Se ha cuestionado mucho la perspectiva de Ignacio de Loyola sobre las mujeres, entre otras cosas por no haber fundado una rama femenina de la Compañía de Jesús, pero sobre todo por el lenguaje que utiliza para referirse a nosotras en ciertos pasajes de los Ejercicios Espirituales (EE). 

Sobre el primer punto no quisiera detenerme mucho, solamente me gustaría dar algunas pinceladas, ya que existen demasiadas conjeturas al respecto y sería casi imposible llegar a concluir algo seguro. Algunos jesuitas argumentan que durante el momento histórico en el que se establece la orden, existía un mandato canónico, un compromiso de tutela de las congregaciones masculinas hacia sus pares femeninas y su manera de gobernarse, por ejemplo las dominicas bajo el amparo de los dominicos. Tal compromiso podría representar un grillete para la movilidad que Ignacio buscaba para los miembros de su orden. Otros jesuitas establecen que este criterio de movilidad fue un determinante esencial, pues en el siglo xv las mujeres dedicadas a la vida religiosa no podían salir de los claustros más que para algunas funciones como cuidar de los enfermos y no se les concebía como misioneras en otros países o enseñando en las universidades. 

Las razones de Ignacio pueden ser cuestionadas o no, pero lo que no podemos negar es que la Compañía no hubiera existido sin el apoyo que muchas señoras dieron al santo a lo largo de todo su peregrinaje: Inés Pascual, Isabel Roser, las Íñigas, Leonor de Mascareñas, entre otras. Todas ellas lo alojaron, lo alimentaron, costearon sus estudios en París, le cedieron algunas de sus propiedades e incluso mantuvieron con él una entrañable amistad y una sólida correspondencia, recuperada en parte por el jesuita Hugo Rahner. 

Si nos detenemos en el universo cultural de la época, en el que la mujer era considerada casi como un objeto, Ignacio tuvo gestos muy rescatables, como el de tratar de reivindicar la dignidad de las prostitutas, un sector verdaderamente marginado, al establecer una casa para ellas en Roma. Además claro, de su deseo de reformar varios conventos, como el de las jerónimas para que las religiosas encontraran su centro espiritual, su verdadera vocación y dejaran a un lado el bullicio y la superficialidad en la que vivían.1 

1. La vida en la mayoría de los conventos de la época de Ignacio era bastante relajada, había algunos en donde vivían más de 100 religiosas, sin contar las esclavas o niñas que tenían a su servicio. Las monjas podían entrar y salir a visitar a sus familias y recibir visitas sin ninguna restricción. Tenían joyas, recibían regalos muy costos, comían muy bien, e incluso celebraban bailes cuando las novicias profesaban.

Portrait of a Woman, c. 1490-1495. Master of the Holy Kinship (German). The Cleveland Museum of Art, Bequest of Jane Taft Ingalls 1962.259 https://www.clevelandart.org/art/1962.259

Vayamos ahora al segundo punto, el del lenguaje sobre las mujeres en el Ignacio de los Ejercicios. Hay muchos tipos de mística y también muchos lenguajes que la expresan. En los siglos xii y xiii encontramos al amor cortés como telón de fondo en casi todas las expresiones literarias de la época. En el mundo medieval la visión del varón hacia el sexo femenino estaba polarizada; por una parte, la mujer era tratada como un ser «maligno y engañoso», pero por otra, no era un algo real, sino un constructo literario, una dama idealizada hasta el extremo, un ser inalcanzable, convertido en el objeto de la devoción de los caballeros. 

El imaginario cultural, principalmente el de la lírica provenzal, estaba lleno de coloquios entre enamorados, de encuentros rodeados de jubilosos misterios y suspiros, de amores que son heridas y a la vez desbordamiento. Todo este imaginario se cuela en la mística, hace su cimiento en el lenguaje de algunas beguinas y escritoras religiosas en donde el camino espiritual se expresa a través de un complejo engranaje alegórico. Vemos por ejemplo a Margarita de Porete, quien transforma al alma en Lady Soul, anonadada ante el amor divino, y a Hadewijch de Amberes que habla de este mismo amor, como un inmenso «furor» que la exalta. Así, el modelo del amor cortés se convierte en una suerte de «mística cortés». 

Todas estas expresiones no buscan sino mostrar, desde el contexto del que han bebido, el espacio invisible de la interioridad femenina. El mundo espiritual se devela desde alegorías, desde de una escritura que habla no sólo de las mujeres que la escriben, sino además del Dios que han encontrado, desde su ferviente deseo por él, transformado a través de los símbolos, en su más cercano enamorado. 

Retrato de Margarita de Parma, duquesa de Parma y gobernador de los Países Bajos, 1559. Pintado por Anthonis Mor — Foto de HeritagePi

Algunos resabios de este amor cortés alcanzan a tocar a Ignacio, él tuvo una señora a quien pensaba dedicar todas sus hazañas, una señora «que no era de vulgar nobleza: no condesa, ni duquesa, sino de estado más alto» (Autobiografía, 6). Pero como buen caballero, se mueve en la esfera pública, en el mundo exterior —en el que es concebido desde su imaginario para situar a los varones—, las batallas, el combate, los duelos. Este mundo no lo abandona, por eso aun cuando ya ha comenzado su transformación espiritual, sigue marcado por los ideales de caballería, y aunque la Virgen María ocuparía después el lugar de la noble señora a quien deseaba rendir su espada, Ignacio quiere defenderla y defender su honra frente a un moro como solo lo podría hacer un caballero medieval: con las armas. 

Dennis de Rougemont habla del problema al que se enfrentan muchos místicos, es decir, la insuficiencia de lenguaje para narrar y plasmar su relación con Dios. Para esto Ignacio echa mano de lo que tiene al alcance, de su propia experiencia, y como en las mujeres de las que ya hemos hablado, nos presenta su mundo espiritual, pero sus alegorías son en muchos sentidos bélicas, caballerescas. Dios es un ante todo un rey al que hay que servir y reverenciar como lo hacían los vasallos de la corte, pero no un dulce enamorado del alma. A Dios se le defiende en el campo de batalla, no se le arropa con flores ni palabras cariñosas. Es él, en palabras del santo, quien «quiere conquistar todo el mundo y todos los enemigos» (EE, 95) y no rendirlo amorosamente desde una mística nupcial. Remarco la palabra «conquistar», para ver la contaminación del imaginario en la experiencia interior del santo, de su lenguaje, de sus metáforas. 

Sobre su manera de referirse a las mujeres, pensemos que quien escribe los Ejercicios es este valiente gentilhombre y cortesano, el que ha combatido vigorosamente en Pamplona, pero que también ha leído muchas novelas y ha tomado del marco cultural imperante todas las falsas sistematizaciones que se han hecho sobre las mujeres y su comportamiento. 

En la literatura de la época, e incluso anterior, hay numerosos modelos de cómo eran vistas las mujeres: una categoría de débiles creaturas que tenían que ser dominadas, sometidas, sin derecho a expresarse. Esto sobre todo por su descontrol emocional y su incapacidad para manejar su temperamento. El libro del Conde Lucanor, del infante don Juan Manuel, tiene ejemplos muy ilustrativos; en el cuento xxvii se apunta que «si el marido dice que el río corre aguas arriba, la buena esposa así lo debe creer y decir que es verdad». En este mismo libro, en el cuento xxxv, una dama de mucho carácter obliga a su marido a cometer una serie de acciones muy exageradas, inclusive matar a su caballo, para demostrarle quién era quien mandaba. Al final del relato, el mancebo protagonista sabe «imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de su casa». 

Es la supuesta mesura y estabilidad emocional del varón, en contra de los «cambiantes e impredecibles» estados de ánimo de las mujeres, la que en muchos sentidos le otorga la autoridad. Una que no sólo se extiende sobre el gobierno de la casa, sino también en la política, en el gobierno civil y las leyes, en la trasmisión del conocimiento y las universidades. En el imaginario cultural de Ignacio la autoridad es, entonces, asignada socialmente como uno de los rasgos más importantes de la masculinidad, del ser varón, al que se le considera más sólido en cuestiones de carácter. 

Si, como vimos antes, el simbolismo que encontramos en los Ejercicios se construye a partir de las experiencias del santo, la concepción que tiene del género femenino viene irremediablemente de su marco cultural, y aunque sus alegorías nos parezcan ahora machistas, solo está respondiendo a los determinismos ideológicos de su época. El Enemigo (el Mal Espíritu), comparado con una mujer, con los mismos rasgos «flaco por fuerza y fuerte de grado» (EE, 325) sabe retroceder cuando «el hombre le muestra mucho rostro», es decir, cuando como el mancebo del conde Lucanor sabe «imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de su casa». 

Sin embargo, pese a que se ha discutido mucho este pasaje de los EE y se ha etiquetado a Ignacio como machista o misógino, paradójicamente es gracias a dos mujeres a quienes debe su transformación. 

Históricamente se han establecido las categorías de lo público para los varones y lo privado para las mujeres. En el siglo xv estas categorías eran todavía más patentes. La esfera pública, la notoria, era la del parecer y el hacer grandes hazañas: construir, gobernar, ir a la guerra. La privada, invisible y callada, se relacionaba más con lo doméstico, con el sentir y el ser, sin demostraciones para comprobar el honor o la reputación, con algo que de tan cotidiano, no tenía registros históricos. Nadie, en ese momento de la cultura, había figurado en lo privado, siempre se había quedado detrás de la puerta. 

Después de la batalla de Pamplona, cuando Ignacio es herido y tiene que guardar cama, su esquema se rompe. Entra obligado por las circunstancias a esta esfera privada. Está convaleciente, es un guerrero con la pierna destrozada y no puede volver al mundo de las glorias y las batallas. Permanece nueve meses confinado en una burbuja fuera de la corte y los combates. Su cotidianidad seguramente se reduce a un horizonte muy limitado, las criadas, las cocineras, los niños, los ancianos, las personas que los cuidan, algún mozo. Gente invisible para los que viven entre el bullicio de las salas de palacio, en los bailes, en los torneos, gente que nunca ha buscado ser aprobada y que desde el anonimato no ha aportado «nada» socialmente. 

En este callado espacio, en donde probablemente no hay más sonidos que los que hace la servidumbre y la familia, se hace presente una mujer, su cuñada Magdalena de Araoz, quien al prestarle libros, no de caballería sino de la vida de Jesús y la de algunos santos, lo introduce forzosamente a un territorio que era exclusivamente femenino. Se sabe que los libros devocionales o piadosos eran escritos casi en su totalidad por varones, pero sus principales consumidores no eran ellos. Era un pasatiempo doméstico y casi de mujeres. Para los hombres, fuera de los clérigos y algunas otras excepciones, resultaba mucho más entretenido leer cosas de acción. Esto lo vemos todavía en la actualidad con las series de streaming y las películas, las de muchas hazañas, persecuciones y balazos que suelen ser las preferidas del género masculino. 

Es Magdalena, una mujer, a quien debemos en muchos sentidos la transformación del soldado en peregrino, ella le da un empujoncito; la vuelta de Ignacio al sentir y al ser, más que al querer hacer que otorga honor y prestigio público, viene de este empujoncito, un gesto suave, por demás femenino. 

Todos conocemos el famoso dicho de «entrar como Pedro por su casa», que nos indica la confianza que existe cuando uno está en su casa, sin pretensiones, sin máscaras, sin aparentar nada. Al quedar limitado a un pequeño reducto doméstico, Ignacio toca su emotividad, se siente débil frente a Dios. Es en este ámbito casero, el de los pequeños e invisibles hallazgos cotidianos en donde el santo aprende a ser y no a representar, aprende a estar, sin querer figurar. Entonces nos enfrentamos con una gran pregunta: ¿Qué le hubiera pasado a Ignacio si Magdalena le hubiera dado novelas de caballeros en vez del Flos Sanctorum? Tal vez hubiera seguido en sus imaginaciones caballerescas, buscando solamente la gloria mundana, el próximo combate; tal vez el ruido del que estaba alejado hubiera vuelto a su cabeza. Nunca lo sabremos, podemos hacer mil conjeturas, Dios se vale de recursos siempre insospechados, pero en este caso, es evidente que utilizó a una mujer como catalizador, como agente de cambio y es ella con sus cuidados maternales y su empujoncito, la que trastoca todo. 

Ignacio ingresa en la esfera de lo privado gracias a Magdalena, se reconcilia con el ser y el sentir, desde una profunda introspección, y aunque es movido después a tomar acciones, entre ellas la fundación de la Compañía, no lo hace buscando su propia satisfacción. Se rinde y rinde su autoridad frente a Dios y ya no quiere más «riqueza que pobreza, honor que deshonor» (EE, 23) y aprende a dejar lo externo a un lado. 

Vemos después, que con el paso de los años y conforme va adquiriendo sabiduría, Íñigo aprende a combinar sus deseos de hacer grandes hazañas por Dios, pero no para figurar como un brillante caballero (lo público), sino desde los recursos que ha desarrollado desde estar en lo privado, y así lo simple y cotidiano lo lleva después a «la interior bodega», como diría san Juan de la Cruz, esa de la que Magdalena le entregó la llave. El hacer de Ignacio viene entonces del haber sentido, del haber agrietado su imagen de soldado, no a partir de la búsqueda de la fama y el honor de una fachada. Se hace humilde como los habitantes de la esfera privada. La transformación es evidente, veremos cómo después la brillante armadura que le da prestigio se convierte en un áspero sayal de peregrino y ya no le importan las formas, ya no importa lo que el mundo mire de él. 

Si proseguimos por el itinerario espiritual del santo, hallamos a otra mujer, Nuestra Señora, una presencia fundante e iluminadora en toda la vida de Íñigo. La Virgen le acompaña, lo alienta, es la gran mediadora con su Hijo y, por eso, la presenta en muchas de las meditaciones de los Ejercicios; de hecho, la primera meditación sobre los misterios de la vida de Cristo comienza con la anunciación del ángel a María (EE, 262). 

A lo largo de la historia, una de las facetas más exaltadas de lo femenino es la de ser madre, pero la maternidad, como la crianza de los niños, se reduce a lo privado, al territorio de las mujeres; recordemos el concepto alemán con el que se le enmarca: Kinder, Küche, Kirche (niños, iglesia y cocina). 

Nuestra Señora del Camino, foto proporcionada por el Noviciado Jesuita, México

Sin embargo, Ignacio, en muchos sentidos destruye la barrera entre ambos espacios. María, con su niño en brazos se hace presente, Íñigo nos la muestra con todo un bagaje de ternura, de afectividad que sólo se expresaría en lo privado. El caudillo que antes había hablado de estrategias militares para combatir «al enemigo en su parte más flaca», se detiene también conmovido ante los gestos de Nuestra Señora que canta un cántico de alabanza a Dios (EE, 623), la que se duele con su hijito que sangra en la circuncisión (266). Incluso muestra a Cristo despidiéndose de su madre (273) y le permite ser a ella una de las primeras que reciba la aparición del Resucitado (299). Estas pequeñas estampas no vienen de un corazón de macho forjado en la batalla, de un hombre que busca el prestigio público, el honor a toda costa. 

¿Dónde podemos situar a Ignacio entonces? Existen muchos textos que arremeten contra él, que lo acusan de misógino. En su defensa diríamos que no se le puede desprender de las envolturas culturales, sociales e ideológicas con las que este caballero de Loyola construyó su armadura. Pero recordemos que cuando se la quita, regresa al espacio de Dios, sólo él sabe qué somos cuando cerramos la puerta. Él es el rey, sí, pero su verdadero dominio está en nuestra esfera doméstica, la que está antes de todas las batallas, los salones de la corte y los ruidos, esa esfera que no deja registros históricos, que existe simple sin los códigos de la apariencia. Podemos entender el lenguaje de Ignacio, sus castillos, sus banderas, pero además al del niño ignorante que quiere aprender todo lo que Dios le va enseñando, al del peregrino andrajoso, sin ninguna pretensión mundana, que ha aprendido a ser, solamente a ser. 

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