Mucho se ha insistido, en años recientes, sobre cómo encarar desde la Iglesia católica, el reto de sostener la fe en un mundo fragmentado en su interior y amenazado en su propio devenir. Los postulados del papa Francisco sobre el resurgimiento de una Iglesia sinodal, de frontera, dispuesta a integrar todas las voces que la componen, así como la apuesta a la creación de una nueva economía de desarrollo —una propuesta que el papa presentó en un evento en Asís frente a jóvenes economistas y empresarios de 100 países— junto a los planteamiento derivados de las encíclicas Fratelli tutti y Laudato sí, delinean todo un itinerario sobre el llamado que tenemos como Iglesia para hacer frente a ese futuro difuso.
En un libro de reciente publicación, Dios y el mundo futuro (Edición Piemme-LEV, 2021), Francisco señala que: «la manera de salvar a la humanidad pasa por repensar un nuevo modelo de desarrollo que reconozca como indiscutible la convivencia de los pueblos en armonía con la creación, en la conciencia de que cada acción individual no es aislada, en el buen o en el mal sentido, sino que tiene consecuencias para los demás, porque todo está conectado».
En ese sentido, en 2015, el papa lanzó el concepto de nuestra Casa Común, un aspecto que retoma en Dios y el mundo… y sobre el que señala, al ser entrevistado por Doménico Agasso, que el planeta no es «un almacén de recursos que hay que explotar, sino un jardín sagrado que hay que amar y respetar, mediante comportamientos sostenibles». Bajo ese entendido, la Iglesia está llamada a cuidar de esa casa e integrar a todo el pueblo de Dios en su cuidado.
En la misma publicación, el pontífice ha sido claro al decir que, tras la crisis mundial por la covid-19, «el mundo no volverá a ser el mismo», por lo que «a partir de esa calamidad debemos captar los signos que pueden resultar ser las piedras angulares de la reconstrucción. Este tiempo de prueba puede convertirse así en un tiempo de elecciones sabias y previsoras para el bien de la humanidad».
La Iglesia, parte de un escenario mundial que ha sido trastocado por la pandemia, y parte, además, de un planeta cada vez más amenazado, necesita responder al cambio de paradigmas actual, necesita dar otras respuestas. En ese sentido, otros autores jesuitas, como Javier Melloni, han expuesto que el futuro de la Iglesia está en la conciencia planetaria «en el intercambio cultural, cognitivo, instrumental, tecnológico y en nuestra nueva comprensión de la materia, que procede de la física cuántica y de la comprensión interestelar y que están abriéndonos a algo nuevo e inaudito». En una entrevista realizada a Melloni por el también jesuita, Nemo Castelli, nuestro autor señala que «la religión del futuro» está sujeta a una nueva manera de entenderse, a «una nueva manera de religarse con el Absoluto, entre nosotros y con la misma Madre Tierra», aunque, cabe señalar que a pesar de los cambios a los que nos enfrentemos «las actuales tradiciones no desaparecerán sino que serán transformadas».
El reto de la Iglesia es plantearse esa transformación, que pueda, sin perder sus elementos tradicionales, mirar también al futuro y encontrar sus cimientos en una espiritualidad que sepa acompañar semejante desafío y en donde, sin duda, afloran un mundo de posibilidades. La gran pregunta sería cómo cada uno de sus miembros en concreto puede llevarlo a la práctica, en su vida cotidiana, ¿cómo transformarnos en fieles de una Iglesia que mira hacia el futuro?, ¿cómo enfrentar los cambios, pero sobre todo los compromisos que el papa nos ha señalado?
Tomamos fragmentos de presentaciones e hicimos entrevistas a Alexander Zatyrka, S.J., rector del ITESO y Francisco Magaña, S.J. exprovincial de los jesuitas mexicanos que nos sirven de pistas para encontrar el camino.
El silencio como vía única
Si antes hablamos de la espiritualidad como cimiento para enfrentar los cambios, podemos comenzar por un elemento importante: el silencio. Un elemento esencial para cualquier transformación interior, pero que como consecuencia nos llevaría a insertarnos en nuestra comunidad de manera diferente. A propósito de los 500 años de la conversión de san Ignacio, Alexander Zatyrka, S.J. ha señalado que a este santo «no lo cambió su herida de guerra, lo cambió el silencio». Fue en su convalecencia que tuvo que hacer silencio y «entrar en su interioridad».
Vemos entonces que es la práctica del silencio en donde «la espiritualidad se vuelve una expresión de lo trascendente» y nos posibilita iniciar cualquier camino. La experiencia de trascendencia es caer en la cuenta de que «en la propia identidad [la de cada persona] habitan otras identidades, ya que somos parte de una comunidad, de una comunión con Dios», esta experiencia nos ayuda a «liberarnos de lo que nos impide ver el mundo desde una visión de amor».
«Como comunidad cristiana debemos ser maestros del silencio como actitud teológica». Es en la quietud de nuestro interior en donde escuchamos a Jesús, nuestro paradigma a seguir. Es él el centro de toda transformación y lo que nos lleva después a «seguir siendo creativos, sobre todo tratándose de situaciones tan delicadas como el medio ambiente y así, saber que el mundo en el que vivimos nos importa y no solo es un bien de consumo».
«La Iglesia tiene que ser testimonio de humanidad, de solidaridad con los sectores puestos al margen». Esto sólo se puede vivir «desde el otro y facultando otro tipo de relaciones humanas, dispuestas a construir desde la interioridad de la vida espiritual y desde la escucha de todas y todos los que integran a la comunidad».
La espiritualidad será comunitaria o no será
Después del silencio sigue abrir la puerta y caminar en el mundo, aprender en silencio no implica que nos quedemos aislados, esos no serían los frutos de una espiritualidad bien cimentada. Francisco Magaña S.J, nos indica que el reto de ella, sobre todo en medio de un mundo lleno de criterios individualistas, está en «lograr que sea profundamente personal y profundamente comunitaria».
Según este jesuita, Fratelli tutti, nos ha indicado que la espiritualidad nos permite romper con la inercia de lo individual y abrir el espacio a una fe que se comparte con otras y otros. En este mundo actual se necesita retomar los postulados de esta encíclica, basados en la compasión humana, para ver al amor en una dimensión social «más allá del individuo y su subjetividad».
«Los retos que enfrenta la iglesia en el mundo pospandemia, en una realidad fisurada en donde prevalecen la violencia y la injusticia, parecerían casi imposibles”.
Podemos ver, según Magaña, una valoración desde la teología cristiana y de la Trinidad que hace énfasis en la persona humana, pero eso tiene implicaciones, culturalmente hablando, pues se lanza una explicación de lo humano desde una noción individualista. El problema radica en que «todo se relee desde ahí» y las distorsiones en la mirada creyente se hacen presentes y terminan por aislar al individuo. «Entonces, los derechos humanos leídos desde el individualismo, desde una lógica de organización neoliberal, o abocada al mercado», van construyendo una clasificación equivocada en torno al ser humano y «el valor de la persona termina siendo también algo tan individual como aislado de los demás».
«El amor no puede quedarse en una relación nada más interpersonal, sino que también tiene una dimensión social». Un aspecto muy importante ya que si consideramos al amor como parte de la espiritualidad, ésta tiene varias dimensiones como la política, que hace énfasis en «valorar a la comunidad a la sociedad a la que perteneces».
La espiritualidad, según este jesuita, debe recuperarse desde la «acción apostólica y la reflexión desde la conciencia», que permitan «responder a las emergencias de violencia, la desaparición forzada, la crisis migratoria y también la búsqueda de trabajo digno. Apostar por los excluidos es quizá uno de los retos más desafiantes, sobre todo, en la prospectiva a futuro; pues las crisis ambientales, económicas y de derechos humanos atentan cada vez más contra un mayor número de personas y eso acrecienta las desigualdades».
«La ruta a seguir empieza desde la inclusión a los jóvenes, mujeres, migrantes y víctimas de violencia, a los que la Iglesia debe voltear a ver e incluir en su proyecto de convivencia, pues son ellos los más excluidos, con menos oportunidades y con menos horizontes compartidos».
Los retos que enfrenta la iglesia en el mundo pospandemia, en una realidad fisurada en donde prevalecen la violencia y la injusticia, parecerían casi imposibles. El futuro se vislumbra nublado, sin embargo, los autores que hemos presentado, nos ofrecen varias vías a seguir, todo comienza con imaginarnos nuevas perspectivas. Hacer silencio, abrirse a la interioridad, a la trascendencia para después crear una manera diferente de religarnos con el Absoluto, con el Trascendente, con nuestro hábitat, con nuestros hermanos y hermanas. Así tendremos una fe fortalecida desde los lazos que hemos creado con Dios, como lo hizo san Ignacio, desde el espacio de nuestra quietud. Después buscaremos, como elemento necesario e ineludible, una práctica espiritual comunitaria, que incluya a todos los excluidos, a los que más nos necesitan y que, sobre todo, intente una convivencia en armonía con toda la Creación.