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Fábulas con Dios al fondo: La chiquilla que guardaba todas las cosas

En la siguiente fábula, el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola, en la contemplación, de ocupar el papel de alguno de los personajes, para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello se escribe en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central. A la vez, son Fábulas (es decir, aplicación de la imaginación ignaciana) que están incompletas, que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como se puede resaltar que quien contempla está en silencio, envuelto y activo compenetrado por la Presencia.

«El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande.

Los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos.

Acrecentaste el regocijo,

hiciste grande la alegría.

Alegría por tu presencia»(Is.9,1-6).

«Y esto les servirá de señal:

encontrarán un niño envuelto en pañales

y acostado en un pesebre»(Lc.2,12).

Belén es un pequeño poblado de no más de doscientas casas apiñadas sobre un cerro, como un nido de palomas asustadas. En las pendientes suaves, que bajan al poblado, se mezclan la roca calcárea y los bancales de olivos, que descienden en sucesivas terrazas. Las casas, como cuadritos blancos, brillan bajo el sol en un cielo muy azul.

Al caer el año, casi nunca nieva en Belén, porque casi nunca nieva en Palestina. En cambio, en torno a las casas, las higueras dejan caer sus últimas hojas, los sarmientos de las vides están secos, y los olivos sobresalen arrugados y retorcidos como si trataran de huir de la roca que todo lo invade. Por la noche, y en las madrugadas, hace frío. Mucho frío. Cuando silva el viento, podría decirse que, en Belén, el frío se acumula de generación en generación y mejora cada año de calidad, como el buen vino en las buenas bodegas.

La verdad, me sentía desconcertado, sin entender apenas. Profundamente emocionado, pero desconcertado…

Conocer a María había sido meterse en un remolino sin fin. Porque María es como el clima: nunca se sabe qué va a suceder. María es un cascabel sonriente, un estallido de vida, una casa con las luces encendidas. Su madre contó una vez que ya antes de nacer tenía prisa, que la golpeaba por dentro con sus piececitos, como si estuviera citada en algún sitio, como si quisiera adelantarse a conocer a alguien.

María vive fascinada por la vida. Todo lo festeja: el ruido del agua entre las piedras de la fuente, el sol tras la montaña, el canto de los pájaros. Vive cada día como si fuera el primero, y cada hora como si le quedaran muy pocas. Recuerdo que una tarde la llevaba de la mano, caminábamos en silencio como un par de chiquillos enamorados, con su tibia cabeza sobre mi hombro. Sin más me preguntó:

 -¿Es hermoso tener hijos, José?

-Sí, es hermoso.

Es ver cómo la vida se te llena de jugo, es arar los campos como si en ellos se cosechara nuestra sangre, es amasar el pan dentro del alma, es echar a volar un pájaro y verlo anidar en mil corazones.

 -Debe ser hermoso, José. Lo he pensado tantas veces. ¿Y morirse virgen es triste?

-No, no lo es. Algunos dicen que es morirse como si la vida no hubiera servido para nada, como morirse del todo, como un árbol cortado por la mitad del tronco.

-Pero, José, en un árbol cortado por la mitad del tronco puede sentarse un día un caminante cansado, ¿no es cierto? ¿Acaso un caminante cansado no es un hijo? ¿Acaso una fuente en medio del pueblo no es un seno materno?

-Yo preferiría la fuente en mi casa.

-Yo también. Pero cuando Dios llama es hermoso decirle que sí, dejarlo que elija el sitio donde hemos de brotar. En casa beberíamos tú y yo de mi agua. Yo necesito estar en un camino, y que beban de mí todos los que pasen. Y tú estarías a mi lado para siempre. Sólo muere estéril quien no ha amado. Hay muchos hijos que nos nacen fuera de las entrañas. ¿Crees tú esto?

 -Yo sé que tienes amor para tantos…

-No hace falta mucho amor para poder repartirlo, José. ¿No has visto cómo una hoguera puede prender cien mil?

-Sí, es cierto. Y yo vería crecer a esos hijos con el color de tus ojos. Y, no sé, también me sentiría en parte padre de ellos, como si llevaran un poquito del calor de mi alma. Siempre es fecundo quien se desposa con una ilusión.

 Ahí terminó nuestra conversación de aquella tarde. Yo sentí que la paz de María se hacía más honda, como si el mundo fuera a comenzar de nuevo.

Pasó el tiempo, y un día decidió María que iría a visitar a su prima. Se supone que un novio conoce bien a su novia, y no pude evitar cierta turbación en aquella chiquilla de catorce años, cuando se despedía de mí. Yo le hablaba de nuestros planes para el futuro. Ella me hablaba como aprisionando un secreto. Entonces me preguntó:

-¿Me amas, José?

 -Claro que te amo. ¿Es que crees que no vamos a ser felices?

 -Sí, José, con la ayuda de Dios seremos felices. Estoy segura. Seremos muy felices.

 Pero meses después regresó. No fue fácil ocultar mi sorpresa. Mostrar alegría cuando me desmoronaba por dentro. Algo en mi interior se rebelaba, pero yo sabía que no podría vivir sin amarla aún sin entenderlo. Hasta que un sueño me devolvió mis sueños. Entonces comencé a aprender que cuando Dios ama todo es como un vértigo.

Y ahí estaba, por fin, en esa cueva, mi linda niña, extenuada por la caminata. Ninguna queja. Ninguna desesperanza. Y luego hay gente que dice que el amor no existe.

Había encendido fuego afuera de la cueva para calentar agua cuando, en medio de la noche -en medio de un gran silencio- escuché el primer llanto del niño, que a mí me sonó como el júbilo de ángeles en desbandada.

Cuando entré en la cueva, María lo besaba. Yo sentí un nudo en la garganta. Ella me dijo:

-José, mira en la bolsa y tráeme los pañales.

 Yo revolví la bolsa, saqué algo blanco y se lo llevé a María.

 -No, José. Esto no es un pañal. Es mi pañuelo.

Y volví a revolver la bolsa con fuerza, como si estuviera ablandando la cola en mi taller.

-Tráeme acá la bolsa, José.

Y le llevé la bolsa pensando que por ahí debiéramos haber comenzado. Después, ella puso al niño en mis brazos y yo lo sostuve como si fuera un tablón. Apenas me atrevía a besarlo; pero junté mi ternura a mi torpeza y me las arreglé para estrecharlo, mientras María sonreía con ojos brillantes, y yo no sabía si reía por mi ineptitud o porque llevaba un regalo de Dios entre mis manos. Luego, María lo recostó en el pesebre.

Más noche llegaron los pastores. Y yo hablaba y hablaba sin cesar, con un júbilo que estallaba por todas partes. Y sentí que la cueva se llenaba de calor, y de gente, y de sueños. Había un bebé en casa, y era como para volverme loco de contento. Todo había sido tan sencillo como eso. Todo era tan tremendo como eso.

 Ya muy entrada la noche… nos quedamos solos. Y ahí estábamos María y yo, mirándolo sin entender nada… Era un bebé. Sólo un bebé. ¿Aquel bebé era el enviado para salvar al mundo?

Verlo a él era contemplar el eclipse de Dios. Era un Dios al revés: Dios era el Todopoderoso, el niño todo desvalido. El Hijo esperado era la Palabra, aquel bebé no sabía hablar. Era la Verdad que todo lo conoce, pero este bebé ignoraba hasta cómo encontrar el seno de su madre. Era el Creador del sol, pero tiritaba de frío. Era la riqueza del Padre, pero estaba descalzo. Venía a ser la revelación para todos los hombres, y nacía en la inmensa soledad. Se esperaba que llegara vencedor sobre un carro de combate, gritando a voces la liberación del mundo, y en sus labios apenas cabía una pequeña pompa de saliva.

Es cierto que ni María ni yo entendíamos; pero creíamos que aquel bebé que en cualquier momento podría volver a llorar era Dios, era la plenitud de Dios, era Dios en persona, un Dios hecho asequible, un Dios asumiendo nuestra debilidad, un Dios enteramente hombre. Un Dios que no quería amar desde la distancia sino encarnándose de verdad: un Dios que comprendía que no podemos amar sino lo que estrechamos entre nuestros brazos; un Dios que sabía que nos sentimos amados cuando una mano nos llena de caricias.

Era Dios, era nuestro Dios: el único que como hombres podíamos aceptar. El único que no nos humillaba con su grandeza, sino que nos hacía grandes con su pequeñez. Era, sobre todo, el único Dios a quien los hombres podíamos amar: porque era uno de nosotros, porque traía amor para cada uno de nosotros.

Mientras tanto, alguien contaba sextercios en algún palacio cercano, alguien se revolcaba en alguna casa secreta, alguien daba los últimos toques a alguna teoría muy sabia, alguien insistía en demostrar que la espada era la reina del mundo.

Amanecía ya. Había que emprender el regreso a casa. Yo veía a María tomar la bolsa de pañales y guardar en ella su pañuelito blanco, mientras pensaba con ternura que Dios no parecía un hombre, no fingía ser un hombre, era en verdad un hombre. Había entrado al mundo por la puerta trasera, para arrebatar con amor el último lugar, y ya jamás perdería este sitio escogido por El. María, entonces, miró al niño. Lo vio pobre, débil y pequeño. Se detuvo un instante, como si olvidara algo, y se dio cuenta de que nada más faltaba terminar de guardar todas estas cosas en su corazón.

Poco después, los tres desaparecíamos entre el ruido de las calles de Belén. María sonreía en los ojos de su niño, con la alegría de ser una fuente en medio del camino.


Las Fábulas fueron plurieditadas por Obra Nacional de la Buena Prensa, jesuitas. Editorial Alba SA de CV, Sociedad de San Pablo, Paulinos. Grupo Editorial Latinoamericano, Paulinas.

El autor otorga derechos de reproducción.

2 comentarios

  1. Muchas gracias, Mario.
    Me has hecho entrar en la escena, sentir la ternura y cariño de José.
    Me llegó a fondo la descripción que haces de María; algo así como meterte en un remolino sin fin. pensarla como el clima: nunca se sabe qué va a suceder. escuchar al cascabel sonriente, estallido de vida, casa con las luces encendidas.
    Guau que bella y poética descripción.
    Un abrazo con todo cariño.
    Cristina

    1. El agradecido soy yo, querida Cristina. Si te resonó la descripción en pequeñito de María (las palabras jamás la abarcarán) es porque tu corazón late como el de María. Y esto es un inmenso don que Dios te ha dado y que yo te agradezco que compartas,

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