Fábulas con Dios al fondo: A dos barajas (I)

En la siguiente fábula el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola: ocupar el papel de alguno de los personajes para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello se escribe en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central. A la vez, hay que considerar que, por ser aplicación de la imaginación, son fábulas incompletas que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como  quien contempla en el silencio se percibe envuelto y activo compenetrado por la Presencia.

Con las manos vacías. Esto es amar. De eso estaba hablando Jesús. A mí me golpearon aquellas palabras: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón». Toda mi alma se pobló de recuerdos, y en todos había una esquirla de tristeza. Lo que más me pesaba era el dinero. ¿Saben ustedes cuánto mancha el dinero?

Empiezas tu oficio de cambista como un oficio cualquiera, algo tan honorable como pescador o carpintero. Pero pronto el oro que te pasa por las manos te va poniendo un sabor agridulce en la boca y comienzas a soñar…

Primero son sueños generosos: hacer bien a los demás, redimir a los pobres, generar empleos, ayudar a las familias de tus trabajadores… «¡El hombre es lo más importante de todo!», «Nuestra filosofía de trabajo es humanista», te repites cada día y lo pregonas por todas partes. Te sientes casi orgulloso de tus sueños.

Hasta que un día te sientes atrapado: todos tus sueños giran ya en torno a ti, te haces rico…

Si trabajas todo el día para ganar dinero es porque la esencia de un negocio es generar riquezas: quien no acumula monedas, pierde y ni siquiera es útil a la sociedad. Así, cada vez vas apostando menos por la gente y más por las utilidades: empiezan los movimientos financieros cuidadosamente manipulados por debajo del agua y, si las ventas bajan, hay que reducir el personal para proteger el negocio, para sanearlo…, aunque familias enteras se queden sin trabajo, aunque tus bolsillos sigan intactos sin comprometerlos, sin arriesgarlos.

Claro que hay que preocuparse por tus trabajadores y ser justo con ellos, pero siempre y cuando no comprometan el costo–beneficio de tu negocio, siempre y cuando no impliquen una amenaza para tus ingresos, siempre y cuando se trate de un excedente no comprometedor para el flujo de tu empresa, siempre y cuando no sean un obstáculo para que puedas crecer más, siempre y cuando incrementen la imagen de tu persona o de tu negocio.

Quizá no te das cuenta, pero sigues cayendo progresivamente en el juego de apostar por ti mismo. Las reglas del juego se van definiendo: tu seguridad y tu bienestar van predominando sobre los demás. Pero, ¿acaso no es esto razonable? ¿Acaso no eres tú el hombre emprendedor que llevaría más las de perder si las cosas salieran mal? ¿Acaso no hay que prever para el futuro?

Es cierto que a veces te sientes intranquilo, pero estás convencido de que hay que defender, sobre todo, la fuente de trabajo, los dividendos, el crecimiento de la empresa, las inversiones a futuro. Y la gente se va convirtiendo en un recurso: si le incrementas el salario es para que trabaje más y mejor, si la capacitas es para que sea más redituable, y si le das mayores beneficios es para disminuir las posibilidades de un descontento que afecte tu producción. Además, cuando ves a tu personal contento de nuevo te sientes orgulloso y les hablas del valor de pertenecer a tu negocio, de la gran misión de colaborar a transformar el mundo —tu concepción del mundo— y logras dormir tranquilo: tu negocio prospera, tu gente está realizada y satisfecha.

Por otra parte, ahí está rodeándote el hambre de la sociedad, la ignorancia masiva, las enfermedades de los desprotegidos, la suerte de los que jamás tendrán suerte. Todo ello también te intranquiliza. Entonces te incorporas a algún grupo religioso o de servicio y le das parte de tu tiempo libre, o le regalas algún sobrante generoso de tu efectivo; pero sigues centrado en ti mismo sin arriesgar nada verdaderamente, y con tu conciencia tranquila.

Sí, ustedes no saben cómo envenena el oro. Basta vivir un año en su compañía para que se te pegue al corazón como una máscara; para que te distorsione la realidad y te convenza con sus razones para cuidarlo y hacerlo crecer, para utilizarlo y aun repartirlo sin perder nada de lo tuyo. Al fin has encontrado la fórmula maravillosa para producir camellos en serie que quepan a través del ojo de una aguja.

En verdad que es difícil averiguar dónde se inició el tobogán…

Primero trabajas para vivir, luego vives para trabajar. Tus necesidades crecen al paso de tu progreso. Y resulta que pierdes la salud para tener dinero, y después pierdes el dinero para recuperar la salud. Te afanas por garantizar un porvenir tranquilo y en el camino extravías la tranquilidad para gozarlo. Así conviertes al hombre sabio en el hombre trabajador que labora para generar dinero. ¿Y después? Después le dedicas el tiempo de tu jubilación a resolver un problema de matemáticas: ¿qué distancia ha recorrido un hombre que durante años ha trabajado doce horas diarias, dando vueltas alrededor de una noria?

Además, con el dinero se te mete el espíritu de competencia. ¿Es que acaso el motor del hombre no es el deseo de superación? Hay que ser el primero. Querer es poder. Tú solo puedes superarte… ¿Ser el primero? ¿Es que es posible ser el primero en algo? ¿En qué? ¿Por cuánto tiempo? ¿Contra quién? ¿Y quién es el que premia? ¿En qué consiste el premio? ¿No es todo esto sólo un sueño ingrato? Es como correr con todas las fuerzas, pero sin público, sin línea de meta, sin galardón. Todo se encierra en tu mente, o en tu corazón, buscando atrapar al dragón de las siete cabezas, pero sin reparar que no hay castillo ni doncella que desee ser rescatada.

Por eso avanzas por la vida cargado con sacos de humo, en una competencia que sólo existe anidada en tu imaginación, pero que afecta terriblemente tu vida real, porque te vuelves un cazador de riquezas para decorar la sala de trofeos de tu negocio, de tu casa, o de tu alma.

Entonces bajas al sótano de tu corazón, abres las puertas de tus bodegas y las encuentras llenas de confianza en tus monedas que te protegen del futuro, o repletas de sacos con virtudes acicaladas y guapas, cultivadas con esmero en tu propio huerto para, un día, poder comprar con ellas un pedazo de cielo. Porque esto es lo terrible de la riqueza: te encierra adentro de tu mismo cuerpo, y cuando golpeas las paredes suena hueco, porque estás tan lleno de ti que ni siquiera hay eco. Hasta tus amores, si los hay, son eso: de ti, y tú ya sabes muy bien qué es eso de vivir para lo tuyo.

Continuará…


Imagen de portada: alfonsoas1983-Cathopic.

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