No hacen falta argumentos. Las mujeres carecen de la potestas que tienen los hombres de Iglesia: potestas sacra recibida por el sacramento del orden. Esto a pesar de que muchos no tienen autoridad por sus «abusos sexuales de poder y de conciencia», tema que no corresponde hablar aquí.
Tampoco tienen autoridad: el tratado de límites del orden social patriarcal, matriz cultural del cristianismo y de la estructura organizativa de la Iglesia, se les ha negado.
Los cambios de los últimos cien años modificaron este orden social con el ingreso de las mujeres al espacio público. Pero en la Iglesia ellas siguen siendo excluidas de la potestas sacra, pues los hombres todavía piensan con categorías del sistema social patriarcal.
Desde mi preocupación por la minusvaloración de las mujeres en la Iglesia y su exclusión del sacramento del orden, voy a referirme al orden social patriarcal y cómo fue asumido por la organización eclesiástica. Terminaré preguntándome si podría haber cambios en esa estructura para reconocer la autoridad de las mujeres y si hay esperanzas de que se levante el impedimento para acceder a la potestas sacra. Antes de continuar es necesaria una aclaración, porque las palabras «autoridad» y «poder» se prestan a confusiones. «Autoridad» suele asociarse con quienes ejercen el poder, como cuando se dice «llegó la autoridad», refiriéndose a la policía, o bien, relacionarla con un saber u oficio. En este caso me refiero a la auctoritas romana, basada en cualidades personales que otorgan una posición de preeminencia o superioridad. Por otro lado, el «poder de seducción» y el «poder de la oración» se entienden como capacidad o fuerza motivadora. Aquí se utiliza la acepción de potestas romana, que proviene del reconocimiento de las condiciones de una persona para ejercer un poder mediante un acto público de carácter jurídico o consuetudinario.
El lugar de las mujeres en el orden social patriarcal
¿Dónde han estado las mujeres en el orden social patriarcal? En sus casas, sometidas a la tutela paterna o a la del marido, a la que pasaban al contraer matrimonio según el sistema de límites que modeló nuestras relaciones y formas de representación, en el que se elaboraron los arquetipos femenino y masculino, identificando al hombre de sexo masculino con el ser humano. Al atribuirle la razón al hombre varón —y, por consiguiente, declarar a la mujer irracional— se le consideró la medida de todas las cosas, mientras que las mujeres fueron —fuimos— pensadas por ellos y en función de sus necesidades.
«La hembra es hembra en virtud de cierta falta de cualidades […] tiene alma, pero no en plenitud como el varón», pensaba Aristóteles; «Bendito sea Dios que no me ha hecho nacer gentil, que no me ha hecho nacer esclavo, que no me ha hecho nacer mujer», agradecía el judío en su oración; «La mujer, dice la Ley, es inferior al hombre en todo. Por tanto, debe obedecer, no para ser violentada, sino para ser mandada, pues es al hombre a quien Dios ha dado el poder», escribió Flavio Josefo; «Las esposas deben estar sujetas a sus esposos» según el orden establecido en la familia romana, que el Nuevo Testamento incluyó y reinterpretó.
Los hombres de la Iglesia acogieron esta minusvaloración. Para Tertuliano, las mujeres incitaban al pecado en los hombres, culpándolas, como a Eva, de los males de la humanidad. Al comentar el relato de creación con base en los conocimientos que se tenían de la reproducción —en el que el hombre era portador de un principio vital que la madre criaba en el útero— san Agustín escribió: «Cuando se pregunte para qué clase de ayuda del varón es hecho aquel sexo, a mi parecer solamente a causa de la prole». Siglos después santo Tomás hizo eco de esta respuesta y la complementó al afirmar que la mujer «es necesaria como pareja para la obra de la procreación, pero no para cualquier otra actividad como algunos pretenden, ya que para todas las demás obras el hombre está mejor ayudado por otro hombre que por una mujer», pues «es inferior al hombre» y por su inferioridad «necesita del varón no sólo para engendrar, como ocurre con los demás animales, sino incluso para gobernarse, porque el varón es más perfecto por su razón y más fuerte por su virtud».
El Decretum de Graciano describió la situación de las mujeres medievales: «Están sujetas al dominio del varón y no tienen ninguna autoridad, ni pueden enseñar, ni pueden ser testigos, ni pueden dar fe, ni pueden juzgar», preguntándose «¿cómo podrían, por tanto, mandar?». Por eso concluyó que, «debido a la condición de subordinación, debe someterse en todo al marido», que es el orden natural y el orden dispuesto por Dios, porque la mujer fue la causa del pecado original y «la imagen de Dios está en el varón, creación única, origen de todos los demás seres humanos, que ha recibido de Dios el poder de gobernar como su vicario».
Sin embargo, algunas mujeres en los monasterios, y otras por fuera de los cánones establecidos, se atrevieron a liberarse de las presiones familiares y sociales para salir de su encierro, exponiéndose a críticas y al rechazo del clero por trastornar el orden social patriarcal. Perseguidas por las autoridades eclesiásticas, algunas fueron llevadas a juicio de la Inquisición y otras excomulgadas, negándoles la autoridad del saber que defendían, así como cualquier forma de poder que ni siquiera se atrevieron a reclamar.
Esta visión peyorativa no era exclusiva de los hombres de Iglesia. En el siglo XVIII Rousseau proponía educar a las mujeres para atender las necesidades de los hombres, mientras que, para Freud, un siglo después, el espacio de la mujer se reducía a la cocina, los niños y la Iglesia. Sus demandas de igualdad eran vistas como expresiones de un complejo de castración y ansiedad fálica.
Estas reivindicaciones también fueron condenadas por el papa Pío XI en 1930, pues el orden social y familiar dependía, según la mirada masculina y clerical, de «la primacía del varón sobre la mujer» y de «la diligente sumisión de la mujer y su rendida obediencia».
Del orden social patriarcal al ordo eclesiástico, ¿dónde han estado las mujeres?
El orden social patriarcal que definió los arquetipos femenino y masculino, que atribuyó al hombre la razón y consideró irracional a la mujer, que concretó el tratado de límites con el que las mujeres quedaron encargadas del ámbito familiar y los hombres de los asuntos públicos, es el entorno androcéntrico y kiriarcal que condicionó las prácticas y doctrinas del cristianismo y que fundamentó el pensamiento de la Iglesia sobre el ser y quehacer de las mujeres. Por ello, no se les reconoce autoridad ni se les permite ejercer el poder en el mundo eclesiástico.
Pero esto no siempre fue así. En las comunidades neotestamentarias las testigos de la resurrección de Jesús tenían autoridad, así como aquéllas que rompieron con las prácticas judías y ejercieron funciones de liderazgo y servicio. Del mismo modo, hubo quienes llevaban la palabra en las reuniones, aunque no estuvieran culturalmente autorizadas, y a quienes Pablo recomendó hacerlo de la manera adecuada: cubriéndose la cabeza (cfr. 1Co 11,5), que era como debían presentarse en público.
Los evangelios confirman el papel de las mujeres al poner en sus labios el testimonio de fe de la comunidad: el canto de María proclamando las maravillas de Dios (cfr. Lc 1,46–55), el acto de fe de la samaritana (Jn 4,39), la confesión de fe de la hermana de Lázaro (Jn 11,27), el anuncio de las mujeres a los discípulos después de la resurrección (Mt 28,8; Lc 24,8–11) y el envío de Jesús a María Magdalena —apóstol de los apóstoles— a anunciar a los demás su resurrección (Jn 20,17–18).
Pablo llamó apóstol a Junias, que, con Andrónico, «se han distinguido entre los apóstoles» (Rm 16,7). También se refirió a «nuestra hermana Febe», a quien le otorgó el título de prostatis, que significa «autoridad», y la llamó «diácono» (Rm 16,1), mismo título que Pablo usó para describir el servicio que él y Timoteo prestaban en la comunidad (1Co 3,5), (2Co 3,6; 1Ts 3,2). Además, en Timoteo 1 se especificaban las cualidades que debían reunir las mujeres diáconos (1Tm 3,11), al igual que los demás dirigentes de las comunidades. Ahora bien, si el Nuevo Testamento no registra que les fuera concedido formalmente un poder, es porque fue escrito por manos masculinas.
El protagonismo de las mujeres en las primeras comunidades de creyentes se perdió cuando el cristianismo se convirtió en la religión del Imperio romano y sus líderes asumieron papeles sacerdotales, ejerciendo un poder sagrado que los hizo superiores al resto, lo que repercutió en la progresiva marginación y definitiva exclusión de las mujeres de los espacios de autoridad.
«El protagonismo de las mujeres en las primeras comunidades de creyentes se perdió cuando el cristianismo se convirtió en la religión del Imperio romano y sus líderes asumieron papeles sacerdotales».
Para distinguir a los funcionarios del culto, Tertuliano utilizó las palabras clerus y ordo, que en el mundo romano se referían a un grupo que detentaba una dignidad diferente de la plebs. En el mundo eclesiástico esto significaba formar parte del ordo sacerdotalis, distinto del resto de la comunidad, a la que denominó plebs christiana. Y refiriéndose a grupos gnósticos, condenó que «las mujeres de estos herejes no sólo osan enseñar, debatir, practicar exorcismos y realizar curaciones, sino incluso bautizar» y «la insolencia de ciertas mujeres que han usurpado el derecho de enseñar, ¿las llevará hasta arrogarse el de bautizar?». Así concretó que «no se permitía a la mujer hablar en la Iglesia, ni enseñar, ni bautizar, ni ofrecer la eucaristía, ni cualquier otra función masculina y menos aún reivindicar un oficio sacerdotal».
Sin embargo, documentos de los primeros siglos registran la presencia de diáconas en el estamento clerical, lo que indica que tenían alguna autoridad y poder. Pero pronto se les prohibió «tocar los vasos y paños sagrados y llevar incienso en torno al altar», y que «por muy docta y santa que sea, no debía enseñar a los varones» ni «bautizar a nadie». Se dispuso que «nunca más se ordenara a mujeres diaconisas debido a la debilidad de su sexo».
La reforma gregoriana del siglo XI ahondó y consagró la división entre clero y laicado: «Hay dos géneros de cristianos, uno ligado al servicio divino […], que está constituido por los clérigos. El otro es el género de los cristianos al que pertenecen los laicos», que buscaba evitar su intervención en asuntos eclesiásticos, algo que tampoco podían hacer las mujeres, sujetas al dominio masculino en la sociedad medieval.
En este entorno, santo Tomás (siglo XIII) definió el sacramento del orden como el medio por el cual el sacerdote recibía el poder (potestas) para consagrar la eucaristía, entendiéndolo como el orden de la creación en el cual los seres inferiores son conducidos por los seres superiores, el cual debía darse en la Iglesia, en la que «unos dispensan los sacramentos a los otros». Así, «como en el sexo femenino no se puede significar una superioridad de grado puesto que el estado de la mujer es de sujeción, síguese que no puede recibir el sacramento del orden».
Otro argumento, igualmente propio de su tiempo, es que las mujeres no podían representar a Cristo porque para que el sacramento fuera signo se requería que tuviera semejanza natural con lo que significaba. Y aunque la fórmula in persona Christi fue acuñada por santo Tomás para explicar que un ministro indigno podía consagrar porque actuaba en representación de Cristo —in persona Christi—, a finales del siglo XX la Congregación para la Doctrina de la Fe la utilizó como impedimento para negar a las mujeres el acceso al orden sacerdotal: «No habría esa “semejanza natural” que debe existir entre Cristo y su ministro si el papel de Cristo no fuera asumido por un hombre» (Inter insigniores 5). Esto fue reiterado por Juan Pablo II: «Cristo confió únicamente a los hombres la posibilidad de ser ícono de su rostro» (Carta a las mujeres 11), declarando que la Iglesia imita a Cristo al no admitir que ellas recibieran la ordenación sacerdotal, ya que «en esta elección estaban incluidos también aquéllos que, a través del tiempo de la Iglesia, habrían continuado la misión de los apóstoles de representar a Cristo» (Ordinatio sacerdotalis 3).
Con esto quedó consolidada la exclusión de las mujeres de la ordenación en el entorno patriarcal de la Iglesia, confirmada por el Código de Derecho Canónico: «Sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación» (canon 1024).
En un nuevo orden social, ¿dónde deberían estar las mujeres en la Iglesia?
Desde finales del siglo XIX las mujeres comenzaron a salir de su tradicional encierro, lo que Pío XI calificó en 1930 como «corrupción del carácter propio de la mujer y de su dignidad de madre, trastorno de toda la sociedad familiar, libertad falsa e igualdad antinatural de la mujer con el marido» (Casti connubi 6). En cambio, Juan XXIII, en 1963, lo reconoció como un «signo de los tiempos» (Pacem in terris 39), «la presencia de la mujer en la vida pública» (Ibid., 41) y sus reclamos acerca del lugar en la familia y la sociedad.
Estas demandas, años después, se extendieron a la organización jerárquica de la Iglesia católica, ya que siguen siendo excluidas del sacramento del orden a pesar de los cambios ocurridos. Mientras que en la sociedad las mujeres han logrado transgredir los límites que el entorno patriarcal estableció para ellas, en la Iglesia católica no faltan argumentos de los hombres de Iglesia para evitar que ocupen el lugar que reclaman porque, en el fondo, está en juego el poder. La admisión de las mujeres al sacramento del orden es, en esencia, una cuestión de poder.
Lo que pasa es que la estructura jerárquica, la organización kiriarcal y la perspectiva sacerdotal, que respondían a circunstancias coyunturales, quedaron consagradas en la doctrina y la liturgia eclesiales, en la espiritualidad y los imaginarios de los hombres de Iglesia y del laicado. Estos argumentos podían tener sentido cuando las mujeres estaban recluidas en el espacio doméstico y eran consideradas incapaces, pero hoy pierden sentido en un contexto en el que la presencia femenina es relevante en todos los ámbitos de la sociedad.
Sin embargo, en este kairós eclesial que representa el actual camino sinodal en el que el papa Francisco ha puesto a la Iglesia, las mujeres participan activamente, han sido convocadas a la Asamblea Sinodal y, por primera vez en la historia, tienen voto. Esta nueva presencia responde al interés del papa Francisco por encontrarles espacio en la estructura jerárquica de la Iglesia, nombrando mujeres en comisiones y organismos vaticanos, y creando los ministerios eclesiales de acólitas, lectoras y catequistas, oficios que siempre habían ejercido de facto.
Pero el espacio para las mujeres en la mentalidad de los hombres de Iglesia —y Francisco es hombre de Iglesia— es el «lugar propio» de los documentos del magisterio eclesial, que es el espacio que el mundo patriarcal les asignó, distinto y separado del espacio que los hombres ocupan. Éste es un espacio de poder, y en la Iglesia, además, de poder sagrado, el cual las mujeres no tienen permitido transgredir.
Por eso el temor a clericalizar a las mujeres que persigue al papa Francisco: ordenarlas sería permitirles transgredirlo. La exclusión de las mujeres de funciones de liderazgo y servicio que ejercieron en las comunidades neotestamentarias no era parte del proyecto de Jesús, sino resultado de prácticas históricas, pues no existen impedimentos bíblicos ni teológicos para mantener su exclusión.
¿Dónde, entonces, quedamos las mujeres en la Iglesia sinodal? En las periferias. Desde allí podemos contribuir a generar cambios de mentalidad —metanoia— y de corazón para desaprender paradigmas propios del clericalismo y deconstruir imaginarios que sustentan modelos caducos de relación entre hombres y mujeres. Al mismo tiempo, proponemos cambios en la Ecclesia semper reformanda que permitan superar la inequidad que supone negar a las mujeres la potestas sacra que se recibe por el sacramento del orden.
Nota: las citas textuales de obras antiguas provienen de investigaciones publicadas por la autora, cuyas fuentes se detallan en el artículo y en la bibliografía.
Para saber más:
Bernabé, Carmen. (2002). María Magdalena: la autoridad en la testigo enviada. En Carmen Bernabé (ed.), Mujeres con autoridad en el cristianismo antiguo (pp. 19–47). Editorial Verbo Divino.
Corpas de Posada, Isabel. (2020). ¿Ordenación de mujeres para el diaconado? Un aporte al debate desde la eclesiología de Vaticano II y la teología feminista latinoamericana. Corpas de Posada Publicaciones.
Corpas de Posada, Isabel. (2023). Conversión ministerial en el tiempo de la conversión a la sinodalidad. Apuntes para una teología de los ministerios eclesiales. Pontificia Universidad Javeriana, Facultad de Teología.
Valerio, Adriana. (2016). Il potere delle donne nella Chiesa. Giudita, Chiara e le altre. Editore Laterza.