Acompañamiento: «certidumbre en la incertidumbre» parte 2

El siguiente texto es el resultado de una conversación entre Ana Sophia Márquez García, estudiante de Ingeniería en Biotecnología; Mónica Ávila Miranda, estudiante de Mercadotecnia; Alejandra Espinoza Romo, estudiante de Arte y Creación; y Cristina Almudena Padilla Peregrina, estudiante de Ciencias de la Educación, todas del ITESO. En él comparten su experiencia de transición a la vida universitaria y describen el acompañamiento espiritual que recibieron.

¿Cómo fue su paso de la preparatoria a la universidad?

Almu: Mi experiencia de entrar a la universidad también fue algo particular, ya que fue justo durante la pandemia. En mi caso, cuando estaba en tercer semestre de la preparatoria, tuve la oportunidad de conocer la carrera que elegiría. Me gustó, especialmente los laboratorios, y tomé la decisión rápidamente. No lo pensé mucho más, y fue como quitarme un pendiente de encima. Mirando hacia atrás, creo que elegí la carrera sin tener una comprensión profunda de lo que implicaba, pero en ese momento lo vi como algo resuelto. 

Cuando llegó la pandemia y entré a la universidad, la experiencia fue bastante confusa. Para mí, esos dos o tres años de pandemia fueron como un océano mental, todo pasó de forma tan extraña que se siente como un vacío en mi memoria. Me sentía como si aún estuviera en la preparatoria, porque fue en línea y la rutina era prácticamente la misma: clases en la mañana, tareas por la tarde, todo desde casa. Incluso lo que estudiaba en la universidad se sentía como una extensión de lo que había aprendido en la prepa, así que el cambio no fue tan evidente. Además, no hubo graduación ni ceremonias, así que no sentí una transición real. Durante ese primer año, fue como si estuviera en un limbo. 

No fue sino hasta mi tercer semestre, cuando empezamos a tener algunas clases presenciales, con las medidas de seguridad de la pandemia, que comencé a darme cuenta de la realidad de lo que implicaba mi carrera. Fue ahí cuando surgieron muchas dudas sobre si había tomado la decisión correcta. Ese proceso de cuestionamiento duró hasta el quinto semestre. Pasé un año entero en ese estado de incertidumbre, preguntándome si estaba en el lugar adecuado. 

Ale: El paso fue algo abrupto. A pesar de que la preparatoria se intenciona como un espacio en el que desarrollas las competencias necesarias para la siguiente etapa, muchas de las decisiones tomadas en aquel momento se movieron a partir de impulsos, estos sembraron raíces desde el miedo y florecieron en ansiedad.

No es un sentir exclusivo. Pienso yo. La presión es una fuerte tempestad, que puede llevar a cualquiera a tomar las decisiones inadecuadas, sin ser consciente de los verdaderos sentimientos y pensamientos de tu corazón. Eso sí, algo sí estaba claro: la universidad sería distinta, sería el punto de quiebre para pensar y accionar por cuenta propia. Y con todo el miedo a flor de piel, no tenía otra opción que continuar a la siguiente etapa.

¿Cuáles fueron los principales retos en la universidad?

Moni: Al entrar a la universidad, desde mi propia experiencia, enfrenté varios retos y tensiones internas. Yo comencé antes de la pandemia, por lo que tuve un año normal, donde apenas estaba agarrando ritmo y haciendo amigos. Sin embargo, cuando llegó la pandemia, todo cambió de repente. Recuerdo que ese periodo fue muy pesado para mí, especialmente por las materias que estaba cursando, que requerían hacer investigaciones de mercado y entrevistas presenciales. Como no podía reunirme con personas debido a la pandemia, me encontré en una situación de mucho estrés. Intentábamos hacer todo por Zoom, pero en ese entonces la plataforma todavía no era tan conocida, lo que complicaba las cosas. Además, sentía que no había mucho apoyo por parte de los profesores, ya que nos decían que debíamos resolverlo nosotros mismos, lo que aumentó la presión.

Cuando regresamos a las clases presenciales, me encontré con otro reto. Los amigos que había empezado a hacer antes de la pandemia ya no estaban tan cercanos, algunos habían hecho nuevos grupos. Esto me hizo sentir fuera de lugar, como si estuviera entrando de nuevo a la universidad. Hubo un tiempo en el que me sentía bastante sola, pero eso también me impulsó a buscar nuevos espacios. Me dije a mí misma que, después de perder un año y medio debido a la pandemia, quería aprovechar al máximo la experiencia universitaria. Comencé a inscribirme en talleres que ofrecía la universidad, y eso fue un cambio importante.

Esos talleres me ayudaron mucho, porque empecé a sentirme más acompañada. Conocí a personas involucradas con el bienestar estudiantil, como psicólogas y otros profesionales que estaban interesados en cómo nos estábamos sintiendo tras la pandemia. A partir de ahí, todo fue mejorando. Fue un proceso gradual, pero la clave fue que yo misma tuve que buscar esos espacios. No fue que alguien se acercara a mí o que existiera un lugar específico donde me acompañaran; fui yo quien tuvo que salir y buscar ese apoyo. Si no lo hubiera hecho, creo que seguiría sintiéndome sola.

Lo que me motivó a salir y buscar esa conexión fue la sensación de aislamiento durante la pandemia. Me sentía sofocada por la soledad, y aunque pasaba tiempo con mi familia, estar tanto tiempo juntos generaba tensiones. Llegué a un punto en el que sentía que necesitaba salir, explorar, y vivir nuevas experiencias. La pandemia me llevó a tocar fondo, a sentir que estaba atrapada, y eso me impulsó a buscar algo diferente, a disfrutar realmente de la experiencia universitaria. Sentía que sólo asistir a clases y hacer lo necesario no era suficiente para sentirme viva. Necesitaba algo más, algo que me hiciera sentir que estaba aprovechando al máximo esta etapa de mi vida.

Sophi: uno de los principales retos que enfrenté fue darme cuenta de que lo que yo creía que quería para mi vida no era realmente lo que en el fondo necesitaba. Al principio tenía una idea muy fija de lo que deseaba hacer, un plan bastante estructurado, pero poco a poco me fui dando cuenta de que este no coincidía con lo que realmente me haría sentir plena. Experimenté esa sensación de que, aunque estaba logrando cosas, me faltaba algo más. Esta inquietud me acompañó desde los primeros semestres y fue un desafío constante. 

Una de las pocas cosas que me hizo sentir realmente conectada con la experiencia universitaria durante la pandemia fue la formación ignaciana. Las conversaciones que tenía en ese espacio iban más allá de los aspectos técnicos de mi carrera, que, aunque son importantes, no siempre me llenaban. Me ayudó mucho poder hablar de temas más allá de la ciencia o los números, y sentir que estaba explorando algo más profundo sobre mi propósito en la vida. 

En varios momentos, me di cuenta de que lo que la carrera me ofrecía de manera convencional —como trabajar en la industria o en investigaciones con fines de lucro— no era lo que realmente me interesaba hacer, sino trabajar por un bienestar común directamente con las personas y las comunidades. Este conflicto entre seguir el camino establecido y buscar algo más acorde a lo que me siento llamada lo trabajé en los espacios de acompañamiento, donde estoy explorando cómo crear una vida que se parezca más a lo que yo deseo sin cerrarme a oportunidades que pudieran acercarme a mis metas, aunque no se alineen al cien por ciento con lo que busco. 

El acompañamiento que recibí fue clave para encontrar claridad. Participar en grupos donde otras personas compartían sus experiencias y emociones me ayudó mucho. Escuchar cómo otros lidiaban con situaciones similares a las mías y cómo buscaban soluciones me dio herramientas para entender que está bien ir ajustando mi rumbo, tomar decisiones con calma, y permitirme cambiar de opinión si algo no me hacía sentir bien. 

Además, tuve la oportunidad de asistir a un campamento de interioridad que me ayudó a pausar y reflexionar sobre mi camino, permitiéndome ver que puedo tomar las cosas paso a paso. Fue un proceso de mucha introspección y de darme permiso para elegir lo que realmente me llena, aunque sea distinto a lo esperado. 

Uno de los momentos críticos más importantes que viví durante mi paso por la universidad fue darme cuenta de que había relaciones en mi vida que no me estaban sumando, aunque eran relaciones que valoraba mucho. Surgió un conflicto interno entre el deseo de no soltar a esas personas debido al pasado que compartíamos y la necesidad de protegerme de dinámicas que ya no me hacían bien. 

Poner límites fue una de las crisis más difíciles que enfrenté. Aprender a decir «no» y a establecer barreras es algo que me sigue costando, pero es muy necesario para mi bienestar. Me di cuenta de que, aunque me importaban mucho esas personas, había momentos en los que terminaba sintiéndome agotada y desconectada de mí misma después de estar con ellas. Sentía que debía cuidar cada cosa que hacía o decía para ajustarme a la idea que tenían de mí, lo que me generaba mucha tensión interna. Fue en ese proceso que me di cuenta de que debía de poner límites, hablarlos y permitir que estas relaciones cambiaran según fuera necesario. El acompañamiento que recibí fue fundamental para atravesar esta etapa y me ayudó a entender que está bien priorizar mi bienestar, incluso si eso significa cambiar la forma en que me relaciono con ciertas personas. 

¿Cuáles son los rasgos que valoran del acompañamiento espiritual que han recibido? 

Ale: La metáfora que tengo en la mente es la de un árbol: crece, sus ramas aspiran alcanzar el sol, incluso ante las dificultades que se puedan presentar, pero no olvida sus largas raíces que se alimentan de las propiedades de la tierra. Ahí está la relevancia del acompañamiento, creo que el aporte principal es el de ayudar a mantener la tierra fresca y fértil.

Sophi: He aprendido que el acompañamiento no se trata de ofrecer soluciones rápidas o de afirmar que todo estará bien. Lo más valioso que encontré en mis acompañantes fue su capacidad de reconocer sus propias limitaciones y, desde ahí, compartir sus experiencias sin imponerlas como la única verdad. Me ofrecieron una especie de «certidumbre en la incertidumbre», donde no me daban respuestas definitivas, sino que me acompañaban en mi proceso, reconociendo que, aunque ellos tuvieran más experiencia, no necesariamente tenían todas las respuestas.  

Ese espacio de acompañamiento que crearon, donde podía ser vulnerable sin miedo a ser juzgada, fue crucial. Sentía que podía compartir mis luchas internas, mis dudas y mis equivocaciones, y al hacerlo, me ayudaron a ver las cosas con más claridad. No me decían qué hacer, sino que me devolvían lo que yo misma estaba expresando, como un espejo. Así, siempre salía de esos encuentros con más claridad y dirección, no porque me dieran respuestas, sino porque me guiaban a encontrar las mías. 

Me gusta mucho la idea de que el acompañamiento te ayuda a «crecer en tu propio color», como un proceso de descubrimiento personal. No se trata de cambiar quién eres, sino de encontrar y cultivar lo que ya llevas dentro. Eso es lo que he experimentado: un acompañamiento que me ha ayudado a conectar profundamente conmigo misma, con los demás y con la realidad. Es un espacio de amor y seguridad donde puedo reconocer mis errores y redirigir mi camino, siempre desde un lugar de cariño y comprensión. El acompañamiento es como un «morralito». Durante mi tiempo en la universidad, he ido recogiendo herramientas, ideas y experiencias que otras personas me han ofrecido, y todo eso lo guardo en mi morralito para usarlo cuando lo necesite; ese morralito se ha convertido en algo que me ayuda a transitar este camino lleno de baches, giros inesperados, y hasta montañas rusas.


Foto de portada: CUI-ITESO

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