La amistad como espacio para explorar la espiritualidad

En la juventud cada decisión que tomamos hilvana y proyecta parte importante del curso de nuestra vida. Es una etapa privilegiada y decisiva, pero también llena de tensiones y contradicciones: sentimos un fuerte impulso de hacer y crear, pero a pesar de las ideas, la energía y el tiempo disponibles no siempre logramos alcanzar todo lo que deseamos.

Actuamos con la audacia de desafiar al mundo, pero cargamos con la inseguridad de buscar validación. Soñamos con una vida mejor, pero nos entrampa la fugacidad del tiempo y el paradigma cultural que sugiere que, para alcanzar ese futuro anhelado, debemos consumir y obtener. Como dice la canción «La belleza», de Luis Eduardo Aute: «El combate es la escalera» y, para salvarse, hay que trepar a lo más alto. Vivimos pues, con la convicción de que la vida puede ser buena y bella, pero con la preocupación de que el fracaso y la desesperanza terminen por imponerse.

A veces nos encontramos solos, pero también aparecen personas que nos ayudan a navegar en medio de estas encrucijadas. En mi caso, creo que los vínculos son los que me han permitido transitar hacia preguntas existenciales que apelan a la identidad —quién soy yo y cuál es mi lugar en el mundo— y a la alteridad —quiénes son los otros y cuál es mi responsabilidad ante ellos—. En este texto, en primer lugar, propongo una serie de reflexiones que ayuden a recuperar el valor espiritual de esta experiencia y, en segundo, presento algunas claves que, para mí, han sido de ayuda en el acompañamiento a jóvenes, desde la noción y el valor de la amistad espiritual. Pienso que no es casual que los relatos del Evangelio muestren un cambio radical en la experiencia humana de los primeros apóstoles cuando Jesús se rehúsa a llamarles siervos y les llama amigos (Jn 15:15). Tampoco creo azaroso que san Ignacio sugiera en el examen de consciencia dialogar con Jesús «como un amigo habla a otro amigo» (EE 54).

Hay algo misterioso en la amistad. Por ello planteo que ésta desempeña un papel importante en la vida de interioridad y en el camino espiritual de una persona. He decidido entrelazar mi experiencia con algunas ideas de pensadores que han mostrado rasgos importantes de este fenómeno. Espero que este enfoque permita apreciar la profundidad y la relevancia, en general; y en particular, de la amistad espiritual para la vida ordinaria, ese lugar en el que germina la experiencia de fe y de entrega a las y los demás.

Amistad e intimidad

Hay dos personajes de la antigua Grecia que siempre me han parecido fascinantes: Arquímedes de Siracusa, un científico de múltiples campos del conocimiento, entre ellos la física, y Ariadna, un personaje mitológico.

El primero fue un gran estudioso de la mecánica de las palancas y, según los relatos, a él se le atribuye la frase «dame un punto de apoyo y moveré el mundo». Ariadna, por su parte, aparece en los avatares de la mitología griega como una figura que destacó por su inteligencia y astucia para ayudar a Teseo a entrar y salir de un laberinto, utilizando un ovillo de hilo atado a su dedo. Tener un punto de apoyo o un punto de referencia seguro para mover algo que parece inamovible y contar con la compañía de alguien para transitar por lugares desconocidos es lo que me representan estos dos personajes. Y, como se sospechará, son estas dos figuras las que para mí simbolizan la amistad.

Pero ¿dónde conviene ubicar esta experiencia y cómo caracterizarla? ¿Podemos experimentar este tipo de vínculo con cualquier persona? ¿Todos los vínculos que denominamos de amistad son iguales? ¿Cabría alguna diferencia entre unos vínculos de amistad y otros?

Foto: © Dani Salfer Salazar, Cathopic

Para responder a estas preguntas conviene partir de una idea clave, a saber, que la experiencia de amistad no ocurre en el ámbito de lo público sino en lo privado. Es decir, la amistad es un vínculo que se da en la esfera de lo privado y se relaciona con la intimidad de una persona. García Morente ya había distinguido con gran acierto que nuestra vida se mueve en dos capas: una exterior y otra interior. Mientras en la capa exterior la relación es de todos y de nadie, en la capa interior la relación es única y concreta, y se da entre dos vidas que fluyen en un mutuo conocerse y procurarse. En la capa exterior de nuestra vida, o el ámbito público, la interacción se da de manera abstracta y anónima, esto es, se mueve en conceptos genéricos y universales como las profesiones, los roles y convenciones aceptadas y mecanizadas, donde no hay un yo y un tú, sino un cliente, un funcionario, un servidor. En cambio, en la capa interior de nuestra vida, o el ámbito privado, la relación es personal y lo que importa no es saber lo que hace, a qué se dedica, cuáles son sus costumbres, etcétera, sino saber quién es esa persona y colaborar vitalmente con ella.

En la vida privada, o la capa interior, conocer a una persona no quiere decir saber que es «una» persona, sino saber «quién» es esa persona. Esto quiere decir que quien conoce íntimamente a otra persona no sólo sabe que vive, sino también lo que vive, lo que le pasa y el modo en que pasa por la vida. A diferencia de la vida pública, en la vida privada o íntima conocer a otra persona supone una sola cosa: incursionar en la vida del otro a través de reflexiones e investigaciones sobre cómo padece y experimenta la vida. Se trata de un conocimiento íntimo de la persona, un conocimiento de las vivencias o la manera en que vive y enfrenta la vida. Es en esta capa interior donde podemos ubicar la experiencia de amistad.

Dicho esto, ahora vale la pena distinguir que ese vínculo no se da del mismo modo. Y eso lo identificó muy bien Aristóteles, uno de los randes filósofos griegos que vivió en un contexto en el que la amistad ocupaba un lugar central en el imaginario social de las personas. En su época se valoraba la amistad en general, y él la clasificó de manera particular en tres tipos según el grado de intimidad y el fundamento que la sostiene, esto es, según la finalidad última que persigue esa relación: el placer, la utilidad o el bien.

Hay un tipo de amistad cuyo valor radica en el placer, esto es, en lo agradable que se encuentra en la otra persona o lo que se comparte con ella. Si hacemos un ejercicio imaginario y nos remontamos a la infancia, podremos identificar que tener un amigo o amiga significaba jugar juntos, compartir espacios de ocio, compartir alimentos, golosinas, pasatiempos, etc. Así pues, la amistad en este sentido tiene como finalidad experimentar la vida como algo agradable, saborearla y disfrutarla con alguien.

Pero el placer o el gusto por la vida y la experiencia de compartirla no es la única forma de experimentar la amistad. También solemos decirle amigo o amiga a la persona que está disponible para mí, que me puede dar algo, que me puede ayudar para algo o que puede ser de utilidad. La amistad aquí no tiene su valor especialmente en lo estético sino en lo pragmático.

Pero Aristóteles logró identificar que había otro tipo de amistad cuyo valor no radicaba en el placer ni en la utilidad. Él consideraba que, además de lo estético y lo pragmático, había un tipo de amistad que tenía un carácter moral. Y es que, en efecto, hay amistades que no sólo nos hacen sentir bien y nos apoyan, sino que asumen un compromiso y responsabilidad ante nuestra persona; son relaciones en las que alguien se implica de tal modo que impulsa, sana, salva y recrea a la otra persona. Y este tipo de vínculo podríamos denominarlo espiritual, el cual tiene como fin no el placer ni la utilidad, sino el bien. Este tipo de vínculo es al que ahora me quiero referir como fundamental para el conocimiento personal y el desarrollo espiritual.


«Son relaciones en las que alguien se implica de tal modo que impulsa, sana, salva y recrea a la otra persona».

Amistad espiritual

Hay diferentes metáforas que se han hecho de esta experiencia de amistad. Una de ellas es del poeta alemán Johann Wolfgang von Goethe, quien planteaba que, gracias a la amistad, el mundo se tornaba en un jardín habitable: «El mundo parece muy vacío si lo imaginamos sólo lleno de montañas, ríos y ciudades; pero sabemos que aquí o allá hay alguien que está en sintonía con nosotros, alguien con quien seguimos viviendo en silencio; esto, y solamente esto, hace que la tierra sea un jardín habitable». La otra metáfora es de Rainer María Rilke, quien resaltaba que la patria no era aquel lugar en el que se vivía, sino el lugar en el que había personas con un grado de intimidad y confianza tal que permitían sentir arraigo o identidad: «Mi patria está repartida por aquí y por allá, allí donde tengo amigos»

Según estos dos poetas, la amistad genera un efecto peculiar: modifica nuestra manera de percibir el mundo y de percibirnos en él. Sin un vínculo de aprecio o estima, sin un «eje de resonancia», como diría Hartmut Rosa, los hilos del mundo pueden parecer rígidos y mudos. El mundo puede percibirse como «una serie de peligros imponderables e irritantes molestias», y nosotros como arrojados y expuestos a él. Sin embargo, la experiencia de amistad transforma esta percepción. En lugar de sentirnos ajenos o fuera de lugar, el mundo se vuelve habitable y la vida se experimenta acompañada, con otros, como parte de otros y otras, como una vida que es de alguien y para alguien. La experiencia de estar en el mundo ya no se siente aislada, sino conectada, arraigada, ligada; en lugar de repulsión y exposición, hay resonancia: el mundo tiene voz y me pide respuesta, la vida deja de limitarse a mi propia existencia y se siente compenetrada y comprometida con los demás, con algo más.

Creo que la amistad nos impulsa a trascender nuestra propia individualidad. Y estaría de acuerdo con Platón en afirmar que en esta experiencia «resplandece una chispa del misterio divino». Pero ¿qué es lo que convierte este tipo de vínculo en una experiencia casi divina? O, dicho de otro modo, ¿cuál es el rasgo espiritual que está latente en esta relación?

Hay tres aspectos que, para mí, caracterizarían una amistad espiritual: pensar y sentir con alguien, confrontar y buscar la verdad en lo cotidiano, y crear y recrear la vida desde la verdad y hacia la verdad.

Pensar y sentir la vida con alguien

Pocas veces tomamos distancia o nos despegamos de lo que padecemos y experimentamos. También, pocas veces nos preguntamos sobre el valor y el sentido que algunos acontecimientos le imprimen a nuestra vida. De hecho, la mayor parte del tiempo estamos envueltos, ocupados, inmersos en el día a día. No nos detenemos a pensar sobre lo que nos pasa ni en cómo vivimos: no pensamos la vida sino simplemente la vivimos.

Foto: © mariavs, Cathopic

Pensar a solas y envolverme en mis pensamientos, para mí, suele ser desgastante y agotador. Pero al dialogar con alguien, contar con la mediación de una persona de confianza, ha sido una experiencia de liberación y recreación. Y es que el diálogo con alguien que apreciamos introduce algo inédito en nuestro mundo interior: no sólo mayor consciencia de los pensamientos y sentimientos que moran en la interioridad, sino también la mirada amable de alguien diferente. Para mí, ese ha sido uno de los rasgos más reveladores de la amistad: es un espacio privilegiado para generar mayor conexión con el mundo interior y traer a éste la mirada amorosa de alguien que no soy yo.

Confrontar y buscar la verdad en lo cotidiano

Esa mirada distinta a la mía, en muchas ocasiones, fue la que me ayudó a cuestionar pensamientos, ideas e imágenes sobre la vida. Me ayudó a confrontar si las imágenes que me hacía del mundo y de la vida tenían veracidad, si les faltaban matices, consideraciones, o algo más: amplitud y profundidad. Incluso, me atrevería a confesar que esa mirada amable, en más de una ocasión, me salvó de mí: de mis sesgos, mis tendencias, mis bloqueos o de mi conformidad; me ayudó a revelarme contra la ignorancia, la negligencia y la desesperación. Y más importante aún, me impulsó a buscarmás, a mantenerme en apertura, a no huir de las situaciones embarazosas, a no evadir la confusión y a no despreciar las experiencias que causan desazón.

Recuerdo, por ejemplo, cuando la muerte de mi hermano irrumpió en mi vida. Al principio me sentía no sólo desconcertado sino desorbitado. Esa sensación se mantuvo por varios meses. Y Miguel, una persona a la que aprecio mucho por su sencillez y ternura, me solicitó reunirnos cada tres días por un lapso de cuarenta minutos, sólo para estar al pendiente de mí. Durante las primeras veces nos sentábamos a mirar el horizonte sin pronunciar palabra alguna. Yo no tenía interés en explicar, justificar o tratar de entender el acontecimiento de la muerte. El silencio se hizo frecuente en nuestros encuentros. Él nunca preguntó absolutamente nada, tampoco intentó aconsejar, indicar o prescribir nada. Sólo se hizo presente. Después de unas semanas descubrí que las raíces de mi ser se habían trastocado y que quizá nada podía resarcirlas, sin embargo, sabía que había alguien ahí, habitando conmigo, ese momento caótico y de profunda confusión.

Al tropezar con lo que nos desconcierta, como bien apuntaba el jesuita Masiá Clavel, no sólo surge la necesidad de saber a qué atenernos sino también la necesidad de saber de quién fiarnos, de quién nos podemos apoyar.

Crear y recrear la vida desde la verdad y hacia la verdad

Hay ideas que adoptamos sin cuestionar y sin tomar en consideración la fuerza y el alcance que tienen para nuestra vida interior. Muchas se convierten en creencias y nos conducen, sin que de nuestra parte haya oposición. No obstante, en la experiencia cotidiana hay trozos de verdad de gran valor y que requieren de atención. No sólo porque emergen de lo que la vida nos va mostrando, sino porque, cuando se descubren, limpian creencias erróneas, movilizan a la acción y nos permiten sostenernos en medio de las dificultades y el cambio. Esos trozos de verdad son, a mi parecer, los que trazan con mayor fuerza la dirección y la actitud con la que nos conducimos en la vida. Son verdades que, así como el proceso de nacimiento, emerge de adentro hacia afuera, en un proceso de creación interior y que se traduce después en acción.

Vivir es saber moverse. Y la verdad que moviliza y es determinante para la vida es la que se descubre desde el interior. Este esfuerzo de intelección y de búsqueda de la verdad es, quizá, la tarea más grande que, desde hace miles de años, hemos emprendido como humanidad.

Sócrates planteaba que pensar la vida comienza siendo una tarea en soledad y que, cuando nos topamos con algo que nos desconcierta, inevitablemente descubrimos que requerimos a otras personas, no sólo para apoyarnos en ellas, sino para pensar o inteligir la vida y buscar la verdad. En mi experiencia, para emprender esta labor, he necesitado de un eco de mí, de un interlocutor. Este eco e interlocución, principalmente, ha sido habilitado por la experiencia de amistad.

Reflexión final

Con lo dicho aquí, he sugerido que la amistad ejerce una influencia determinante en nuestra vida: es decisiva para sostener y cargarla, pero especialmente aporta elementos para la configuración de nuestra identidad. Ayuda a moldear nuestras opiniones, valoraciones, decisiones y acciones, y de manera especial construyen un espacio íntimo para el autodescubrimiento, para explorar y desafiar nuestros modos de ser, actuar y valorar el mundo.

Personalmente, el diálogo con amigos me ha permitido hacer una pausa, poner entre paréntesis el mundo exterior y captar lo que ocurre en mi mundo interior. Gracias a las conversaciones, he tenido la fortuna de emprender una investigación sobre el estilo y la dirección que va tomando la vida. Y es que esos espacios han sido una oportunidad para asumir seriamente la tarea de pensar la vida y trastocarla; de hecho, han sido espacios que me han permitido pasar de un modo de vivir inmersivo a uno reversivo y, a veces, también subversivo, toda vez que ha significado una rebelión contra el flujo corriente y ha sido una revelación contra la inmediatez.

Creo que la amistad hace que el mundo deje de vivirse como preocupación y comience a vivirse con una convicción: que la vida, esta vida que habito y comparto, puede ser vivida, al menos modestamente, de manera más responsable y un poco mejor. Tal vez esta esperanza es la que Platón reconocía de divino en el vínculo de amistad. Y es esta esperanza y convicción la que actualmente orienta el trabajo que realizo con jóvenes.

Agradezco a Miguel, Ronal, Uriel, Arturo, Héctor, Pedro, Fernando, Celeste, Elvia, Claudia y tantas personas más que me han regalado esa experiencia de amistad espiritual.

Para saber más: 

Belli, L. F., & Suárez, D. (2023). Filosofía de la amistad. Experiencia, sentido y valor de nuestro vínculo más libre. Taurus.

García, M. (2001). Ensayo sobre la vida pública y privada. Ediciones Encuentro.

Rosa, H. (2020). Resonancia. Una sociología de la relación con el mundo. Katz

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