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Ignacio Ellacuría, la verdad que se empeña

La muerte de Ignacio Ellacuría y compañeros jesuitas hace 34 años aún sigue albergando esperanza para la construcción de estructuras sociales incluyentes que elijan la paz por encima de la violencia y la reconciliación por encima de la venganza.

Entonces (1989) como hoy, las masacres de miles de inocentes siguen siendo un común denominador cuando los intereses de unos pocos se imponen en el orden político y económico.

«Hay que cuestionar los métodos, mas no la intención de la guerrilla» afirmaba el rector de la UCA, Ignacio Ellacuría, quien, en una permanente actitud de apertura y disposición al diálogo, fungió como mediador entre las fuerzas armadas del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional y el gobierno del presidente Cristiani. En otras palabras, entre el anhelo de justicia que tanta opresión generaba la dictadura instaurada en El Salvador y el uso de las armas y la violencia represiva, nunca legitimado, en una visión cristiana comprometida con la transformación social; que era la columna vertebral de la Universidad José Simeón Cañas como universidad de la Compañía de Jesús y, por ende, de Ellacuría y demás jesuitas asesinados.

La búsqueda de un acuerdo para la paz siempre trae consigo consecuencias y, a veces, el precio que se paga, se factura con la propia muerte. En medio de una encrucijada en la que Ignacio Ellacuría era el blanco perfecto, tanto para la guerrilla por creer que defendía los intereses de la dictadura como para el ejército por creer que pertenecía al Frente armado, el jesuita vasco y sus cinco compañeros, así como dos mujeres, Elba y Celina, que ayudaban en labores de limpieza de la UCA, se sembró una semilla de esperanza que perdura hasta nuestros días y cuya actualidad sigue penetrando los procesos de pacificación en regiones de extrema violencia en muchos países.

Las balas que los atravesaron hoy son signos de esperanza que advierten que otro horizonte puede asomarse, pero es necesario trabajar por construirlo.

Durante 31 años el asesinato de Ellacuría, sus compañeros y las dos mujeres a manos del ejército, bajo la orden del presidente Cristiani, permaneció impune y hubo muchos que se empeñaron en que así fuera, tal como muestra la película de Imanol Uribe Llegaron de noche, sin embargo, su juicio impulsado principalmente por el P. José María Tojeira, S.J., demostró en 2020 que la única intención no era que los culpables pagaran su condena sino insistir en que la justicia y el esclarecimiento de la verdad son condiciones indispensables para caminar en la dirección de la paz. Sin verdad y sin justicia no hay paz posible ni pensable.

«Es la verdad que se empeña, es la verdad que lucha por salir», canta en una escena de la película mencionada el P. Ignacio Martín Baró, «Padre Nachito». La verdad y no la mentira, la justicia y no el resentimiento, la paz y no la venganza, fueron las que, finalmente, lograron imponerse en el juicio en el cual resultó impugnado uno, de muchos otros elementos del ejército que mataron a los jesuitas en 1989 dentro de su residencia en la UCA.

Si el coronel sentenciado va a cumplir o no su pena es, por demás, irrelevante; lo que en verdad importa es el reconocimiento público de esos hechos atroces que, queriéndose esconder en la oscuridad, salieron a flote para iluminar la historia.

Dos reflexiones conviene compartir en este año en que se cumple el trigésimo cuarto aniversario de estos hechos históricos que abrieron una herida que, aunque ya no sangra, da cuenta suficiente de una memoria viva que no quiere ni puede rendirse.

Primero, la vida de Ellacuría y sus compañeros, como la de Elba y Celina, cada uno desde su trinchera y sus respectivos ámbitos de acción fue una que optó por desentrañar las causas últimas de la violencia que asolaba El Salvador en la década de los ochenta. No se conformaron con explicaciones superficiales ni oficialistas, tampoco justificaron acciones por intenciones geopolíticamente correctas y convenientes. Fueron más allá, pero tuvieron la prudencia de ver la realidad objetiva y penetrar en la historia como quien observa, cautelosamente, las pistas de verdad que hay en un lado y en el otro para tomarlas y reconstruir nuevos relatos y nuevas historias, las que son y las que fueron.

Ese «ir a las causas estructurales de la violencia» no avala ni el uso de más violencia con las armas ni la complicidad silenciosa; por el contrario, se sitúa del lado de la historia de quienes más sufren y de quienes menos tienen, porque ahí, como diría Ellacuría, en los pobres, es el lugar que ofrece verdad, la que se busca y la que se empeña en salir.

Hacer una nueva historia y, con ella, hacer liberación, es deber ineludible de un cristiano comprometido, como lo fueron los jesuitas de la UCA.

En segundo lugar, conviene resaltar que, tanto como rector como sacerdote, Ignacio Ellacuría concebía que la realidad histórica es el único sitio desde el cual se puede y se debe construir el Reino de Dios. Alejado de una visión adventista del Reino que lleva a una espera resignada, el filósofo vizcaíno invitaba a una realización plena de la historia como mecanismo de liberación de estructuras opresoras. En y desde la realidad es necesario «lanzar la historia en otra dirección» y «bajar al pueblo crucificado de la Cruz». No hay otro lugar que el lugar donde sucede nuestra vida y la de los otros, no hay otra historia que la que acontece, y por eso es necesario intervenir en ella. Su dinamismo intrínseco puede ser dirigido si nos empeñamos en encaminarla hacia la verdad y hacia la reconstrucción de la dignidad de cada persona y de cada pueblo.

Ni siquiera días antes en que su residencia fue cateada por elementos del ejército Ellacuría desistió de su convicción de estar llamado a transformar la realidad. Cuestionado por los de dentro y por los de fuera, por sus mismos compañeros por considerar imprudente su regreso a la UCA, que asumían los ponía en riesgo, y por los de fuera, por creerlo perteneciente a la guerrilla y, en consecuencia, una amenaza real y verdadera para la dictadura y el orden del bloque capitalista, Ellacuría no dudó, ni un segundo, ni ante el miedo ni ante las amenazas, ni ante el amedrentamiento ni los falsos prejuicios, que había que cambiar la historia.

Hoy, ante los acontecimientos que vive El Salvador, donde parecen primar más los fines que los medios, recuperar la figura de Ignacio Ellacuría y de sus compañeros jesuitas resulta del mayor interés, pues su muerte dio pie a una serie de acontecimientos que propiciaron acuerdos de paz. Ahí quedan su testimonio y su vida como ejemplos de que existen otros caminos posibles a la represión y a la fuerza pública.

Los mataron de noche, los recordamos de día para que no haya más noches de injusticias.

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