Durante el periodo de noviciado dentro de la formación como jesuita, todo novicio vive la experiencia de peregrinación, que emula la vivencia de Ignacio de Loyola, el fundador. La finalidad de esta experiencia es no poner la confianza en nada ni nadie más que en el Padre–Madre buena que todo lo da. Es por eso que no se ha de llevar nada para el camino, «ni bordón, ni alforja, ni pan, ni dinero…» (Lc, 9,3).
Nuestra experiencia fue en Nogales, Sonora. Digo nuestra, ya que fuimos enviados tres compañeros jesuitas. Teníamos que hacernos vivir como trabajadores de las maquilas, sin presentar nuestros títulos o cualificaciones, además, nadie podría saber que éramos religiosos pues, al menos en México, se da un trato preferencial cuando eso se sabe.
Partimos a Nogales el Fofo, Genarito y yo. La Bondad del Señor comenzó a ser flagrantemente palpable al segundo día de nuestra llegada, mientras estábamos buscando algún lugar para dormir. En uno de esos patios comunes que tienen los conjuntos de torres de departamentos apilados, a los que llaman «pichoneras», vimos a una familia y nos acercamos a preguntarles si sabían de algún lugar para poder dormir o rentar. Juan, uno de los vecinos, nos previno rápidamente de buscar en otros sitios ya que, en esa parte de la ciudad, a los migrantes se les cargaba de droga y se les obligaba a saltar la frontera para pasar el cargamento. Tal fue su preocupación que se ofreció a llevarnos a buscar algún lugar. Subió a tres desconocidos a su coche y nos llevó de un lugar a otro. Recorrimos siete lugares hasta encontrar una pequeña casita duplex, que resultó estar en renta por un primo suyo. Durante la búsqueda, su celular sonaba cada tanto, pues la familia de Juan estaba preocupada, como es lógico en un país con mas de 111 mil desaparecidos, al menos en cifras oficiales.
Durante toda nuestra estancia en Nogales Juan, Selene, su esposa, y sus niñas fueron como una familia para nosotros. Nos invitaban a comer a su casa pues «se ha de sentir feo estar lejos de las personas que quieres», nos decían. También nos ayudaron a conseguir trabajo en la misma maquila en la que ellos laboraban y los fines de semana, hasta nos invitaban a sus celebraciones. Ellos eran cristianos de la rama protestante. Nosotros convertimos esos domingos de celebración a su modo, en nuestra eucaristía.
No obstante, el momento álgido vino al final de la experiencia. Tanto había sido el bien recibido, tantos los momentos y el amor compartido con nosotros, que nos parecía injusto marcharnos así sin más, sin decirles quiénes éramos en verdad.
Cierto día, ya para terminar la experiencia, decidimos comprar unos pollos asados para invitarlos a comer y contarles de nosotros. Comenzó Genarito a contarles poco a poco: «Tenemos que confesarles que somos religiosos jesuitas, que nos conocimos en Ciudad Guzmán, que no queremos ir a Estados Unidos, vinimos por una experiencia como parte del noviciado…».
Los rostros y las expresiones de la familia fueron cambiando, pasaban del asombro, a la compasión, a la tristeza, al enojo.
«Lo que más me entristece —nos dijo Juan— es que pertenecen a esa Iglesia y además llevarán a otros al infierno, porque en la Biblia está escrito… Los católicos adoran a la virgen y eso es blasfemia… ¡Nos mintieron! Sí, sí, así son los católicos».
Durante algunos minutos tratamos de esclarecer el asunto, de debatir puntos doctrinales, tratamos de argüir, explicar, detallar, analizar, especificar, nombrar, y mientras más nos adentrábamos, paradójicamente nos topábamos con cuestiones insalvables que ponían en duda nuestros y sus porqués.
Pero lo cierto es que nos habíamos querido, que nos ayudaron cuando lo necesitamos, que nos sentimos como familia aunque teníamos tres meses de conocernos. Lo que era indudable era que nos han abierto las puertas de su corazón y nos habían dejado entrar.
Ante esa evidencia apodíctica, no hubo más que callar, no hubo necesidad de seguir precisando, puntualizando, dirimiendo. Bastó el silencio, llana garantía de la certeza de haber encontrado la perla del Evangelio.
Muchos años después me casé con una chica también protestante. ¿Cómo puede ser posible un matrimonio así? —nos preguntan—, ¿no tienen discusiones por cuestiones doctrinales?
Yo contesto que en donde convergemos diariamente es en el silencio, sea contando la respiración, sea repitiendo el nombre de Jesús o los 99 nombres de Alá. En el silencio nos encontramos.
Con base en estas experiencias, me parece que el camino del silencio es una vía para el encuentro entre lo que aparentemente se presenta como irreconciliable. El Zen, por su desnudez, pone al ejercitante rápidamente a la intemperie y lo deja ahí; eso me parece que es una vía expedita, aunque no fácil, de darse cuenta de sí para abrirse al encuentro con los otros, y permite a los hombres «verse como árboles y ver todo con claridad» (Mc 8, 22–26).
En las siguientes entregas iré haciendo una comparación entre la práctica del Zen y la tradición cristiana, de modo que podamos darnos cuenta de cómo ambos caminos convergen a lo esencial.
Foto de portada: Carlos Daniel-Cathopic.
5 respuestas
Roberto,tu artículo ilustra bien el poder del silencio.
Saludos.
Tengo el regalo de haber sido acompañada por Roberto, en ejercicios. El texto me conmovió, pues habla del verdadero Amor de Jesús, y cómo a veces, ese Amor puede separar o unir, por cuestiones de religión, lo único que verdaderamente es real, es el infinito AMOR, gratuito, del Señor Jesús, y que se plasma en esa vivencia, gracias Roberto, por compartir. Bendiciones 🌿
Tuve el regalo de acompañamiento de Roberto en ejercicios. El texto en verdad me conmovió, la solidaridad y cuidados de extraños a extraños, pero al fin hermanos. Y cómo la religión puede separar o unir, la verdad del Amor gratuito del Señor Jesús, más allá, de cualquier creencia nos hermana y el Silencio nos une, a veces, basta callar, para escuchar la voz del otro, y la Voz de Quién nos ama profundamente, de nuevo gracias
Muchas gracias por compartir la experiencia, realmente muy interesante y lindo testimonio, conmocionador, e interpela además.
Un abrazo y muchas bendiciones en tu camino, vida y ministerio, extensivo a tu familia.
Tenemos algo en común, en mi caso la experiencia silente, fui monje trapense por 5 años y viví casi un año de experiencia benedictina, de ello podemos luego charlar, aparte algo de práctica zen que incluyo en parte de mi espiritualidad o crecimiento interior.
Siempre subrayaré un sabio pensamiento del conocido teólogo contemporáneo, uno de mis preferidos reconozco de hecho, Karl Rahner, quien creo además fue jesuita, y sujería que el cristiano (o el creyente en general) del futuro será un místico o no será.
*No se si sabes que, por derecho canónico, un religioso de la Compañía de Jesús puede trasladase libremente a la Trapa(Cistercienses de la Estricta Observancia) y viceversa (de trapenses a jesuitas), de modo directo digamos. Luego, el Papa Bergogio, o Francisco I es jesuita; el póstumo teólogo Ratzinger, pontífice predecesor suyo, era oblato benedictino, aparte de músico, parte en común con un servidor.
Bueno, hermano, de nuevo gracias por tu enriquecedora experiencia compartida.
Un cordial abrazo,
Salvador
Me llena de gracias ésta convivencia. Han predicado con ejemplo de humildad