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Fábulas con Dios al fondo: El trueno inútil

En la siguiente fábula el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola: ocupar el papel de alguno de los personajes para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello se escribe en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central. A la vez, hay que considerar que, por ser aplicación de la imaginación, son fábulas incompletas que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como  quien contempla en el silencio se percibe envuelto y activo compenetrado por la Presencia.

Sí, a mí me sucedió algo semejante. El amor, eso era lo que a mí me asustaba. Ustedes lo saben, soy un hijo del trueno. Me gustan las verdades tajantes, el agua clara, el fuego que desciende del cielo para destruir a quienes no estén con nosotros y, si se puede, conquistar los primeros lugares del reino. Hay que vivir con pasión, remar contra la corriente, treparte a la cima para contemplar a los que se quedaron atrás.

Yo tenía los mismos sentimientos que Pedro; pero, para mí, lo del templo no era sino el inicio de la gran cruzada. Jesús era un Mesías a mi medida: tremendo, triunfante, expuesto a los cuatro vientos.

Pero Él dejaba la cólera atrás. Entonces comenzaron a asaltarme las dudas…

Regresamos a Galilea, y Jesús lo único que hacía era zambullirse en el dolor humano. Todas sus acciones no eran ascender sino servir, arremangarse el corazón para barrer las tristezas acumuladas en todos los rincones.

Y cuando alguien quería pregonar lo que Él había hecho le mandaba que callara. Las multitudes lo seguían, a veces hasta querían hacerlo rey; pero Él las evadía, hasta diría que le disgustaba todo eso.

Y yo lo miraba hacer milagros, mostrar un poder fuera de este mundo, y me entusiasmaba otra vez, y me crecían por dentro más sueños… aunque me desesperara no comprender por qué no hacía tronar el látigo de nuevo.

Hasta que llegó aquel día en la ladera del monte…

Todo anunciaba que algo nuevo y tremendo iba a comenzar. Jesús había pasado la noche entera en oración. Después nos eligió a los doce. Jesús actuaba con una sencillez que me aterraba: sin aspaviento alguno, pero como quien se hubiera pasado siglos conteniendo lo que iba a decir en esa hora.

La multitud crecía y se apretujaba. Cada quien llegaba con su trozo de dolor, con su ración de lágrimas, con los bolsillos casi vacíos de esperanza; pero con el corazón recién estrenando el entusiasmo de saber que Jesús metía sus manos hasta adentro en favor de ellos.

Algunos, también, llevaban el alma llena de mastines, con el corazón como alfiletero, resentidos por el rencor ante la opresión o ilusionados por que les llegara el turno de treparse a la rueda de la fortuna.

Otros llegaban cansados, escépticos, cautelosos ante las promesas que nunca tenían cumplimiento, decepcionados de la pasta con la que estamos hechos los hombres.

Finalmente, ahí estaban también los que llevaban la vida en carne viva, acuciados por el ansia de colaborar en la construcción del reinado de la libertad.

Entonces comenzó a hablar Jesús. ¡Yo creí que se había vuelto loco!: «Felices los pobres, felices los que lloran, felices los mansos, felices los perseguidos, felices los misericordiosos, felices los pacíficos…».

¡Cómo no escandalizarse al escucharlo! ¿Es que su grito de combate no era sino un enorme y sonoro llamado a la resignación? ¿Es que todas las miserias y clamores ahí reunidos sólo tendrían como respuesta la invitación a pasearse por los campos de batalla con una flor en la mano?

Pero no. Las ocho bienaventuranzas tronaron como un látigo de ocho brazos, como ocho ríos de lava, como ocho llamas junto al polvorín, como ocho campanas volteando sin cesar en la noche. Jesús hacía saltar los ocho sellos de la olvidada puerta de la alegría, proclamaba la letra justa para una música que venía sonando desde que su Padre había creado el universo, le devolvía su brillo a la manoseada y desgastada moneda del amor.

Las bienaventuranzas eran un mensaje desesperado lanzado al mar dentro de una botella, aquello que habría que salvar urgentemente, lo primero de todo, en caso de incendio; pues en su entraña llevaban la gran apuesta en favor de Dios y a favor del hombre.

Por eso también las ocho bienaventuranzas eran ocho hogazas de pan caliente, ocho lámparas de aceite encendidas, ocho bálsamos para las heridas, ocho provisiones de agua fresca para caminar en el desierto, ocho espejos que acababan revelando nuestra verdadera imagen de hombres ricos, inmisericordes, violentos, injustos…, pero capaces de descubrir la infinita cara de la alegría, si tan sólo se tenía el coraje de agarrar la vida con las dos manos. Entonces, y sólo entonces, Dios haría el milagro.

Nunca nadie había hablado con tal radicalidad: «¡Conviértanse!» Jesús no estaba ahí para anunciar la destrucción de un mundo de ricos para sustituirlo por otro con nuevos ricos; para armar a los oprimidos y transformarlos en futuros opresores; para edificar la paz sobre cimientos de violencia; para fermentar el gozo con la levadura de las lágrimas de los que antes estaban contentos.

Desde el principio, Jesús enarbolaba su bandera en todo lo alto, para que no quedara lugar a dudas: «Se ha cumplido el plazo, el reinado de Dios se acerca. Arrepiéntanse y crean en la Buena Noticia».

A medida que Jesús hablaba yo iba de sorpresa en sorpresa. Jesús no había venido a parchar, a cambiar un poco las cosas, a mejorar al hombre. Había venido a crear un hombre nuevo, a engendrar un mundo que regresara a su eje en Dios, del que nunca debió alejarse.

El cambio que Jesús anunciaba exigía mayor valor del que yo hubiera podido imaginar; porque Él pedía la transformación del hombre entero, porque habría que abrirse de par en par para dejarse invadir por la fuerza del amor de Dios y, dentro de ese torrente, se filtraría la felicidad. La única, la verdadera, la auténtica e imperecedera felicidad.

Se trataba, pues, de una revolución interior que habría de afectar en sus raíces la vida concreta de cada persona; porque su Reino estaba destinado a crecer dentro de nosotros, no encerrado sino abierto a la realidad —a todo lo que afectara al hombre—, con la exigencia de que la tierra donde el Reino comenzaría a germinar sería la propia tierra de cada corazón de quienes lo escuchábamos.

Jesús hablaba y, poco a poco, las almas se ponían de pie. Algunos comenzábamos a entender. El Reino de Dios empezará cuando cada uno de nosotros se preocupe, primero, por barrer la puerta de su propio jardín: porque el amor crecerá si aumenta en mí; porque no nacerá la alegría en un universo de hombres avinagrados, ambiciosos, resentidos, egoístas, violentos, adormilados; porque no habrá verdadera revolución de la realidad con revolucionarios mediocres.

Sí, yo también iba comprendiendo. Yo había soñado en una revolución nacionalista armada. Jesús había traído otra infinitamente más grande y universal. Y mucho más difícil.

Entonces vi con claridad lo que había sucedido unas semanas antes, lo que sería nuestra vida con Él. Jesús no había venido sólo a pregonar el Reino, sino a encarnarlo. Jesús no podía vivir sin irradiar sus ocho formas de felicidad.

Jesús era pobre hasta el extremo y se había despojado de todo… Era pobre de espíritu: su único alimento era hacer la voluntad de su Padre. Era pobre de bienes materiales: no tenía ni dónde reclinar la cabeza. Y vivía para los pobres: no por condescendencia o generosidad, sino porque los pobres son los únicos ciudadanos del Reino.

Había llamado felices a los que lloraban, pero únicamente después de haber llorado con ellos y de haber cargado sobre Él mismo todas las dolencias y enfermedades de los que sufrían.

Había hablado de construir la paz y la justicia solamente cuando ya había mostrado su amor por los enemigos, cuando había dejado en claro que no estaba dispuesto a empuñar la espada; cuando, sin embargo, había denunciado con energía las injusticias y se había propuesto romper las cadenas de la humanidad entera aun a riesgo de comprometer su propia vida.

Había anunciado persecuciones…, y es que no se podía amar como Él amaba sin ser rechazado: «Duro es asimilar esta doctrina», murmuraban algunas voces en la multitud. Y es que a Dios queremos verlo como al sol: de lejos nos da su calorcillo, pero de cerca ya no nos gusta tanto y buscamos evadir la quemadura. Pero Jesús había venido a traer fuego a la tierra: sus palabras y su vida traerían división, si realmente uno se decidía a seguirlo.

Pero en las bienaventuranzas también había consuelo y esperanza. Jesús era realista: aceptaba al hombre como era. Precisamente por eso le mostraba sus infinitas posibilidades y le ensanchaba el alma hasta el extremo… No, el hombre no es malo ni está corrompido; pero ha empañado o desfigurado la imagen de Dios, que debería brillar en él con toda su plenitud como fuente inagotable de felicidad. Por eso el hombre está solo, decaído, desanimado, fatigado, perdido. Jesús quería que retomáramos nuestra tremenda grandeza: la de ser hijos de Dios.

Mientras hablaba, Jesús miraba a la multitud como se mira a los niños que juegan o duermen: con una ternura inmensa. Como un padre que en el sueño se inclina sobre sus hijos, buenos o malos, porque todos son suyos. Con una ternura compasiva, que sufre y se alegra con ellos, pronta para demostrar —con su propia sangre— que ese amor es mucho más que un simple sentimiento. Esto es lo que algunos ahí también presentimos.

Entonces comprendí el amor: comprendí que lo que yo llamaba defensa de los demás era tan sólo violencia, que lo que yo llamaba verdad era simplemente egoísmo, que lo que yo llamaba generosidad era sólo donación de lo superfluo, y que Él con sus bienaventuranzas iba mucho más allá en la victoria que cien millones de espadas.

Hijo del trueno, eso soy, ruido inútil. Él es Hijo del hombre y no trabaja con espadas, sino con amor: con esa locura enorme y magnífica que a mí me asustó sobre aquel monte oyéndole hablar.


Las Fábulas fueron plurieditadas por Obra Nacional de la Buena Prensa, jesuitas. Editorial Alba, S.A. de C.V., Sociedad de San Pablo, Paulinos. Grupo Editorial Latinoamericano, Paulinas.

El autor otorga derecho de reproducción.

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