En su encíclica Evangelli Gaudium, en 2013, el papa Francisco propone cuatro principios que orientan la actividad diaria y las decisiones que tomamos. De ellos, «la realidad supera la idea» es uno que permea más en los ámbitos académicos y en las casas de estudio al momento de analizar su misión. El punto de partida, siempre, de cualquier teoría o de cualquier investigación es, entonces, la realidad de la que parte y en la que se encaja. Este análisis de la realidad transita de lo subjetivo, la idea, a lo objetivo, la realidad, y nos descubre que en ella laten infinitas posibilidades que ofrecen espacios de transformación, en los que es necesario y deseable penetrar y cavar hondo.
Así, este principio implica que la formación que impartimos en las universidades e instituciones debe ser una que enseñe, antes que las ideologías, las ideas y, antes de ellas, la realidad. Con esto, el Papa quiso expresar lo que, tiempo después, en 2019, plasmó en el Pacto Educativo Global: «La necesidad de invertir los talentos de todos, porque cada cambio requiere un camino educativo que haga madurar una nueva solidaridad universal y una sociedad más acogedora».
Este pacto tiene siete ejes vertebrales: 1) poner a la persona al centro, 2) escuchar a las generaciones jóvenes, 3) promover a la mujer, 4) responsabilizar a la familia, 5) abrirse a la acogida, 6) renovar la economía y la política, y 7) cuidar la Casa Común.
Estos temas fueron parte de la agenda principal del papa Francisco. Él no sólo los adoptó como parte de sus prioridades, sino que nos enseñó a trabajar por ellos y a construirlos día a día.
En estos tiempos las universidades parecen estar respondiendo más a los intereses y tendencias de los más poderosos que atendiendo su esencia formativa; por ello, resulta imperioso retornar una y otra vez la misión de las universidades como buscadoras de verdad, en primer lugar, y como impulsoras de justicia social, en segundo término.
Sobre lo primero, la verdad para el papa Francisco es como un poliedro en el que cada persona mira un ángulo diferente, pero, entre todos, logramos entender qué es lo que miramos y nadie posee la totalidad de la verdad, pero tampoco nadie mira su ángulo como absoluto.
Con esta metáfora Francisco nos enseñó que el diálogo es la herramienta con la que se construye la verdad; la escucha y la acogida son los pilares que la sostienen y debemos aprender a dialogar.
Respecto de lo segundo, la justicia social, implica sentir, primero, la injusticia; es decir, conlleva el desarrollo gradual de un sentido interno con el que aprendemos a dolernos con el dolor del otro y a movernos en contra de las situaciones que lo generan. No puede haber justicia social sin verdad tampoco, por ende, también implica involucrar la razón para hallar caminos que dibujen escenarios más fraternos y esperanzadores.
Por lo anterior, el papa Francisco insistió muchas veces en que formar a los jóvenes debe ser permitir y facilitar la congruencia entre el pensar, el sentir y el hacer. Si bien en una institución académica se privilegia la razón y los argumentos, para transformar el mundo y mover la realidad se requiere, como él afirmaba, «involucrar mente, manos y corazón», o también: pensar lo que se siente y se hace y hacer lo que se piensa y se siente. Sin el involucramiento de estos tres factores la universidad no estará cumpliendo su verdadero propósito y sólo producirá autómatas, pero no verdaderas personas de bien.
Esta verdad hunde sus raíces hasta la antigua Grecia con Aristóteles, para quien «no hay nada en la inteligencia que no haya pasado por los sentidos», refiriéndose a que, para que se forme una noción en el plano de la inteligencia humana, es preciso que, antes, se haya sentido y se haya captado con los sentidos. La sensibilidad, pues, no es contraria a la inteligencia sino complementaria: pensamos lo que sentimos y sentimos los que pensamos. Cuando ambas van enlazadas en armonía el resultado es la congruencia en el actuar.
Las universidades, como la Iglesia, para el papa Francisco deben salir, deben ir a las periferias y dejar de acomodarse en su zona de comodidad. La mirada acomodaticia increpa y es un lugar donde no se puede permanecer mucho tiempo, pues tarde o temprano, la realidad se impone y se vuelve «superior a la idea».