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atshepsut (Antiguo Egipto, siglo XV a.C.), Cleopatra VII (Egipto, 69–30 a.C.), Semíramis (Asiria, aprox. siglo IX a.C.), Tomyris (Masagetas, aprox. siglo VI a.C.), Wu Zetian (China, 624–705 d.C.), Boudica (Bretaña, aprox. 60–61 d.C.), Kandake Amanirenas (Reino de Kush, siglo I a.C.). Todas mujeres gobernantes o guerreras de la antigüedad. Ellas no sólo desafiaron las expectativas de su tiempo y enfrentaron grandes obstáculos para conservar su poder, sino que mantuvieron su nombre en la historia.
Definitivamente, en nuestra gran historia universal la cantidad de mujeres que detentaron el poder y ejercieron su autoridad es infinitamente menor que la cantidad de hombres que lo hicieron. Esto se debe a una combinación de factores sociales, culturales, económicos y políticos derivados de un sistema patriarcal que, durante milenios, establecieron barreras para que las mujeres alcanzaran posiciones de poder. En la mayoría de las sociedades, antiguas y medievales, los hombres ostentaban la autoridad en la familia, la política y la religión. Estas estructuras limitaban el acceso de las mujeres a la educación, los recursos y las oportunidades de liderazgo.
Debido a los roles de género tradicionales, en muchas culturas se esperaba que las mujeres se ocuparan del hogar y de los hijos, mientras que los hombres se desempeñaban en la guerra, el comercio y el gobierno. Esta división de género redujo la visibilidad y las oportunidades de las mujeres para participar y destacarse en el ámbito público. Además, las doctrinas religiosas y mitológicas, especialmente en las religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islam) han reforzado la autoridad masculina y la idea de una figura femenina tutelada. Así es como, según nos explica Judith Butler, se construyen los roles de género con los que las mujeres somos vistas como el «sexo débil», quedando desprovistas de todo poder social y político (El género en disputa, 1990).
Así fue como en los sistemas monárquicos la sucesión al trono seguía la primogenitura masculina, es decir, el derecho de los hijos varones a heredar antes que las hijas, o excluyéndolas por completo. En las monarquías los matrimonios entre las casas reales eran, y son todavía, utilizados como herramientas políticas. Las mujeres a menudo eran vistas como piezas en estos acuerdos matrimoniales para consolidar alianzas políticas o militares más que como posibles líderes. Por su parte, el poder político estaba estrechamente ligado al poder militar y el patriarcado también ha construido históricamente altas expectativas sociales sobre el papel de los hombres en la guerra y la violencia, es así que, si se creía que las mujeres no podían liderar un ejército, por tanto, no podían ejercer el poder político. De lograrlo, a menudo enfrentaban una resistencia significativa. Cronistas y escritores de sus épocas las desacreditaban por su género, lo que perpetuaba la idea de que no eran aptas para ejercer el poder.
Los movimientos feministas en los últimos dos siglos han ido ganando derechos sociales y políticos para las mujeres, desde la educación y el uso libre del espacio público hasta asegurar la posibilidad de participar en papeles de liderazgo en los gobiernos de sus países.
Es cierto, el que una mujer ocupe un espacio de liderazgo no significa que tenga poder. Tener poder no quiere decir que pueda ejercerlo con autoridad y tener autoridad no implica un avance para las demás mujeres. Trataré de explicarme en estas líneas.
El poder y la autoridad
El poder, en términos muy simplificados, es la capacidad de influir, controlar o dirigir los eventos, comportamientos y decisiones de individuos o grupos tanto en el plano personal como estructural, dependiendo del tipo de autoridad o control que se ejerza.
El poder político es la capacidad de una persona, grupo o institución para tomar decisiones y ejercer control sobre una sociedad o sistema político. Es la base de la autoridad en el gobierno y las instituciones políticas. Por su parte, en el contexto social, el poder se refiere a la influencia que una persona o grupo tiene sobre otros dentro de una sociedad, ya sea mediante la autoridad, la persuasión, el prestigio o el acceso a recursos. En términos generales, el poder implica la habilidad de ejercer autoridad o imponer la propia voluntad, incluso frente a la resistencia. Para Michel Foucault el poder está presente en todos los niveles de la sociedad y es inseparable del conocimiento y los mecanismos de control (Vigilar y castigar, 1975). Estas ideas son centrales en la filosofía de Foucault, quien revolucionó la forma de entender el poder no como algo ejercido de manera centralizada, sino como una fuerza omnipresente que opera a través de estructuras y prácticas cotidianas.
Por su parte, la autoridad es el derecho legítimo o reconocido para ejercer poder, influir o tomar decisiones dentro de una organización, sociedad o contexto específico. A diferencia del poder, que puede ser ejercido mediante la fuerza o la coerción, la autoridad implica un consentimiento y reconocimiento por parte de aquéllos que están sujetos a ella. En otras palabras, la autoridad es el poder aceptado socialmente y considerado legítimo, lo que le otorga una mayor estabilidad y sostenibilidad en el tiempo.
El sociólogo alemán Max Weber distingue la autoridad legítima del poder, en el sentido de que la autoridad implica un reconocimiento y aceptación por parte de los subordinados, mientras que el poder puede ejercerse sin este consentimiento, incluso mediante la coerción (Economía y sociedad, 1922).
Las mujeres y el poder político
Como argumenta la historiadora británica Mary Beard, los sistemas políticos y sociales han excluido a las mujeres de las esferas de poder durante siglos. Beard utiliza como ejemplo a la Odisea, de Homero, donde Penélope, la esposa de Ulises, es callada por su propio hijo cuando intenta intervenir en una conversación. Esta escena refleja cómo las voces femeninas eran activamente silenciadas en la esfera pública desde tiempos antiguos. Sin voz en el espacio público no se puede influir en los demás, es decir, no se puede tener poder político (Mujeres y poder: Un manifiesto, 2017).
No obstante, como mencioné al principio de este texto, algunas mujeres lograron ascender al poder en sociedades mayoritariamente patriarcales. La reina Hatshepsut asumió el título de faraón y gobernó con éxito durante más de 20 años, a pesar de las normas que excluían a las mujeres del trono. En Europa las mujeres también ocuparon posiciones de poder, aunque con frecuencia su autoridad era limitada o simbólica. Mandatos como el de Isabel I, de Inglaterra, y Catalina la Grande, de Rusia, demostraron que las mujeres podían ejercer el poder con gran habilidad, influyendo en las decisiones políticas y militares de sus naciones. Sin embargo, estas figuras eran la excepción en un mundo donde la política era abrumadoramente masculina.
«Con el auge de los movimientos feministas a partir del siglo XIX las mujeres comenzaron a exigir no sólo derechos civiles, sino también acceso al poder político».
Con el auge de los movimientos feministas a partir del siglo XIX las mujeres comenzaron a exigir no sólo derechos civiles, sino también acceso al poder político. El derecho al voto fue una de las principales demandas del sufragismo, y las mujeres lograron avances importantes en países como Nueva Zelanda (1893), Finlandia (1906) y Estados Unidos (1920). En México pudieron ejercer el voto hasta las elecciones de 1955. La segunda ola del feminismo en los años sesenta y setenta puso de relieve la necesidad de que las mujeres no sólo tuvieran el derecho a votar, sino también a ser elegidas para cargos públicos. Figuras como Margaret Thatcher en Reino Unido, Golda Meir en Israel y Sirimavo Bandaranaike en Sri Lanka se convirtieron en pioneras al ocupar los cargos más altos en sus respectivos países, desafiando las ideas tradicionales sobre el género y el liderazgo.
Sin embargo, estas experiencias no significaron un cambio en la forma en la que la autoridad es ejercida y mucho menos un verdadero avance en los derechos de las mujeres.
Beard sugiere que, a lo largo de la historia, el poder ha sido representado y entendido en términos masculinos. La imagen clásica del líder poderoso es la de un hombre, y las mujeres que aspiran a roles de poder a menudo son percibidas como una amenaza o anormales. En la cultura popular las mujeres poderosas frecuentemente son representadas como figuras siniestras, como brujas o malvadas, lo que perpetúa la idea de que el poder femenino es peligroso o antinatural. Este despojo simbólico ha impactado profundamente en cómo las sociedades perciben a las mujeres en roles de liderazgo y ha llevado a que muchas de ellas en la política y el liderazgo adopten estilos y posturas que imitan el poder masculino para ser tomadas en serio.
Judith Butler señala que las mujeres, al igual que los hombres, performan el poder y la autoridad de acuerdo con las normas sociales de género. En lugar de una diferencia esencial entre cómo hombres y mujeres ejercen el poder, Butler sugiere que las mujeres pueden ser presionadas a actuar de manera más masculina para ser percibidas como autoritarias (El género en disputa, 1990).
Además, como afirma Carol Pateman, contratos sociales que sostienen las democracias modernas también están fundados en un «contrato sexual» que garantiza el poder de los hombres sobre las mujeres y mantiene la subordinación femenina. Para Pateman, las mujeres que ejercen la autoridad a menudo se enfrentan a la contradicción de operar dentro de un sistema que está estructurado en su contra. Por lo tanto, ellas deben navegar entre estas estructuras mientras intentan subvertir las bases mismas de las relaciones de poder tradicionales (El contrato sexual, 1988).
Las filósofas y sociólogas feministas acuñaron entonces el concepto de «techo de cristal», que hace referencia a las barreras invisibles que impiden a las mujeres alcanzar posiciones de liderazgo, a pesar de estar cualificadas. Estas barreras no son explícitas ni legales, sino culturales y estructurales. En el ámbito político, los techos de cristal pueden manifestarse en la falta de redes de apoyo, la exclusión de las mujeres de las esferas de decisión o los estereotipos de género que consideran a los hombres más aptos para gobernar. En una importante autocrítica, hubo que reconocer que las mujeres, formadas en estructuras patriarcales, con modos patriarcales de ejercer la autoridad, podían romper los techos de cristal, dejando caer los vidrios sobre las mujeres que les proseguían.
La era de la paridad
Como la llegada de algunas mujeres a los espacios de poder político no aseguraba la justicia de género, sociólogas y politólogas como Anne Phillips, Amelia Valcárcel, Françoise Gaspard y la mexicana Marcela Lagarde han impulsado por todo el mundo la idea de la paridad, que se refiere a la igualdad en la representación de hombres y mujeres en los cargos de toma de decisiones y liderazgo dentro de las instituciones políticas. Su objetivo es garantizar que las mujeres y los hombres participen en condiciones de igualdad en la vida política, lo que implica que ambos géneros tengan una representación equilibrada en los parlamentos, gabinetes ministeriales, gobiernos locales y otras instancias de poder, con el objetivo de corregir las desigualdades históricas y estructurales que han marginado a las mujeres de los espacios de toma de decisiones, proponiendo que su presencia en estos espacios no sea una excepción, sino una norma.
En un sistema de paridad se asegura que al menos el 50% de los cargos públicos y de representación política sean ocupados por mujeres. Debe aclararse que las cuotas de género y la paridad no son lo mismo: las cuotas son apenas uno de los mecanismos para avanzar hacia la paridad. Estas cuotas obligan a los partidos políticos a incluir un porcentaje mínimo de mujeres en sus listas de candidaturas o en cargos de representación. Sin embargo, la paridad va más allá de las cuotas, aspirando a una representación igualitaria.
En muchos países la paridad de género ha sido instrumentada a través de reformas legales y constitucionales que obligan a los partidos y a las instituciones políticas a garantizar la representación equilibrada de hombres y mujeres. Phillips sostiene que la representación política debe ser más inclusiva y diversa, y que una política equitativa debe reflejar las características de la población, incluyendo el género, ya que es precisamente esta representación igualitaria la que evitará una visión sesgada de las políticas públicas.
La paridad de género en el poder político no sólo tiene implicaciones simbólicas, sino que también influye en la agenda política y en la toma de decisiones. Al aumentar la representación de las mujeres en espacios de poder es más probable que se aborden temas como la igualdad de género, los derechos reproductivos, la violencia de género y las políticas sociales que afectan directamente a las mujeres, en aras de vivir una democracia auténtica y plena, una democracia que sea inclusiva y representativa.
México es uno de los países pioneros en América Latina en incluir la paridad de género en la Constitución en 2019, lo que obliga a todos los niveles de gobierno a garantizar una representación igualitaria de mujeres y hombres en cargos de elección popular. Aunque las mujeres mexicanas obtuvieron el derecho al voto en 1953, fue a partir de los años noventa cuando comenzó a gestarse un cambio significativo en su representación política. Las cuotas de género, introducidas por primera vez en 1996, exigían que los partidos políticos incluyeran un mínimo de mujeres en sus listas electorales.
Este enfoque se fue perfeccionando con el tiempo y en 2014 la reforma político–electoral marcó un cambio radical al establecer la paridad de género en las candidaturas a cargos legislativos federales y estatales. Esto significa que los partidos están obligados a presentar el mismo número de candidatas mujeres y candidatos hombres, una medida que busca garantizar una representación equitativa. La paridad fue extendida en 2019 a todos los niveles del gobierno, incluyendo gabinetes, ayuntamientos y otros órganos de decisión.
Estos primeros años de paridad en el país han representado aprendizaje, avances y retrocesos.
Yo misma formé parte de un cabildo, el primero conformado en paridad en mi municipio. Reconozco en esa experiencia, pasados unos cuantos años, que como parte del nivel de decisión más alto del gobierno municipal nunca participé en la toma de decisiones fundamentales, como también reconozco que de esa administración se desprende un avance importante en la atención de las mujeres que sufren violencia, así como una ampliación importante en la reglamentación municipal para la igualdad sustantiva.
Hoy en México somos gobernados por una presidenta —después de 65 presidentes— y 13 gobernadoras. Además, las mujeres son mayoría en la legislatura federal. El gabinete federal está conformado en paridad, así como algunos estatales, los congresos locales y los cabildos municipales. Pero ¿esto cambia el acceso de las mujeres a la igualdad sustantiva? Todo tiene que ver con la forma en la que ejerzan su autoridad y cómo su ejercicio del poder tome en cuenta los problemas que nos aquejan a todas.
Gracias a la paridad, los derechos de las mujeres, la violencia de género y las políticas de cuidado han ganado relevancia en la agenda pública. Además, la presencia de mujeres en la política ha permitido una mayor visibilización de las problemáticas que las afectan, impulsando reformas que abordan la desigualdad de género. En la presente administración federal se conformará un sistema público de cuidados, ya que son precisamente estas tareas las que presentan el mayor desafío para el desarrollo personal, profesional y económico de las mujeres.
Nuevas estructuras de poder
Nancy Fraser, filósofa estadounidense, considera que las mujeres, al ejercer autoridad, deben hacerlo de manera que transformen las estructuras económicas y culturales que perpetúan la subordinación de las mujeres y desafíen las estructuras desiguales de poder. Para Fraser la autoridad no debe ser vista como una simple cuestión de representación numérica, sino que las mujeres deben tener poder real para redistribuir los recursos y promover la justicia social.
Esta tarea no puede hacerse sin reconocer y revalorar el papel de las mujeres en la historia. Esto implica que el ejercicio de la autoridad por parte de ellas debe estar acompañado de una conciencia histórica sobre cómo el patriarcado ha estructurado las relaciones de poder. Para Gerda Lerner, historiadora austriaca, el liderazgo femenino debe desafiar las normas tradicionales que excluyen a las mujeres y promover una nueva visión de poder que incorpore la equidad y la justicia (La creación del patriarcado, 1986).
El ejercicio de la autoridad por parte de las mujeres es un proceso complejo que está condicionado por las estructuras patriarcales, pero también es un área en la cual ellas tienen el potencial de redefinir el poder. Un estilo de autoridad más colaborativo e inclusivo que, mientras introduce avances para los derechos de todos y todas, redefinan nuestra concepción del poder y transformen profundamente sus estructuras y las normas sociales. Un estilo que no exija a las mujeres que se ajusten a un modelo de poder tradicionalmente masculino, sino que la naturaleza misma del poder sea más inclusivo, diverso y equitativo.
Sólo al hacerlo podremos superar las barreras que impiden que las mujeres ostenten el poder y lo ejerzan con autoridad sin ser percibidas como anomalías o excepciones.