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Fábulas con Dios al Fondo: La grieta en la roca

En la siguiente fábula, el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola, en la contemplación, de ocupar el papel de alguno de los personajes, para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello se escribe en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central. A la vez, son Fábulas (es decir, aplicación de la imaginación ignaciana) que están incompletas, que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como se puede resaltar que quien contempla está en silencio, envuelto y activo compenetrado por la Presencia.

A mí lo que más me impresionaron fueron sus ojos. Me asomé a ellos y sentí mareo, como si algo estuviera girando en mi propia historia. Al mirarme, sus ojos comenzaron a brillar como si adentro hubieran encendido una luz. Recuerdo que su rostro estaba ardiendo. Puso su mano sobre la mía y fue como si me acercaran una hoguera, como si fuera a bautizarme con fuego. «Tú te llamarás Cleofás», dijo, como quien prepara una herencia.

La verdad, sus palabras me desconcertaron. No me extrañaba que supiera mi nombre porque, el día anterior, Andrés y Juan habían estado con Él. Algo le habrían dicho de mí. ¡Pero atreverse a cambiarme el nombre… así… sin más explicación! ¡Eso era demasiado! Sin embargo, en el fondo, me gustaba aquella actitud. Y me halagaba. «¡Hemos encontrado al Mesías!», había dicho mi hermano, y ser la roca del Mesías no era para tomarse a la ligera, ¿no creen?

A mí no me gusta reflexionar mucho las cosas. Pienso siempre en voz alta, me atrae la acción y reaccionar rápido. El triunfo es para los que se deciden a tiempo, no para quienes lo invierten en muchas consideraciones. Cuando se desea algo hay que tirarse de cabeza hasta conseguirlo, basta con que uno confíe plenamente en uno mismo y sepa encaramarse sobre la propia vida para dirigirla a donde uno quiere. Sí, definitivamente, me gustaba aquello de ser llamado piedra.

Al principio yo había creído que se trataba de una liberación de Roma y de una jerarquía eclesiástica colaboracionista. ¡Había que instaurar el nuevo reinado de Israel! ¿Es que acaso no lo había gritado ya el Bautista?: «¡Raza de víboras… no podrán huir de la ira que viene! ¡Conviértanse, que el hacha ya está partiendo la raíz y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego! ¡Aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo!»

Es cierto que en Caná me había desconcertado. No entendí por qué El le había dado tanta importancia a que unos novios no pasaran un mal momento. Miren que… ¡convertir el agua en vino! Sólo pensé que aquello tenía sentido como un despliegue de fuerza, un adelanto de su poder. Y me sentí más orgulloso que nunca. «Y yo soy la roca», me decía una y otra vez, paladeando que me hubiera seleccionado a mí. Me sentía seguro, confirmando que no me había equivocado al haber creído en El.

Después vino lo del templo. ¡Cuántas veces habíamos hablado entre nosotros sobre eso! ¡Repugnaba ver aquel nido de vendedores con sus montones de jaulas sucias y malolientes, apiñados como aves de rapiña entre los cambistas de caras impasibles y garras de águila. Eran los días de la fiesta. ¡Tenían que aprovecharla! ¡Cómo dejar pasar esa oportunidad para subir los precios, para no dejarse vencer en los regateos, para lucrar con la piedad ajena!

Entonces miré los ojos de Jesús que se endurecían como un relámpago gris. Vio algunos trozos de cuerda tirados en el suelo. Los recogió. Sus manos los ataron y tronó el látigo. Luego avanzó con los ojos fijos en aquellos hombres y… se sintieron rechazados. ¡Era la ira del Cordero! ¡Ni siquiera necesitó golpearlos! Retrocedieron atemorizados cuando El, a puntapiés, derribó las mesas y las monedas se desparramaron por los suelos.

Todavía no se recuperaban de su asombro cuando todo el patio era una sola confusión. ¡Algunos de ustedes estaban ahí y lo recuerdan! Hombres, bueyes, ovejas… huían en tropel desordenado mientras el látigo zumbaba en un grito terrible: «¡La casa de mi Padre no es un mercado!» Y los corrió a todos.

Nos quedamos paralizados. Ni los peregrinos ni nosotros podíamos comprender cómo este hombre solo, indefenso, había despejado el patio entero. Poco a poco nos agrupamos junto a El. Apenas nos atrevíamos a hablar. Yo temblaba más por lo que Él había dicho: «mi Padre». ¿Era ésta otra señal, otra prueba del poder del Mesías y de la misión que traía como un hierro incandescente?

Pero no había mucho tiempo para pensar. En lo alto de la gradería de mármol que conduce al Santo de los Santos estaban los sacerdotes, los levitas, los fariseos, los escribas, con un puñado de guardias y de criados. Ellos tampoco entendían lo que había pasado. Pero estaban enfurecidos. No sabían de qué indignarse más: si de la audacia de aquel pueblerino que se tomaba tales libertades y provocaba un disturbio nunca visto, o de la cobardía de quienes se habían escurrido por las puertas. Ellos eran los responsables del templo, los únicos que podían mandar. Aquel golpe hacía que sangrara su dignidad herida, y su bolsa.

Se acercaron a Jesús. Yo sentí que había llegado el momento de afilar el valor, de estar dispuesto a clavar mi puñal en el centro del pecho, o arrancarle una oreja a quien se interpusiera. Pero no fue necesario. Yo esperaba que ellos intentaran descargar un golpe o hacerlo prisionero. Les temblaban los labios, lo veían con coraje, pero al mirarle los ojos sintieron miedo y bajaron las espadas como flores marchitas.

¡Era para no creerse! ¡Otros por mucho menos habían sido aprendidos! Ellos replicaban, sí, y exigían una señal que respaldara la autoridad de Jesús, pero la batalla se quebraba en palabras. Él habló poco. Sin embargo, me parece que nunca olvidarán lo que dijo: «Destruyan este Santuario, y en tres días lo levantaré».

Ninguno de los que ahí estábamos entendimos. Yo todavía no comprendo el significado de esa respuesta. Sólo sé que lo dejaron ir. Jesús les imponía. Tal vez pensaron que la no resistencia, que la huída de la multitud despavorida eran parte de la señal que pedían. No lo sé. Pero aquella mañana, mientras esos hombres regresaban al interior del templo apretando su odio, yo sentí que algo diferente había empezado y que había que tener una espada a la mano para defenderlo.

Sin embargo, mi confusión se acrecentó. ¡Cuántas veces me he sentido desde entonces como un corcho entre las olas del lago! Jesús se alejó del templo, porque desconfiaba de aquellos hombres; pues, como Él mismo lo había dicho, conoce lo que hay en el interior de cada hombre. Yo veía todo esto como el inicio de la guerra que traería el caudillo que esperaba. Y en toda guerra hay muertos, y hay que matar. Un Mesías encolerizado me parecía terrible, pero asimilable. A fin de cuentas, todo hombre grande es como una isla sin playas: un tanto solitario, un poco inaccesible, enardecido como si llevara el alma entre acantilados punzantes. Siempre es difícil desembarcar en un corazón independiente. Pero Jesús no perdía la paz, y aun en su ira dejaba entrever los ojos de la ternura.

Recuerdo que cuando ya íbamos a perder de vista el templo, Jesús se detuvo un momento. Sus ojos brillaban como un riachuelo: con la misma mirada que había tenido al hablar con esos hombres, con una especie de tristeza, como la de quien sabe que ha fracasado en un gran amor. ¿Quién era este hombre que tronaba como un rayo, pero que al mismo tiempo parecía esforzarse para contener las lágrimas?

Jesús tenía los ojos clavados en la gran ciudad; luego se volvió para mirarme. Yo me sentí fanfarrón y violento, como si se agrietaran las paredes de roca de mi alma. Pero también sentí que comenzaba a amarlo y, no sé, que aquella mirada estaría ahí siempre, muy por encima de todas mis traiciones.


Las Fábulas fueron plurieditadas por Obra Nacional de la Buena Prensa, jesuitas. Editorial Alba SA de CV, Sociedad de San Pablo, Paulinos. Grupo Editorial Latinoamericano, Paulinas.

El autor otorga derecho de reproducción.

Imagen de portada: EXPULSIÓN DE MERCADERES_EL GRECO_1570

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