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Culturas originarias. El arte de vivir en armonía comunitaria y con la madre tierra

Nuestra sociedad «occidental» está despertando —obligada un poco por las consecuencias devastadoras de nuestra explotación inconsciente de la naturaleza—, a la necesidad de repensar la manera como vivimos en este mundo. Se van dando esfuerzos cada vez más numerosos y consensuados por cambiar nuestra actitud de ver todo como una mercancía, como una oportunidad para generar riqueza y seguir acumulándola. Poco a poco vamos abriendo los ojos a la necesidad de dejar atrás el patrón desarrollista y consumista para aprender a disfrutar, de manera armónica y sostenible, los recursos limitados que tenemos, sintiéndonos así parte de un ecosistema.

En sus discursos y encíclicas, el papa Francisco ha introducido en el lenguaje de hoy la expresión «el cuidado de la Casa Común» para describir la actitud de fondo de quienes son conscientes de la necesidad de crear sociedades sostenibles. Mi opinión es que ese cuidado necesario de nuestro entorno natural solamente se podrá concretar en la medida en que cambiemos nuestra actitud de verlo como un mero escenario donde desarrollamos nuestras vidas y pasar a entenderlo como una comunidad viviente de la que somos parte.

En otras palabras, abandonar nuestro paradigma cosificante, donde todo es un objeto manipulable para nuestro beneficio, y despertar al paradigma relacional, donde nos sabemos y sentimos parte de una red de interacciones muy delicadas de las que depende el bienestar del todo y de cada una de las partes. Atender la sostenibilidad como un deber implica un gran avance. Pero para alcanzarlo, necesitamos relaciones sanas y mutua­mente beneficiosas con la naturaleza, es necesario crecer del deber al aprecio, aprender a amar nuestra Casa Común y cuidarla con cariño y dedicación.

En la búsqueda de alternativas a la visión globalizada de la vida como negocio, la sabiduría de las culturas originarias se presenta como una propuesta interesante, viable y empíricamente comprobada. Esta visión holística de la existencia se ha resumido con el término: «el buen vivir». De manera concisa expresa lo que el ser humano en realidad anhela: una vida en la que se viva realmente «bien», no sólo por tener los satisfactores materiales necesarios para la supervivencia y para que nuestra vida además tenga calidad, sino también por la experiencia de ser parte de una relación de reciprocidad en la que somos beneficiarios y benefactores alternativamente. Ambas direcciones en las relaciones de mutualidad nutren nuestra conciencia y se traducen en un bienestar que la cultura del consumo compulsivo jamás nos podrá dar. Trataremos de describir algunos de los elementos de la cosmovisión y ética de las culturas indoamericanas, que nos pueden ayudar en nuestra búsqueda de una sociedad más sostenible y que produzca un auténtico «bien-estar».

Foto: © Humberto Guzmán, S.J. @betoguzmansj

Lo primero que habría que subrayar es que la actitud fundamental de las primeras naciones en el continente americano es claramente contemplativa. Desde pequeños, sus miembros aprenden no solamente a conocer el mundo, sino a sentirlo y a sentirse parte de él. Experimentan sus vidas no solo discursivamente sino a través de una multiplicidad de formas. En la cultura globalizada y sus métodos de educación se enfatiza la necesidad de tomar distancia de la realidad para «analizarla», es decir, fragmentarla, objetualizarla, nombrarla y ordenarla. Aprendemos a ver los elementos del entorno cada vez más como «objetos», cosas inanimadas, susceptibles de manipulación para ser conocidas y catalogadas conforme a su utilidad de cara a nuestras necesidades y deseos. No aprendemos a sentir la manera cómo nuestras acciones afectan al entorno y cómo esa afectación tiene, a su vez, repercusiones en nuestra manera de ser y sentirnos.

Herederos de esta actitud, quienes pertenecemos a la cultura occidental hegemónica no aprendemos a contemplar el mundo, sino que se nos enseña más bien a observarlo. Quien observa lo hace ya con un propósito de logro (alcanzar alguna meta) que efectivamente deja fuera de la percepción muchos elementos importantes simplemente porque no son «útiles» para propósitos prefijados (explícitos o implícitos). Por el contrario, quien contempla permite que la realidad se le manifieste a través de todos los vehículos de los que goza nuestra conciencia: los sentidos corporales, la racionalidad, la sensibilidad estética, las repercusiones emotivas que causan, etc. Al no haber filtros establecidos a priori por metas esperadas, la persona contemplativa percibe elementos sorpresivos de su entorno que se van acumulando en una experiencia más rica y gratificante de la realidad, inclusive, más veraz, dado que reconoce esa realidad en su complejidad y armonía subyacente. Podemos decir que, quien vive con un talante contemplativo, comprende su entorno de otra manera e interactúa de forma muy distinta con él.

En las culturas originarias, la incorporación de una nueva persona a la comunidad se da a través de un itinerario para descubrir el mundo. Las niñas y los niños se mueven con mucha libertad en su medio, interactuando con todo y teniendo a sus mentores (normalmente mamá, papá o alguna figura de autoridad) siempre a la mano y disponibles para atender sus preguntas y acompañar sus descubrimientos. En este entorno realmente se aprende percibiendo y haciendo. No es raro que en la casa familiar convivan muchas creaturas vivas a las que se trata como parte de la familia. La biodiversidad de los huertos familiares también llama la atención, así como la sabiduría acumulada de la herbolaria tradicional, que las nuevas generaciones van aprendiendo desde la infancia. Los y las pequeñas aprenden a vivir en relación armónica con otros seres vivos.

A la par que se va dando esta exploración del mundo exterior también se explora el mundo interior. Siempre me ha llamado la atención la libertad con la que las y los niños pueden expresar sus sentimientos en el ambiente familiar. Esta actitud de respeto y convalidación les ayuda a hacerse conscientes de lo que sienten, les permite aprender a nombrarlo y, desde luego, su sentir es reconocido y respetado por las figuras de autoridad que se aseguran de que la niña o el niño crezcan también en empatía, esto es, en la conciencia de que quienes les rodean también tienen sentimientos y que es importante reconocerlos y respetarlos.

Foto: © Humberto Guzmán, S.J. @betoguzmansj

Un dato curioso del desarrollo histórico de esta sensibilidad: en el mundo maya (y creo que se puede extrapolar a toda la región cultural Mesoamericana) cada uno de los 260 días del calendario ritual estaba gobernado por una divinidad (un principio superior) que se percibía vinculada a los diversos sentimientos humanos. Esto daba como resultado una colección muy específica y variada de 260 sentimientos diversos (bastante más rica y clara que nuestro acostumbrado «estoy bien» o «estoy mal»), y a lo largo de esos 260 días se invitaba a las personas a entrar en contacto (en la fecha correspondiente) con ese sentimiento particular en su vida. Lo importante era hacerse conscientes de su existencia y de las consecuencias que podía tener para sus acciones y la armonía de la comunidad el dejarse gobernar por ese sentimiento en cuestión.

En una versión muy simplificada, todavía encontramos en los Altos de Chiapas, en donde hay días específicos para ciertos sentimientos y para los rituales que les están vinculados: gratitud, petición, enojo, deseo de justicia (castigo de los culpables), reverencia a Dios, tristeza, etc. En una de mis visitas me llamó la atención que el color de las velas cambiaba día con día en los rituales que se realizaban en la capilla del lugar. Al preguntar por qué en un día casi todas las velas que prendían eran moradas o negras, me dijeron que era porque ese día tocaba «acusar a los malos para que Dios los castigue», y esos colores eran los apropiados para ese sentimiento y para ese ritual.

En nuestra cultura occidental hasta nuestros sentimientos están controlados o manipulados de cara a la acumulación de riqueza/satisfactores y el mantenimiento de la estratificación vigente de la sociedad. Se ve mal que las personas comuniquen con espontaneidad su estado de ánimo y peor aún, cuando esa sinceridad afecta su productividad. Hay toda una industria para proporcionarnos artificialmente sentimientos gratificantes, con experiencias que se venden a buen precio. El problema es que ese camino nos va alejando cada vez más de nuestros auténticos sentimientos. Así nos vamos percibiendo cada vez más falsos, disociados, vacíos. Nos vamos insensibilizando. Se establece un círculo vicioso que reafirma nuestra visión cosificada del mundo y la desvinculación de las consecuencias que trae la manera como lo manipulamos.

A las mujeres y hombres de las primeras naciones, la actitud contemplativa les permite «sentir» su entorno natural. Para sus integrantes, el bosque, la milpa, el río o la montaña no son un inventario de insumos potencialmente explotables sino una comunidad interactuante, viva. Efectivamente se sienten en comunión con el mundo que les rodea. Miles de años de interacción plenamente consciente les ha permitido conocer su medio ambiente a fondo: qué les puede brindar alimento, qué les puede causar daño, qué sirve para sanar y también cuáles acciones pueden realizar los seres humanos para contribuir al equilibrio del todo. Cada uno de los elementos del mundo tiene una identidad y una dignidad que demanda una relación de respeto. A cada integrante del cosmos le sostiene un principio común, que es el mismo que les permite a los seres humanos existir. En sus lenguas no hay una palabra exactamente equivalente a nuestros conceptos de «ánima/alma» o «espíritu». En las lenguas mayas clásicas existía la palabra itz’ traducible como fuerza, energía, poder. Todo lo existente tiene esta fuerza y la puede compartir. Sobre el intercambio de esa energía vital se fundamentan las prácticas de reciprocidad. Dar y recibir itz’, es dar y recibir vida y bienestar.

Por su visión holística, la manera como los pueblos originarios interactúan con su entorno me hace recordar el «sentir» ignaciano. San Ignacio después de su conversión y en particular de su experiencia mística en Manresa, fue cayendo cada vez más en la cuenta de la superficialidad de la visión del mundo, propia de su cultura (incluida la transmitida por el discurso teológico de su época), que tendía a convertir toda la realidad en una colección de objetos reductibles a conceptos y elaboraciones intelectuales. Heredero de alguna manera del movimiento espiritual denominado Devotio Moderna (dentro del que encontramos a figuras como Erasmo, Kempis y el cardenal Cisneros y que como movimiento buscaba devolverle vitalidad a la experiencia de fe cristiana), san Ignacio capta que su conciencia interactúa con su entorno, no sólo intelectualmente sino también a través de los afectos, es decir, la manera como las personas, los objetos y las situaciones «afectan» nuestros sentimientos y voluntad. Para Ignacio no se puede conocer realmente sin ser conscientes de los movimientos que aquello conocido despierta en nuestro sentir. Para Ignacio, como para toda la tradición cristiana, el sentir más sublime es el amor: la capacidad de percibir que toda la realidad está sostenida por una acción de donación personal, libre y benevolente, y de la que somos capaces. Recibimos amor (que es vida) y eso nos hace capaces de amar (de compartir vida). Creo que san Ignacio se habría entendido sin problema con la sensibilidad «místico naturalista» de nuestras culturas indoamericanas.

Uno de los elementos importantes de la visión del mundo que tienen las primeras naciones es su percepción (no meramente conceptual sino existencial) de que todo está íntimamente relacionado e interconectado. Cada evento que sucede en un ámbito de la realidad tiene repercusiones inmediatas y mediatas con muchos otros ámbitos y sus elementos, y todos los componentes de esa realidad se hallan en relaciones de reciprocidad unos con otros. Una parte fundamental de la cosmovisión indoamericana es la mutualidad relacional: cada integrante contribuye a lo que las demás personas (y la naturaleza toda) necesitan, sabiendo que cuando tenga necesidad de algo, no le faltará la ayuda de su comunidad. Son muy conocidas las concreciones sociales de esta visión, como el trabajo comunitario en tequios o faenas en las que todos y todas ayudan en obras que benefician a alguien necesitada(o) o al total de la comunidad.

Menos conocidas son las relaciones de reciprocidad de las comunidades e individuos con la naturaleza. Ceremonias como la petición de permiso antes de tumbar el monte, o de plantar una milpa; los diálogos entrañables mediante los cuales el cazador pide disculpas por matar a su presa y justifica el dar muerte por la necesidad de alimentar a su familia, etc. Todas ellas apuntan a esta sensibilidad basada en el reconocimiento, respeto y veneración a la Madre Tierra y sus creaturas. El epítome de esta visión de la mutualidad como sustento de la vida, es la relación del ser humano con la planta de maíz. El maíz que conocemos hoy en día es el resultado de siglos de selección de variedades cada vez más productivas y al mismo tiempo resistentes, sobre todo a la sequía y a las plagas. A diferencia de la mayor parte de las plantas, el maíz no puede propagarse a sí mismo. La cubierta apretada de hojas que cubre la mazorca (y que sirve para proteger el grano de ataques indeseables), hace imposible que pueda germinar sin que un agente externo (normalmente los seres humanos) quite las hojas y siembre las semillas a intervalos que hagan su crecimiento viable. Si no hubiese seres humanos que lo plantaran, el maíz desaparecería eventualmente de la faz de la tierra. En la experiencia de las culturas de Mesoamérica, el ser humano no puede existir sin el maíz, ni el maíz puede existir sin el cuidado del ser humano.

Finalmente, un aporte importante de estas culturas a nuestro proceso de «sanación humano/ecológica» es su visión cíclica del tiempo. Quien contempla así el mundo, vive a un ritmo más pausado, podemos decir que más humano, porque busca escudriñar los signos de los tiempos para prever lo que ha de venir y poder hacer adaptaciones a tiempo. Esto sin perder nunca de vista que el principal objetivo es mantener el equilibrio que permite que la vida se mantenga, se renueve. Las prisas son siempre enemigas del talante contemplativo. La cultura occidental tiene una visión lineal progresiva del tiempo. Todas las expectativas están puestas en un futuro por alcanzar (más bien conquistar), que nos impele a acelerar nuestra vida cada vez más. Mientras más rápido nos desplazamos, captamos con menos nitidez nuestro entorno, la realidad. Nuestra conciencia de manera natural añora la visión cíclica de la realidad: nos sentimos nutridas(os) por la secuencia regular de las estaciones, por las fiestas cívico religiosas que se suceden año tras año, y que realzan acontecimientos y sentimientos particulares que nos viene muy bien revivir por el recuerdo de vivencias compartidas con seres queridos, que quisiéramos refrendar, casi al detalle, en algún momento del futuro. 

En suma, al igual que otras culturas tradicionales milenarias que han afirmado su viabilidad sobreviviendo en armonía con su entorno, las primeras naciones de nuestro continente tienen pruebas fehacientes de que su modo de proceder es sostenible y, que quienes viven dentro de ellas, viven felices y plenas(os). Son testimonios vivos de que el «buen vivir» es factible y que vale la pena acercarnos con apertura y gratitud para aprender de ellas este arte.

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