Antes de venir ya había escuchado tu voz, la escuché con claridad: «Mira lo amada que eres, ve el amor que te ha traído y contempla el amor que te recibe». Desde antes de subir al camión rumbo a Ejercicios Espirituales sentí gran consolación, gratitud y gratuidad, porque te escuché en la generosidad descarada, en la paz que habita mi hogar, en el amor paciente de mi hermana, en el poema de mi madre y en la experiencia espiritual de otras personas.
A diferencia de las veces anteriores que hice Ejercicios Espirituales, en los que mi corazón terco se dejó seducir por el mal espíritu, en esta ocasión dispuse todos los medios con gran esfuerzo para «comenzar con gran ánimo y liberalidad» (EE 5).
Al inicio de los ejercicios nos preguntó el padre David Ortiz, S.J., sobre aquello que deseábamos para esos siete días; con gran certeza respondí, con la confianza de que escuchabas mi respuesta, que sentía «grandes deseos de fortalecer mi relación con Jesús, disponerme a su respuesta y madurar mi fe». En silencio guardé otro deseo que sólo me animé a nombrar en el acompañamiento espiritual que me ofreció el padre David: «También siento miedo a su silencio, mas no recuerdo la razón».
En la denuncia al mal espíritu siempre encuentro libertad: Te escucho en mi propio temor a no escucharte, y en tu respuesta misericordiosa. Abres diálogo descarado. Tu compasión me habita y me recuerdas: «¡Cómo no vas a tener miedo! ¡Has contemplado la cruz, sentido los clavos y llorado amargamente!»
Como quien ha visto las olas vagabundas en medio de la tormenta; aquellas que parten barcos y desaparecen tripulaciones completas, a mi memoria viene, con claridad, la razón de mi temor; una inmensa desolación que, aunque corta, causó grandes estragos, así como, una reforma de vida.
Ante la desolación, amorosamente me recuerdas: «Tú deseas la vida, corres en la luz y proclamas esperanza».
Me reconozco en confianza
“Aún no se apagaba la lámpara de Dios (…)
y Samuel ya había escuchado la voz de Dios dos veces.”
(1 Samuel 3; 3–4)
Me reconozco con gran confianza, serenidad, amor, alegría y paz profunda al recordar el naufragio desde la calma de la costa, con pájaros que cantan en pleno vuelo.
Contemplo tu misericordia en las palabras de Beto Guzmán, S.J., sobre ti: «Tú eres el faro, nuestro Principio y Fundamento. Y aunque no te vea en la inmensidad del mar, sé que estás ahí, y a ti quiero ir». Y no puedo dejar de pensar: «¡He visto la luz de tu faro! No hay tormenta, ni ola que borre de mi memoria tu luz». Si bien he vivido desolaciones, éstas también son signo de tu amor, también me acercan a ti.
Mientras el Popocatépetl humea en la lejanía me siento feliz, acompañada, amada y, sobre todo, confiada en ti porque Tú me sondeas y conoces mi corazón. Conoces cada uno de mis sentimientos, sensaciones, pensamientos y deseos. En mi corazón retumba la frase de santa Teresita del Niño Jesús: «La confianza, y nada más que la confianza, puede conducirnos al Amor». No hay vergüenza terrenal que me aleje de ti, Rey Celestial. ¡Me guías a buen puerto, Faro Eterno! Aunque mi corazón sea terco para ir hacia ti, me esperas pacientemente. ¡Tú eres mi faro y en ti confío mi navegar!
Tú conoces mi corazón, pones mi corazón con el tuyo y me llamas a sentir como tú sientes. Tú me creaste, creatura y creación. Me creaste, y no sólo me llamaste hija, sino amada. Y no conforme, creaste a mi hermana y la llamaste hija amada. ¡Amadas hijas tuyas! Tú me recreas día a día; un soplo tuyo basta para que el corazón arda. Tú me moldeas, arcilla entre tus dedos. Tú me restauras como porcelana en oro, me recuerdas valentía y resiliencia. Soy parte de tu génesis; un suspiro al final, creatura amada. Tú eres mi Principio y Fundamento, en ti mi fuerza y mi fracaso.
“No es mirar al Cristo sufriente, sino al que muere como vive,
fiel a su Principio y Fundamento.”
P. David Ortiz, S.J.
Me reconozco pecadora
En medio de la oscuridad que crece en el atardecer me reconozco pecadora. He aquí la historia de nuestro pecado (Génesis 4):
Dos hermanos, tejidos en el vientre de la misma madre, criados por el mismo padre; uno labrador y otro pastor. Dos hermanos ofrendan ante ti, el pastor sus mejores crías; el labrador cosecha de segunda. Tú que cosechas lo que no siembras, sientes agrado por los bellos corderos y desprecio por los frutos magullados. Abrazas al hermano pastor y confrontas al labrador. Él sabe bien la ofrenda que ha hecho y la que ha guardado para sí.
Pero en el corazón del labrador sólo hay odio por su hermano, no se da cuenta de que aunque su hermano no se hubiera gestado jamás, aun así la miseria sigue siendo miseria. Su corazón ya no siente como el tuyo, hace tiempo que dejó de ser así, y ha decidido buscar a su hermano con el espíritu inundado de envidia para erradicarlo de la tierra. Cordero sacrificado a su vanidad, lejos de tu altar oculta su cuerpo, mas su sangre lo ha marcado. Le niega a su madre el cuerpo de su hijo, la condena a ser una madre buscadora que remueve las entrañas de la tierra para encontrarle. No hay sagrada sepultura para su hermano, no hay dignidad ni en la muerte para él.
Ya no son dos hermanos, ahora sólo es uno. Solo viene a ti quien mató a su hermano. Tú conoces su corazón, sabes que miente, le preguntas: ¿Dónde está tu hermano? Ante la pregunta responde indignado: ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? Queda marcado por su pecado, mas en lugar de luchar por regresar a ti construye una ciudad hecha a imagen y semejanza suya; hijo infiel y hermano asesino. Tú te llenas de ira, aborreces tu herencia y maldices tu paternidad.
Me siento abrumada, horrorizada, impactada y sollozo: ¿Qué hemos hecho? ¡He aquí la historia de mi pecado! Te contemplo en la cruz y pienso: Frente a ti mi pecado, he aquí mi vergüenza. Me abres los ojos a la realidad, confrontas mi pecado y me llenas de misericordia. Sólo puedo desear: Quiero ser como las mujeres que a pesar del miedo van al sepulcro a preparar el cuerpo del Hijo Amado. Ellas ante lo indigno salen a dignificar porque “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5; 5).
Tú, un soplo de vida
“Escucha que soy yo quien te llama,
tú no me elegiste a mí, yo te elegí a ti.”
(Juan 15; 16)
Sentada en los portales te escucho decirme suavemente: «Quédate quieta, deja que tu corazón termine de arder». Siento tu llamado, en ocasiones fuerte y contundente, otras tantas tierno y suave. Tu llamada es soplo de vida, dignificante y pleno. Me recuerdas mi bautismo en fuego en medio de las montañas de Zongolica durante el Mochilazo Jesuita, hace casi una década. Tanto amor me has dado que mi respuesta sólo puede ser querer compartirlo con otras personas. Tu amor y tu servicio me provocan; mi corazón arde con intensidad, enciendes mi fuego y me recuerdas la maravillosa vida que ha venido de encender otros fuegos con tu amor.
En ocasiones me identifico mucho con san Ignacio cuando narra la sequedad y el descontento que venía después de sus ensoñaciones mundanas, así me siento con un pensamiento recurrente que tengo, seca y descontenta; mi Babilonia. Acércame a tu corazón, que mi manera de vivir sea la más cercana a la tuya, que mi Jerusalén sea el rostro de tu Reino.
Es la última oración, mi corazón se invade por gran agradecimiento, consolación y alegría por estos Ejercicios Espirituales, por ser la respuesta a mi anhelo, y no conforme con eso, por ser una extraordinaria Gracia que ni mis más grandes deseos, ni mis más locos caprichos hubieran podido imaginar.
Toma, y recibe, mis más bellos días: Mi contemplación con santa Teresa en las «Arenas Blancas», los domingos con mamá viendo películas, las mañanas con Chaparro tomando el sol, los sábados de partido de fútbol con mi papá, el oasis en medio del desierto, el atardecer en «Punta Cometa» con mi hermana, las canciones de mi abuelita y mi paso por el deslave para llegar al pueblo donde la luz toca primero.
Todo es tuyo; mis deseos, mis amores, mis fracasos, mis heridas, mis temores, mis fuerzas, mis sentimientos, mis pensamientos, mi presente, mi pasado y mi porvenir.
A ti lo entrego. Haz con ello lo que más esté en ti. Yo sólo te pido que me acerques cada día más a tu corazón para ser como santa Teresa de Jesús decía: «Amor saca amor».
Señor Jesús, dame tu amor y tu gracia, y cuando no esté en ti no permitas que lo olvide. Deseo decidir en tu amor, reformar mi vida. Tú en mí, yo en ti. Promesa infinita, Faro Eterno, tú mi Principio y Fundamento.
“No insistas en que te deje y me vuelva.
A dónde tú vayas, yo iré, donde tú vivas, yo viviré.”
(Ruth 1; 16)
2 respuestas
Que hermoso es estar frente a cristo crucificado y abrir tu corazón, con humildad y conciencia de vida. Claro, sentir ese amor de Dios ardiente por recibirte y decirte «soy amor, soy misericordia» como dice Isaias «te escuché, te sane y te recontituyo, hijo amado».
Maye!! Te quiero mucho!!
Muchas gracias por tu testimonio, agradezco a la vida poder contemplar tu vida!!