Fábulas con Dios al fondo: Los tres silencios

En la siguiente fábula, el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola, en la contemplación, de ocupar el papel de alguno de los personajes, para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello se escribe en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central. A la vez, son Fábulas (es decir, aplicación de la imaginación ignaciana) que están incompletas, que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como se puede resaltar que quien contempla está en silencio, envuelto y activo compenetrado por la Presencia.

Aquella mañana ya nadie más habló. La noche se había ido por completo, y los que no habíamos hablado nos sentíamos con nuestros propios rostros concentrados adentro de nosotros mismos, con la sensación de quienes están descendiendo al vértigo de su alma.

Alrededor de nosotros se había hecho una especie de sagrada soledad, como la de la tierra después de llover o cosechar. Entonces me pregunté yo por qué las cosas de Dios están siempre tan unidas al silencio.

Casi sin pretenderlo, comencé a comprender que, en el momento exacto en que nació Cristo, todas las cosas, el mundo entero debió de haber contenido el aliento para que se hiciera ese gran silencio en todo el universo. Porque tuvo que haber sido un giro cósmico, una segunda creación, una hora en la que la naturaleza entera se sintió implicada. ¿O es que podría Dios hacerse hombre sin que se detuvieran de asombro las estrellas, se callaran absortos los animales, vivieran un misterioso temblor las flores y todas las cosas?

Porque ante Jesucristo se cree o no se cree. Pero ¿cómo creer sin temblores? ¿Cómo no sentir que el alma se desmenuza, que todo da vueltas, si esto es verdad? ¿O es que podría decirse: «Dios se ha hecho hombre y está aquí a tu lado para siempre», y a continuación seguir viviendo como si nada hubiese ocurrido?

Y es que cuando estás con Él, o cuando piensas en Él, es inevitable que se haga un gran silencio, un dramático, espeso y milagroso silencio, al caer en la cuenta de que la condición humana ha dejado de ser lo que era antes de Él, y que ha cambiado hasta el mismo concepto que todos teníamos acerca de Dios. Porque no sólo es cierto que Dios está en el silencio, sino que desde que nació se hizo Palabra silenciosa, abrazo de corazones.

Sí, Jesús puso su pie en el mundo sin ruido, entró en la humanidad calladamente como el susurro silencioso de la brisa del Padre en una cueva y, luego, en el taller de un carpintero.

Después se acercó a la vida de cada uno de nosotros, de la misma manera que se aproxima a cada alma: de puntillas, como pidiendo disculpas por visitarnos, jamás pidiendo algo para Él.

Y sigue caminando a nuestro lado para mostrarnos que a Dios sólo se llega por la puerta del asombro. No por la de la grandeza, sino por la de la pequeñez. No por la de las enormes y sabias teorías, sino por la del silencio de las obras que son amor al hombre.

Porque era —y ha sido— ese silencio que crece con el amor para hacerlo más verdadero, cuando ya ni los besos ni las palabras son necesarios. Ese amor que es, a fin y al cabo, el humilde silencio de un Dios que se ha encarnado para cargar sobre sí mismo todos los sueños, todas las ilusiones, todas las alegrías, las esperanzas y los dolores de todos los hombres, todos los siglos.

Ante este asombro nosotros sólo podíamos permanecer en silencio. Tal vez, a través del tiempo, de nosotros sólo quedaría el recuerdo de nuestros nombres. Pero nos alegraba que Él nos hubiera elegido para seguirle en el silencio. En ese silencio que las almas deben transmitirse de generación en generación cada vez que se encuentren en la soledad ante Jesucristo y se pregunten —con verdad, con verdad— «¿Y nosotros quién decimos que es Él?»

Y es que el encuentro con Jesús había cruzado de medio a medio nuestras vidas como una espada ardiente; pues sabíamos que el hombre que no ha respondido esta pregunta puede estar seguro de que aún no ha comenzado a vivir. Porque de nuestra respuesta personal depende rechazar o acoger vivir con Él la tremenda aventura que cada día pondría en juego toda nuestra existencia.

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