El águila [el sello] no es cualquier cosa;
es el nahual del gobierno.
Rosario Castellanos,
El advenimiento del águila
«¿Con qué ser de la mitología mexicana te identificas?», pregunté momentos antes de iniciar la plática con Mimi Vargas, guardiana del territorio. «Pues creo que, con Coatlicue, la Madre Tierra», respondió con aire serio. Entonces pensé que para explicar aquello que nos convocaba ese día teníamos que remontarnos al México prehispánico, a la concepción de los dioses agrarios, de los dioses jornaleros, en donde las divinidades son campesinas y las providencias rurales. Esa cosmovisión cuenta con el dios del Maíz, del Agua, del Viento, o la diosa de la Fertilidad. Fueron ellos quienes enseñaron a los aztecas que, para prolongar la existencia humana, debían de hacer sacrificios.
En la mitología mexica los guerreros jóvenes se convierten en dioses. Mimi es joven, es una guerrera y no es un ser mitológico. Más bien es una mujer indígena, originaria de Cholula, Puebla, que pertenece a Futuros Indígenas, una red de resistencia al cambio climático y de luchas territoriales, conformada por jóvenes que, como ella, ya no están dispuestos a sacrificar a su comunidad ni a sus tierras.
Mimi tiene ojos templados, boca tropical y una piel árida, como los climas del territorio mexicano. En su huipil habitan todas las flores de los árboles, y en su falda las confecciones de todos los artesanos. Mimi Vargas es la personificación de la desobediencia civil pacífica. Una digna representante de lo que Benito Juárez trataba de impulsar hace más de 156 años.
Hasta hace un tiempo era impensable hablar de mujeres en temas de posesión de tierras. Según la campaña Basta de violencia contra las mujeres, de la organización Vía Campesina, en el mundo rural son propietarias de sólo el 2% de las tierras, aunque son ellas quienes las trabajan y también las que más las defienden.
Desde pequeña Mimi paseaba por los surcos de la milpa, con su abuela, donde sembraban maíz, frijol y chile. Recuerda que sentía el calor enrojecer su cuello y la piel empapada de sudor. En otras ocasiones veía cómo el frijol germinaba y cómo los chiles iban tomando color para después cortarlos y llevarlos a la mesa; de cómo la cocina se impregnaba del olor a tostado de los chiles con tomates tatemados.
«Ahí aprendí a ser campesina. Hubo una época en que mi abuela dejó de ir a ese terreno y yo no sabía por qué, incluso se enfermó… se enfermó porque ya no iba a sembrar. Ya no tenía esa tierra».
El saqueo de sus tierras ocurrió hace más de treinta años, en Puebla, cuando Mariano Piña Olaya y Manuel Bartlett Díaz gobernaron ese estado de 1987 a 1999. Se planeaba tener una reserva de territorio para construir el «periférico ecológico», una carretera que ahora lleva a miles de automovilistas de Puebla hacía la Ciudad de México y la cual presumieron como «una obra muy importante». Aquellas tierras del Valle Cholulteca, entre ellas las de la abuelita de Mimi y otros campesinos, fueron expropiadas. Mimi recuerda que entre los dos gobernadores saquearon otros territorios además de su comunidad, es el caso de Tlaxcala de Zingo. «Le quitaron su terreno, era uno muy grande que le habían heredado. No le pagaron nada, hubo resistencia aquí en la comunidad, pero no se logró nada».
Una de las grandes paradojas del México «democrático» es aquélla que nos muestra que la resistencia, en lugar de una apertura al diálogo y a la resolución de conflictos por parte de las autoridades, genera represión. En el Valle Cholulteca la hubo. Desalojaron todas las casas que había en ese lugar.
«Bartlett hizo una represión muy fuerte en Puebla. Le tocó una negociación con la Volkswagen, y entregó grandes fragmentos de tierra para esta megaempresa. Las formas de despojar a los habitantes y a las comunidades eran horribles, como llevar perros de pelea para atrapar a los campesinos, y una vez teniéndolos heridos, llevarlos a la cárcel y canjearlos por la tierra. “Se los damos, pero ya cédannos sus hectáreas”, nos decían».
«A algunos les pagaron poco, a otros no les dieron nada. No pagaban porque la gente no sabía leer», añade Mimi. Éste fue el inicio del despojo de la tierra en algunas comunidades de Puebla. El costo humano que provocó fue el desplazamiento de los miembros de la comunidad y el daño a sus medios de subsistencia, como la siembra y la ganadería. Se destruyó el tejido social y por poco se rompieron los lazos culturales con el área geográfica poblana. Sólo les dejaron las condiciones mínimas para establecerse en un nuevo lugar.
Fue hasta el año 2008 cuando esas tierras despojadas se ocuparon por la industria inmobiliaria. «Ese año se crea el Movimiento de Pueblos Cholultecas. Me invitaron a participar y ahí fue mi inicio en el activismo», recuerda Mimi.
El Huitzilopochtli moderno
Ya no es como en la antigüedad, cuando el destino de los pueblos aztecas dependía de la voluntad divina. Los indígenas ahora se han levantado, pero las empresas y todos aquellos saqueadores de las tierras son el nuevo Huitzilopochtli; aquél que nació como dios de la guerra, destructor de los pueblos. Mimi trae a la memoria que, tras la construcción del periférico ecológico, las tierras que le pertenecían a los cholultecas pasaron a particulares.
«Les dieron estas tierras a los desarrollos inmobiliarios. Ahora ahí están establecidas Liverpool, Palacio de Hierro, Sears. Además, se asentaron universidades privadas de renombre. Llegan, se ponen y no hay ninguna reparación del daño; nada cambia el hecho de cómo se obtuvo esa tierra, con despojo».
El despojo se vuelve todavía más crítico con la presencia de la empresas constructoras y sus supervisores en los territorios, pues, apoyados por los empleados municipales y policías, generan un entorno hostil en las comunidades, además de tensión y temor en el seno de las y los campesinos. Ésta es la forma actual de destruir la cultura. La Constitución, en sus artículos 1, 2, 4 y 27, manifiesta que las comunidades indígenas y rurales deben tener derecho a la información y a la consulta, además de una protección al medio ambiente y a la erradicación del desplazamiento forzado, aunque sólo es letra muerta.
Futuros Indígenas
Desde hace dos años Mimi forma parte de las mujeres de la red Futuros Indígenas, un espacio importante para la transformación de los pueblos originarios. Sus integrantes defienden el territorio desde diferentes especialidades de la comunicación, como la radio, la fotografía, la divulgación de imágenes y productos audiovisuales.
«Nos constituimos como red para poder encontrarnos y hacer algo al respecto de los riesgos y peligros de nuestros pueblos, un espacio de acompañamiento entre las defensoras que lo conformamos».
«El cuidado y la defensa del territorio la abordamos también desde el arte. En las comunidades echamos mano de ella para difundir algunas problemáticas y la convocatoria a la acción», cuenta Mimi, quien revive las primeras reuniones, las cuales ocurrieron de manera virtual en plena pandemia. Cuando llamaron a la primera asamblea presencial la sensación fue magnífica e inolvidable. «Entonces tomamos las redes sociales como otro territorio», presume con entusiasmo la activista.
«Hay soluciones a la crisis y que superan las narrativas de progreso capitalista. Ahora desde las comunidades hay diferentes posiciones sobre la protección al territorio y el cuidado de la vida».
Y es que los proyectos de obras públicas de gran escala tienen total incidencia en los casos de asesinatos a activistas medioambientales y defensores del territorio, como se ha demostrado en el caso del defensor Samir Flores, que se interpuso al Proyecto Integral Morelos; el de Filogonio Martínez, quien luchó contra dos proyectos hidroeléctricos, y el de Homero Gómez, quien se opuso a la tala ilegal. Sin mencionar la cantidad de amenazas que sufren diariamente sus comunidades. Las autoridades han fracasado en esclarecer esos casos y la justicia no ha llegado.
«Nos constituimos como red para poder encontrarnos y hacer algo al respecto de los riesgos y peligros de nuestros pueblos, un espacio de acompañamiento entre las defensoras que lo conformamos», dice Mimi, satisfecha de las redes que ha creado, la comunidad que ha formado, la unión de los pueblos y fortaleza ante los megaproyectos. La gente de su pueblo se ha unido tanto que han logrado detener a muchas empresas ajenas a la tierra. «Ante los proyectos de muerte hemos creado proyectos de vida, como las radios comunitarias, las cooperativas y las policías comunales», agrega.
«Mi espiritualidad la he desarrollado en las ceremonias previas a una danza azteca o la misma danza en los cerros, en los lagos y en los ríos, a donde sea que nos toque irnos por las tradiciones que van desarrollándose durante cada año. Aunque comparto esa dualidad, soy católica y voy a misa por mi abuela», dice la activista, que en este proceso de ser protectora del territorio se ha reconocido con la Madre Tierra. «Es esa deidad, la Madre Tierra, quien nos sostiene y quien nos cobija».
Mimi se identifica con la tierra, por eso su labor en la defensa del territorio ha sido importante para los habitantes de su comunidad. La historia de nuestro país ha destacado a muy pocos luchadores sociales de orígenes indígenas, Benito Juárez es un claro ejemplo. En ese sentido cabe la siguiente pregunta: ¿una indígena que defiende sus tierras de los megaproyectos, que da la vida por su identidad y su cultura y que se niega a que su lengua desaparezca, tiene más méritos que aquel indígena que se «superó» para llegar a ser presidente?