Eran las tres de la mañana del primer lunes de Pascua cuando desperté y revisé por inercia mi celular. Tenía una notificación de Google News: «El papa Francisco ha fallecido». Me quitó el sueño por completo. Estaba perplejo. Al principio pensé que eran fake news, pero cuando empezaron a publicar la noticia cuentas oficiales, entendí que era cosa seria.
Francisco fue un papa que hizo lío. Un pastor incómodo e inquieto con casi todo lo preestablecido; con el camino ya conocido y transitado en la Iglesia: con la ornamentación que orbita alrededor del papado; con la tendencia jerárquica que se ensalza en la diplomacia, en el poder y en el clericalismo recalcitrante; con tanto legalismo y burocracia interna, con los moralismos exigentes de corrientes teológicas que ya no dan respuesta a la realidad.
Fue un líder en toda la extensión de la palabra, un pastor que olió a oveja, que estuvo siempre cercano a los crucificados de hoy, buscando hacer vida aquellas palabras que el cardenal brasileño Claudio Hummes le dijo cuando lo escogieron: «por favor, no te olvides de los pobres». Un mensaje breve pero con mucho Espíritu, de compañero a compañero latinoamericano. Estas palabras fueron el fundamento de su pontificado.
Fue también el papa “samaritano”. No tuvo miedo en aceptar la invitación del Espíritu a vendar las llagas del enfermo, a lavar y besar los pies de mujeres presas, a acariciar con ternura al migrante, a abrazar con cariño al niño que le hizo la pregunta de si su papá ateo se fue al cielo; y en sus últimos momentos, Francisco no tuvo miedo de ser “el hombre medio muerto” (Lc 10, 25-37) abatido por la enfermedad, en dejarse cargar por los médicos y por quienes lo amaron hasta el final.
Su testimonio no puede venir de otro lado más que de la misericordia y la sencillez de la Buena Noticia, de la experiencia del amor de Abbá, de “Papito”, como la tuvo Jesús. Con Francisco hemos entrado a una época donde la misericordia y la ternura de Dios son prioridad en el mundo y tarea pendiente para la Iglesia. En realidad, siempre lo han sido, pero históricamente nos hemos afanado como Iglesia en constituir una teología rigurosa, como siempre a la defensiva, que nos ha llevado a concentrar los esfuerzos en discursos que orbitan en la rendición de cuentas, en una moral individualizante, en un espiritismo sin hacer “polo tierra” con la realidad social, en el don-deuda, en el pecado y en la violencia de la cruz.
¿Por qué no ahora concentrar nuestros esfuerzos en profundizar en la gratuidad, en el amor ilimitado de Papito, en la vida que vence a la muerte, en la extraordinaria libertad que nos da La fuerza de vida y amor que llamamos Espíritu, en profundizar en lo que implica vivir la sinodalidad que nos ha confiado Francisco? Creo que esto va a ser fundamental en el nuevo pontificado y la continuidad será un factor esencial que deberá tomar en cuenta el próximo cónclave; no tanto por mi afinidad a la teología de Francisco, sino por lo que nos grita el mundo con su delirio social, su asfixia ecológica, la revolución vertiginosa de la tecnología y el hambre rampante de la economía.
Más allá de corrientes de pensamiento, de posturas liberales y conservadoras, de ideas y de jaloneos estratégicos que puedan tentar a los cardenales, creo que lo primordial será la unión del Evangelio, el común denominador que es la Vida Nueva que nos ha confiado Jesús y que nos libera de fuerzas destructoras tanto internas o externas. La unificación desde el sensus fidei de quienes creemos en la vida plena de un mundo futuro que hemos de construir y acompañar desde hoy.
Dejar el sofá y el escritorio, dejar la pantalla negra y atender lo que está enfrente, ensuciarnos las manos por crear nuevas relaciones humanas, una nueva sociedad; es decir, el reino de Dios y que de veras el hombre viva, es lo menos que podemos hacer para honrar la vida de un pastor como Francisco.