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Fábulas con Dios al fondo: Las redes del pescador

En la siguiente fábula, el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola, en la contemplación, de ocupar el papel de alguno de los personajes, para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello se escribe en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central. A la vez, son Fábulas (es decir, aplicación de la imaginación ignaciana) que están incompletas, que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como se puede resaltar que quien contempla está en silencio, envuelto y activo compenetrado por la Presencia.

¡Miren, hermanos, ¡quiénes han sido llamados!

Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo,

para confundir a los sabios.

Y ha escogido Dios lo débil del mundo,

para confundir lo fuerte.

Lo ordinario y despreciable del mundo

ha escogido Dios;

lo que no es, para reducir a nada lo que es.

Para que ningún mortal se glorie

en la presencia de Dios (1 Cor.,1,26–31).

Muchas de aquellas tardes nos reuníamos a recordar, simplemente a eso: recordar, para intentar comprender. Cada uno iba ocupando un sitio, cerca de las barcas, a la orilla de nuestras ilusiones reflejadas en aquel lago espléndido, y muy cerca también de nuestras inquietudes que estallaban siguiendo el vaivén y el rumor de las olas. ¿Quién era aquel hombre al que habíamos seguido?

Nos asustaba un poco aquella misión que todavía no terminábamos de entender; pero nos estremecía la presencia de aquel hombre que había entrado en nuestras vidas como una espada ardiente, y que en esos momentos hablaba con su Padre en alguna colina cercana. Porque todos sabíamos que vivir con Él era poner en juego toda nuestra existencia.

Nos sentábamos silenciosos, mientras la luz comenzaba a multiplicarse, como un sol repetido en el horizonte y entre las aguas, a medida que iba cayendo, sin prisas, la tarde. Ninguno hablaba al principio, pero se sabía que todos estábamos pensando en Él, ocupados en la bella tarea de recordar. Alguien, al fin, rompía…

Yo lo que más recuerdo es su voz. Eran las cuatro de la tarde. ¡Cómo olvidarlo! Aquella tarde Él habló más despacio que nunca. Andrés y yo lo habíamos seguido por la ribera del río. El Bautista lo había señalado y había dicho: «He ahí al Cordero de Dios…». Era la segunda vez que Juan hablaba así de Él, y cuando añadió: «Este es el Elegido de Dios» ya no lo pensamos más. Nos fuimos tras Él cómo dos chiquillos. Era casi como para dar risa.

Ustedes me conocen. Cuando uno ha sido pescador toda la vida se aprende a apostarlo todo. El agua tiene sus caprichos, el lago sus fantasías, los días no son nunca iguales.

Al partir, no sabes si volverás con la barca repleta o sin siquiera un pez que poner al fuego para el almuerzo. Y cuando de súbito estalla la tormenta, sientes que tu espíritu se tensa como un arco, que tus manos se crispan y se aferran a los remos, que el cuerpo te duele como si fuera a desmoronarse en cualquier instante. Pero te sientes vivo y te das cuenta de que el dolor no es una maldición, sino algo que en todo caso siempre será insuficiente para quitarte la alegría de regresar a casa, en la mañana, y decirles a los tuyos: «¡Yo estuve allí!»

O ahí están también las largas e interminables horas de espera, cuando sumerjes tu alma dentro del agua y sólo te queda pensar… y aguardar. Entonces no sabes si esa calma es peor que la tempestad; porque te duelen los sueños y te impacientas al ver que tu red es pequeña y quisieras atrapar en ella todas las angustias y sufrimientos de la humanidad. Y…, sin embargo, hay que aprender a esperar.

Hasta que conocí al Bautista. Entonces creí que ya había encontrado mis respuestas. Pero Juan se hacía a un lado. No era él a quien debíamos esperar, sino a aquel desconocido que llegaba para bautizar en Espíritu y en fuego, que venía a recoger su trigo y a quemar la paja.

A mí me gustaba el estilo de Juan: hablaba con pasión y se comprometía hasta los codos. Pero… no era él. No era él. Había, pues, que intentar conocer al otro. Por eso le seguí cuando lo señaló Juan.

Recuerdo que Andrés y yo le seguíamos a la distancia. Mi corazón temblaba como en medio de una tormenta, y yo no sabía si me estremecía por temor a otra decepción o porque en aquella persona que caminaba delante de nosotros se apretaban todos mis sueños.

De pronto, Él se detuvo y se volvió hacia nosotros esperando que nos acercáramos más. «¿Qué buscan?», nos preguntó. Su voz era caliente, y más que sus palabras lo que yo escuchaba verdaderamente era el tono de su voz, que me iba calando dentro como si tratara de amueblar mi alma. Por eso únicamente pude contestar con otra pregunta: «¿En dónde vives?» Y, casi sin darme cuenta, también lo había llamado ya «Maestro». Porque en realidad no me importaba ya tanto averiguar qué hacía sino quién era; pues yo presentía que, más que una misión, había ahí una amistad que apenas empezaba.

Eran las cuatro de la tarde… ¡Cuántas veces he pensado en esto! Aquella tarde Él habló como si nos conociera. ¡Como si me conociera desde hace mucho tiempo! Hablaba como si sus palabras tuvieran más interés que nunca y fuera necesario que no se perdiera ni una.

Le oí hablar de amor arropándolo todo en cada frase, como si tuviera una espada en la mano y un costal de regalos a la espalda. Nunca nadie ha hablado como Él aquella tarde. Yo entendí muy poco, pero no he dejado de preguntarme cómo puede Él amar tanto.

Al escucharlo me pareció como si yo estuviera naciendo otra vez. Me acordé de mi madre, de mi pueblo, de mi barca, de mis sueños. Pero entonces estaba naciendo más que hace veinte años. Sí, su voz era caliente como un seno de madre. Hablaba despacio como si estuviera dando a luz, como si abriera o curase una herida, como si estrechara las angustias y esperanzas de todos los hombres. Aquella tarde me contagié de Dios. Sólo el enviado de Dios podría amar así. Aquella tarde comencé a aprender lo que es amar.

¿Y después? Regresar al lago. ¡Qué tremendo es estar enamorado! Todo se volvió gris. ¿Qué sentido tenían mis tormentas o mis calmas? La rutina desgastaba mi alma, como la resaca. Él había hablado de vida y de aguas interminables. Yo nunca había visto tan pobres mis redes.

Y así pasaron los días… hasta que lo vi de nuevo, hasta que estalló el gozo de escuchar su llamado, para ayudarle a llenar de hombres sus redes.


Las Fábulas fueron plurieditadas por Obra Nacional de la Buena Prensa, jesuitas. Editorial Alba SA de CV, Sociedad de San Pablo, Paulinos. Grupo Editorial Latinoamericano, Paulinas.

El autor otorga derecho de reproducción.

Imagen de portada: Cathopic

2 comentarios

  1. Que hermosa manera de percibir y hablar sobre Jesùs, al estar leyendo, te va adentrando en el texto de tal forma que pareciera que caminas con el y ves lo que sus ojos contemplaban. Que profunda debió ser su voz para transportar a Pedro (porque creo que era Pedro) casi hasta el vientre mismo de su madre. Gracias

  2. Que bella narrativa, me transporta, como dice Ignacio, como si presente me hallará en la escena. Me ubica al lado de Jesús, como si a mí dijera: «que buscas»?

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