María Herrera Magdaleno tiene cuatro hijos desaparecidos. A Raúl y Jesús Salvador los desaparecieron durante agosto de 2008 en Guerrero; a Gustavo y Luis Armando, en Veracruz durante septiembre de 2010. Desde entonces, busca sin descanso. En mayo de este 2022, esa búsqueda llegó al Vaticano. Ante el Papa, María habló de las más de 100,000 personas desaparecidas que le faltan a México y de la impunidad persistente. Francisco posó su mano sobre el retrato de los cuatro jóvenes desaparecidos y con ello envió su bendición a todas las familias que buscan; gesto que otros pastores aún podrían replicar. Con este aliento, María prosiguió su búsqueda, que hace unos días la llevó hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Rostros como el de María Herrera son los que hoy pueblan la realidad de los derechos humanos en México: atravesados por las cicatrices del dolor que causa la violencia deshumanizante que se ha cernido sobre el país desde hace más de tres lustros; marcados, también, por los rasgos de la resiliencia y la dignidad.
Para el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, obra social de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, es ineludible iniciar esta colaboración con Chirstus haciendo presentes rostros concretos como el de doña María y como tantos otros que, a lo largo de ya casi 35 años, han dado sentido a la labor de defensa que realizamos en esta organización de la sociedad civil.
Ese lugar concreto de cercanía con las víctimas es también el sitio más adecuado para trazar un balance sobre la situación de los derechos humanos que enfrenta el país al término de este 2022.
Los problemas que México sigue presentando en este ámbito no son pocos y continúan sin ser respondidos con políticas de Estado que trasciendan más allá de la duración de una administración y más allá de esfuerzos individuales. Una enumeración somera así lo demuestra: la violencia sigue en niveles incontenibles, pues de nuevo culminaremos este año con más de 30,000 homicidios; las desapariciones se mantienen, pues más de 9,000 personas sufren este flagelo al año en el país y el registro acumulado rebasa ya las 100,000 personas desaparecidas; la violencia contra las mujeres no disminuye, porque los feminicidios van en aumento; los migrantes que cruzan México anhelando llegar a Estados Unidos siguen siendo vejados, pues los flujos humanos no cesan; y los despojos territoriales continúan, pues se priorizan grandes proyectos de desarrollo que atentan contra la “Casa Común” sin garantizar a las comunidades indígenas consulta previa, libre e informada. En este contexto, la impunidad no se ha revertido, pues sólo 7 de cada 100 homicidios terminan siendo sancionado, como la está experimentando directamente la propia Compañía de Jesús tras el asesinato de los padres Javier Campos y Joaquín Mora
Y aunque estos problemas son estructurales y vienen de tiempo atrás, las decisiones que se han adoptado en el presente en estos rubros no están aportando las soluciones largamente esperadas. Preocupa, en especial, la profundización de la militarización que se ha dado en los últimos años.
La intervención castrense en el ámbito de seguridad no es nueva. Dista al menos de finales de los años noventa y recibió un impulso definitorio a partir de 2006. Pero lo que ha sucedido de 2018 a la fecha es de un calado más hondo. Son al menos diez cambios legales profundos para dar mayor poder a las Fuerzas Armadas los que hemos contabilizado desde el Centro Prodh, en los últimos cuatro años. Los más recientes fueron la entrega de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional, para su control operativo y administrativo, pese al carácter civil que preserva la Constitución para esta corporación, y la ampliación del plazo en que la Fuerza Armada Permanente podrá intervenir en tareas de seguridad pública, que se prorrogó hasta 2028, pese a que no hay evidencia empírica que confirme la pertinencia de esta medida.
Las organizaciones de derechos humanos hemos denunciado que la militarización puede analizarse desde tres perspectivas diferentes pero complementarias: desde el punto de vista de que es una política pública que ha probado ser inefectiva para reducir la violencia, ya que los estudios serios muestran cómo ésta no desciende en los estados donde se incrementa el despliegue castrense; desde la perspectiva de cómo es una amenaza para los derechos humanos, puesto que incrementa el riesgo de que aumenten los abusos y de que estos sean más severos; y, finalmente, desde la lógica de cómo el aumento del poder militar puede trastocar los balances en las relaciones cívico castrenses, debido a que diluye en los hechos la prevalencia del poder electo sobre porciones importantes de la actuación del Ejército y la Marina, que cada vez gana mayores márgenes de autonomía real. En el Informe “Poder Militar. La Guardia Nacional y los riesgos del renovado protagonismo castrense”, el Centro Prodh ha dado cuenta de estos riesgos, mediante una revisión analítica profunda.
Más allá del análisis, en la mirada que caracteriza a nuestra identidad son los rostros concretos de las víctimas de los abusos castrenses impunes, los referentes que más y mejor persuaden sobre cómo la vía militar, pese a que tenga hoy un notorio respaldo popular, no es la ideal para nuestro país. Rostros como el de Clara Gómez González, cuya hija fue ejecutada por militares en Tlatlaya; como el de los familiares de los jóvenes de Ayotzinapa, que han visto como una y otra vez la institución castrense obstaculiza su acceso a la verdad; como los de Korina, Denis y Charly, que aún esperan que haya justicia por los abusos que cometieron elementos de la Marina cuando les detuvieron y acusaron de delitos que no cometieron; o como los rostros de los vecinos de Azcapotzalco y Xochimilco que en el presente insisten en que sus colonias necesitan más parques y servicios básicos, y no sólo cuarteles de la Guardia Nacional como los que hoy les quieren imponer.
La profundización de la militarización es uno de los elementos de la crisis de derechos humanos prevaleciente en México, que en el presente no se ha revertido. No debemos soslayar que esto es así, replicando perspectivas que minimizan lo que ocurre; estamos obligados y obligadas a esa honradez con lo real que recomendaba Jon Sobrino. Sin descripciones objetivas sobre la realidad y sin diagnósticos profundos, corremos el riesgo de contribuir a que se normalice una situación que de suyo niega la dignidad de las personas, sobre todo de las mayorías empobrecidas, o bien de impulsar propuestas que pequen de ingenuidad.
Caracterizar adecuadamente la realidad, incluso en sus aristas más sombrías, no debe sin embargo llevar a la inmovilidad. Los testimonios de vida de quienes incesantemente y contra toda adversidad mantienen viva su exigencia de justicia, verdad y memoria son, en sí mismos, un llamado a no caer en el desaliento. Si madres buscadoras como María Herrera y tantas otras resisten y defienden con sus actos la esperanza, al resto nos está vedado caer en la resignación y la indiferencia. Toca, por el contrario, acompañar con generosidad y decisión esas luchas que reivindican la vida en medio de tanta muerte.
Desde esta perspectiva, la defensa de los derechos humanos en el México roto por la violencia demanda resistencia y esperanza, en los términos propuestos por el lúcido filósofo catalán Josep María Esquirol. Lo primero, pues la defensa de los derechos humanos supone hacer oposición con acciones concretas “al dominio y a la victoria del egoísmo, a la indiferencia, al imperio de la actualidad y a la ceguera del destino, a la retórica sin palabra, al absurdo, al mal y a la injusticia” (La resistencia íntima); lo segundo, porque en la larga noche de la violencia la esperanza abre el horizonte pues implica “mantener la convicción de que todo es provisional, de que nada es definitivo, de que nada es inexorable” (Humano más humano). En nuestro adolorido país, desafiar al olvido y a la impunidad exige confiar en que -pese a todo- la vida prevalecerá al final, como lo hacen de modo ejemplar doña María y tantas otras madres buscadoras.