Reconocer los apegos que nos ciegan y nos limitan a entregarnos por entero a la vida no es una tarea sencilla; a menudo con la cotidianidad y la rutina no es fácil detenerse y hacer un alto para cuestionarnos ¿qué tan libres somos? ¿Qué actitudes o cosas materiales no me dejan ser libre? Reconocer aquellos apegos y armaduras en nuestras vidas para dejarlas, tal y como lo hizo san Ignacio de Loyola en Monserrat, es una invitación a poder reconocer también aquello que más nos aleja de nuestro Principio y Fundamento, y decidirnos por emprender un camino de plenitud y construcción del Reino de Dios.
Estar presente en el Santuario de Monserrat me resultaba de cierta forma irreal, pisar el lugar donde cientos de años atrás san Ignacio estuvo, y reconocer lo que hoy me representa, que es seguir a Jesús a modo de Ignacio. Me hacía mucha ilusión poder presenciar los lugares más importantes en su vida, aquellos que fueron determinantes en su experiencia de fe.
A lo largo de mi vida me había resultado común escuchar «Monserrat», en clases de formación Ignaciana en el Instituto Lux, en los campamentos del voluntariado jesuita, haciendo referencia a donde san Ignacio dedicó tres días para hacer confesiones y velar sus armas, dejando su espada a los pies de la Virgen, renunciando a su vida de caballero y emprender un camino como peregrino inspirado por la vida de Jesús.
Sin embargo, ponerle una imagen de un espacio físico a Monserrat me fue muy significativo. Al llegar a la estación de tren de Montserrat después de un viaje de dos horas desde Barcelona estaba realmente asombrado por la inmensidad de las montañas donde se encontraba el Santuario de la Virgen. Conforme iba subiendo el vagón sentía una invitación a disponer el corazón y dejarme tocar y conmover por un lugar que fue determinante para la transformación de Ignacio, pidiéndole a Dios la oportunidad de reconocer aquellas armaduras que me atan a no ser libre.
Y así fue esa tarde por el santuario de la virgen de Montserrat, donde caminamos las calles que forman este majestuoso lugar en las montañas, visitando a la Virgen, permitiéndome tener un momento de oración frente a ella, invitado a reconocer aquellos afectos desordenados y apegos, pidiéndole libertad para entregarme por completo a la vida, la valentía de reconocer aquellos prejuicios, ideas o cosas materiales que me encierran en una zona de confort o en una falsa imagen de quien verdaderamente soy, y así fue como pude identificar algunos apegos que me impiden ser libre.
En ese rato de oración vinieron a mí aquellos momentos en mi vida cuando decidí emprender un viaje en la búsqueda de un mundo más justo y humano; por ejemplo, cuando, por un un año, me fui de voluntario jesuita y tuve que dejar mi zona de confort. También dejé atrás aquellos apegos materiales como la ropa, la comodidad de un cuarto amplio, mi coche y ciertas cosas que de alguna forma pensaba que eran indispensables para vivir, como tener el mejor teléfono o computadora.
Y no solamente aspectos materiales, también aquellas armaduras, actitudes o actividades, como salir con mis amigos el fin de semana. Y prejuicios que, de cierta forma, como ser humano llegaba a tener, influenciado por el contexto en el que me desenvolvía, pero sobre todo dejar la actitud de individualismo y egocentrismo en la que solamente importaba lo que hacía para mi vida.
A lo largo de este discernimiento identifiqué las cosas que me limitaban para salir, compartir la vida, entregándome al amor y el servicio, y de cómo encontré a Dios en los momentos más pequeños y sencillos de la vida, aprendiendo a hacer comunidad, a compartir con la otra persona lo que soy y lo que tengo, pero, sobre todo, a reconocerme humanamente como el otro. De esta forma, a lo largo de ese año de voluntariado, inspirado y motivado por dejar esos apegos y armaduras atrás, fue como descubrí lo que san Ignacio llamaría «la indiferencia ignaciana»; fue un año en el que fui sumamente feliz sin importar qué tanto, o no, tenía.
Haber compartido este momento en Montserrat y una vista que me asombraba por la inmensidad de las piedras que conformaban las montañas, y un panorama de la región de Cataluña que apreciábamos desde lo alto de esas montañas, con el grupo de MAGIS México, resultó enriquecedor; entendí que nutrir la experiencia propia desde el compartir de otras personas es una forma de profundizar y hacer comunidad; motivado por el grupo en hacer un alto y dejarnos experimentar el amor de Dios y el encuentro en oración con la Virgen de Montserrat, en un ambiente de confianza, en donde compartimos entre nosotros aquellas mociones que se iban haciendo presentes en nuestro recorrido. Nos dispusimos, a manera de simbolismo, bajar las montañas caminando, como san Ignacio lo hizo en su camino antes de llegar a Manresa.
Bajar la montaña caminando fue un momento en el que, más allá del agotamiento físico o la sed por el impresionante calor que hacía, me sentía plenamente vivo; desde el asombro por las montañas hasta los movimientos que internamente iban resonando en mi corazón. Con cada paso en aquel terreno tan desigual, lleno de rocas, tierra y plantas, me sentía invitado a ser consciente de mi día a día, a no dejarme cegar o llevar por una rutina. En la caminata por la mañana el momento de tener que decidir cuál camino tomar lo asimilo con el discernimiento personal para elegir lo mejor en esta vida, reconociendo las invitaciones de Dios en ella.
Finalmente, tras haber vivido una tarde tan intensa y llena de emociones, reconocí la inmensidad y la naturaleza de la montaña y mi humanidad consciente y vulnerable, que es parte de un todo, y que es motivada por el amor y el servicio; un camino para compartir la vida libremente desde lo que soy y voy aprendiendo, fortaleciendo aquella invitación tan clara que hace unos años me motivó a apostarle al servicio de quienes más lo necesitan, a seguir a Jesús al modo de san Ignacio, teniendo un camino por recorrer y aun con mucho por aprender, dar y recibir.
Imagen de portada: Fray César Blanco-Cathopic