja atrás al marido y el palacio de Herodes; Susana y otras muchas mujeres empeñan cuanto tienen y acompañan a Jesús de pueblo en pueblo; a la multitud se le multiplica el pan entre las manos y se les anuncia que comerán el cuerpo y beberán la sangre del Hijo de Dios; la viuda de Naín se sorprende al encontrarse con un Dios que llora, primero y, luego, le resucita a su hijo; un centurión romano confirma que Dios, para hacer milagros, no necesita aparecerse en su casa; Jesús anuncia a los pobres que son felices y que podrán serlo sin dejar de ser pobres, y que lo serán precisamente porque son pobres… y los pobres lo entienden; hasta las aguas se calman y las tempestades cesan.

¡Claro que María era dichosa! ¡Si no ha dejado de serlo! ¡Pero si ella está en el corazón de la Buena Noticia! Porque ella sabe que seguir la aventura de ser cristiano es precisamente eso: perseguir al mundo con la única arma de la alegría en el Amor, de nuestro júbilo interior y no el de una fiesta de carnaval. Porque a los que acompañan a Cristo debería distinguírseles por las calles a través del brillo de sus ojos, por las oleadas de alegría que deberían salir de nuestras vidas. Porque hasta el día del juicio versará sobre una sola pregunta: ¿qué hicimos con el gozo de amar que nos trajo Cristo?

Por todo esto, cuando aquella campesina gritó diciendo: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!», yo sentí un vuelco en el corazón de Jesús. Pero no me extrañó su respuesta. Aquella mujer se había quedado corta. María es más, muchísimo más que eso. María es como un profundo e infinito latido del corazón de Dios… porque ha guardado y multiplicado ese Amor. De ahí brota su dicha. Y ella sabe que seguirá construyendo vida y alegría con sus manos de madre, pues es lo único -¡lo único!- que sabe hacer.

Y mientras yo veía que algunas personas se abrían paso entre la multitud, para anunciarle a Jesús que María había llegado y le buscaba; y mientras, también, yo escuchaba que él les decía que su padre, y su madre, y sus hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la viven, me quedé por un momento mirando el hermosísimo rostro de María. Entonces me pregunté por qué le pedimos que vuelva a nosotros esos sus ojos misericordiosos, cuando sabemos que no tiene ojos sino para nosotros. María, madre nuestra, causa de nuestra alegría.


Las Fábulas fueron plurieditadas por Obra Nacional de la Buena Prensa, jesuitas. Editorial Alba SA de CV, Sociedad de Sani Pablo, Paulinos. Grupo Editorial Latinoamericano, Paulinas. El autor otorga derechos de reproducción.

Foto de portada: rafadiaz24-Cahtopic.

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