Por Alberto Guzmán, S.J.
– Recordando al papa Francisco-
Dios nos escucha. Y cuando le pedimos en nuestras oraciones, un pastor según su corazón, nos mandó, por doce años, a un buen pastor que no se cansó de recordarnos que el nombre de Dios es Misericordia. Pero ¿Cómo puede un pastor hablar con tanta profundidad y ternura sobre la misericordia?
Antes de ser pastor, fue una oveja más del rebaño, y como todas, muy amado por Dios. Y desde joven, cuando escuchó que le dijeron “Yo soy el buen Pastor” (Jn 10, 11), decidió dejarlo todo, y seguir a su pastor, al modo de un peregrino de Loyola que le enseñó a siempre mirar y conocer internamente al Buen Pastor.
Caminar con el Buen Pastor no es fácil al inicio, porque su amor radical y transparente nos confronta. En efecto, aquella oveja se reconoció como “un pecador, perdonado y llamado” a compartir el perdón amoroso del Buen Pastor. Esa experiencia de amor que tocó y transformó su corazón, se llama misericordia, y quien la experimenta, no puede guardar esa alegría para sí mismo.
Aquella oveja que creció con su rebaño, siempre en compañía de sus hermanos, supo que el seguimiento del Buen Pastor le invitaba a amar incondicional mente a toda persona, y de una forma distinta a como el mundo exige; supo también amar la pobreza, porque en las periferias siempre encontraba al Buen Pastor; y supo, por encima de todo, escuchar al Buen Pastor en su oración y su diálogo sincero, para seguirlo por donde Él fuera. Este camino, largo y complejo, se vuelve un camino apasionante hacia y con Dios, cuando reconocemos su presencia en todas las cosas al ser enviados a amar y servir.
Cuando te pidieron ser pastor y acompañar a un rebaño, supiste permanecer cerca de las ovejas sufrientes. Camiones, barrios y calles de la ciudad, fueron los nuevos campos para pastorear amorosamente. No siempre fue fácil, pero sabías que, al hacerte amigo de los pobres, te hacías también amigo del Rey Eterno.
Te convertiste en pastor en medio de tus ovejas. Conocías sus miedos, dolores y preocupaciones, aquello que entristecía el corazón y provocaba desánimo. Pero tu escucha, paciente y amorosa, transmitía el amor del Buen Pastor que te llevó con los empobrecidos; y tu presencia, discreta y cálida, hacía sentirnos y recordarnos lo amados que somos por el Buen Pastor.
Cuando te vi salir por aquel balcón, vestido de blanco, me pregunté ¿por qué ahora te llamas Francisco? Pero al ver que llevabas puestos tus viejos zapatos negros, supe que seguirías caminando con nosotros. Me emocioné al ver tus gestos de cercanía con todo el mundo: con quienes han sido expulsados o han huido de sus países; con los presos a quienes les lavaste los pies; al pedir que escuchemos y hablemos con los adultos mayores; cuando respondías cartas de niños. Pero, sobre todo, el corazón de tus ovejas comenzó a cambiar cuando nos repetiste hasta el cansancio, y de múltiples maneras, que seamos misericordiosos como el Padre lo es (Lc 6, 36).
Te convertiste en el Pastor y amigo de todo el mundo que, al conocer la dura realidad de sus ovejas, hablaste con claridad de nuestros sufrimientos y de tu preocupación por nuestra Casa Común. Pedías con fuerza, un mundo más humano y justo para todos, y como gota sobre piedra, tu palabra permeó en los oídos de los poderosos del mundo, quienes te reconocen como un pastor que ha trabajado por la paz, la justicia y la fraternidad universal.
Tu coherencia, entre acción y palabra, nos hizo confiar en ti y saber que en ti encontraríamos a alguien que nos tuvo siempre en sus oraciones. Cómo olvidar aquella noche cuando oraste en silencio por nuestro mundo detenido por una pandemia. “En la barca de Pedro vamos todos, nadie se salva solo […]” y tu silencio orante nos recordó que el Buen Pastor no se olvida de sus ovejas, y que nos mandó un pastor para amarnos como Él lo hacía en esos momentos de enfermedad y despedidas inesperadas.
Me sentí profundamente interpelado cuando hablabas con tanta alegría de Jesús, el Buen Pastor a quien has seguido, y a quien nos enseñaste a mirar, y a hablarle como un amigo lo hace con otro amigo (E.E. 54). Y tú, nuestro pastor, nos recordaste que en el rebaño llamado Iglesia, cabemos todos, todos, todos. Tu sonrisa contagiosa era un reflejo de la Alegría del Evangelio que viviste y compartiste en todo momento, y tu espíritu misionero, transformó esa alegría en una esperanza que siempre nos va a recordar que Dios es Joven, que Cristo vive en nosotros, y que tenemos que salir a su encuentro en los santos de la puerta de al lado.
Al ver a ese pastor tan amado por sus ovejas en una silla de ruedas, me entristecí de verte cansado y debilitado, pero no te dio pena mostrarte necesitado de los demás. Ahí supe que el Espíritu comenzaría a actuar con mayor fuerza para llevar tu palabra y animar a los más débiles del mundo. Tu confianza en el Buen Pastor y tu amor por el mundo fue una luz en medio de la oscuridad de las guerras, y una palabra profética que animaba a la paz y unidad.
¿Por qué ellos y no yo? Una oración simple que repetiste muchas veces para enseñarnos a ponernos a los pies del crucificado, y preguntarnos: “¿Qué he hecho por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué he de hacer por Cristo? (E.E. n° 53). Tus ovejas agradecen tus palabras y acciones, porque frente a la indiferencia y agresión del mundo, tu proximidad nos recordó que tenemos un lugar privilegiado en el corazón de Jesús, el Buen Pastor que nos amó primero.
Y poco a poco, fuimos comprendiendo más cómo es el Buen Pastor de quien nos hablaste, porque lo veíamos en ti. El Buen Pastor conoce a sus ovejas, se conmueve por su dolor y sufrimiento; el buen pastor “da la vida por sus ovejas” (Jn 10, 11), y desear camina con ellas para consolar con amor paternal, a quienes el mundo ha crucificado, excluido y quebrantado. Y entre nosotros permaneciste siempre, enseñándonos a caminar juntos, pero siempre siguiendo al Buen Pastor.
Al final de tu vida, tú, nuestro buen pastor, agradeciste haber estado en medio de tus ovejas, celebrando la Pascua del Resucitado, quien nos consuela como un amigo consuela a otro amigo que ha sufrido (E.E. 224)
Hoy lloro tu Pascua, porque me conmueve saber que caminaste entre el rebaño que Dios te pidió acompañar, pero doy gracias porque nunca hablaste de ti. Más bien, tu alegría, esperanza y misericordia me hizo mirar al Buen Pastor, quien me ha invitado a caminar en su mínima Compañía, como tú lo hiciste con los pobres de quienes nunca te olvidaste, y con quienes quiero aprender a ser pastor, para algún día poder decir, lo que tu vida me recuerda ahora: “El Señor es mi Pastor, nada me falta (Sal 23)”.
Querido Francisco, ahora que estás junto a nuestra Madre, no te olvides de rezar por nosotros.
Demos gracias a Dios, por las y los pastores que cuidan del gran rebaño llamado Iglesia, y también, porque nos dio al Papa Francisco, un pastor según el corazón misericordioso de Dios.