Un dolor real: el amor como camino

Cuando la abuela murió dejó a su familia un legado de silencio y profundidad respecto de Lublin, la ciudad polaca de la que huyó a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Dejó también dinero para que Benji y David, dos de sus nietos, primos entre sí, visitaran el campo de concentración de Majdanek, a sólo unos kilómetros de la ciudad, y pudiesen tener una entrada para mirar, sentir y gustar la vida, el dolor, la esperanza y la búsqueda de su pueblo, el judío, que forjó el carácter y el amor de su abuela. 

Un dolor real (2024), del director Jesse Eisenberg, podría definirse como una película de camino. No tanto el camino a través del océano para llegar de uno a otro continente, sino el camino que Benji y David emprenden, enrolándose en un «viaje de memoria», hacia su propia identidad, sus personalidades, sus decisiones, sus obstáculos, sus frustraciones, todo aquello que viene a configurar su vida y que les hace compañeros de las otras personas a quienes encuentran también en ese viaje: Marcia, que enfrenta su propia pérdida por el abandono inesperado de su esposo; Mark y Diane, que quieren rendir homenaje a su pasado familiar; Eloge, que se ha convertido al judaísmo porque ha encontrado ahí una manera de conectar, recibir y orar la historia de genocidio en su propia tierra, Ruanda, y James, el guía del viaje que, sin ser él mismo judío, quiere contar aquella historia con todo el respeto y la veneración que pueda alcanzar. El breve camino que comparten estos personajes mostrará la posibilidad de que, por un momento, todos ellos puedan estar honrando, llorando, admirando y dejándose silenciar por una historia común que es imposible develar del todo.

En la sencillez de la historia se refleja una compleja intimidad. La de Benji atenta a cada detalle (en los ojos expresivos de Kieran Culkin justamente premiado con el Oscar), explota aquí y allá, sin una composición calculada y consistente, reflejando la importancia de cada una de las cosas, de cada vida, de cada memoria. En su mirada se renueva la dignidad de lo que podría pasar inadvertido, de los pequeños signos en que reconoce el desbordamiento de la vida, y también se reduce lo solemne y monumental, para que pueda dar paso a los sueños y deseos que podemos tejer en sus recovecos. Pero su honestidad saca también a la luz, muchas veces perturbando a sus compañeros, lo que todavía no está listo para ser iluminado, para quedar a la vista y frente a todos los demás.

David (un magnífico Jesse Eisenberg, también director y escritor de la película), por su parte, ha aprendido a poner un filtro a su intimidad, para que las cosas vayan según lo previsto y lo que puede anticipar. Así ha logrado darse la oportunidad de construir, de ofrecer seguridad y certeza, de cuidar de su familia, su esposa y su hijo, y de intentar cuidar de su primo, a quien ama profundamente y con quien busca siempre conectar. En Benji descubre la mirada que le devuelve a la franqueza de su vida, de su cuerpo, de sus intentos, que en este pequeño viaje que comparten van emergiendo poco a poco, brincando las fronteras del control, dejándole expuesto en su vulnerabilidad, en su impotencia y en un amor que busca, por todos los medios, acoger, comprender y amar.

Ésta es una historia que reconoce al amor como camino. No lo coloca como un sentimiento o una característica personal, sino que lo va siguiendo conforme avanza, crece, se profundiza, se detiene, aprende y se muestra, muchas veces llevando a los personajes fuera de los terrenos cómodos en que ya se encuentran, para invitarles a descubrir una mayor delicadeza para tratar con la complejidad de la existencia. En las butacas, nosotros, invitados a participar y atestiguar esta historia, también somos llevados a recorrer nuestro propio camino, ése que vamos haciendo al acompañar a David y Benji, y sus compañeros del grupo, entre los habitantes de esta ciudad polaca, los del pasado y los del presente, que intentan cuidarse y vivir a sólo unos kilómetros del campo de exterminio. Fue ésa la intención y el esfuerzo del pasado, es también la de los personajes que acompañamos en el presente, y tal vez, después de dejarnos formar la mirada, podremos reconocer también este camino con nuestros compañeros y compañeras en este momento que nos toca de la historia. ¿Cómo vivir y cuidar de la vida tan cerca del intento más cruel de acabarla?

Ambos primos tendrán que asumir sus propios caminos. Miradas abiertas a quienes comparten la sala de espera, decisiones para mejor amar y poder abrazar a quienes amas, bofetadas para reclamarnos la poca importancia que hemos dado a los momentos compartidos, piedrecillas colocadas para no olvidar, pero que no han de dejarse en lugares donde puedan poner en riesgo la vida y la salud de una anciana que se puede tropezar, la decisión de dejarnos libres y de asumir los riesgos de perdernos. Todo esto forma el tejido apretado de la vida, donde cada persona se teje, según su propio tiempo, su propia forma y libertad. Es un tejido que nos acoge y sobrepasa a todos, y pide por eso que aceptemos el dolor que su cuidado implica, si no queremos romperlo. Es el único dolor que vale la pena, el del cuidado, el de la vida: un dolor real.

4 respuestas

  1. Pedro, me gusta mucho tu reseña, tan bien escrita y tan llena de detalles, que recuperas de la película. Es una historia sencilla pero muy honda y humana. Gracias.

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