Muchas de aquellas tardes nos reuníamos a recordar, simplemente a eso: recordar, para intentar comprender.
Todas las madres lo dicen: los hijos son difíciles de entender. Los ha visto una crecer, conoces hasta los más pequeños rincones de su corazón y un día, de pronto, hay en ellos algo que no entiendes. Es como si hubieran crecido de repente y se te fueran de los brazos.
Belén es un pequeño poblado de no más de doscientas casas apiñadas sobre un cerro, como un nido de palomas asustadas. En las pendientes suaves, que bajan al poblado, se mezclan la roca calcárea y los bancales de olivos, que descienden en sucesivas terrazas. Las casas, como cuadritos blancos, brillan bajo el sol en un cielo muy azul.
Muchas veces me hablaba de ella, como si alguna vez fuera a dejarla a mi cuidado, como si nos la fuera a dejar como la más hermosa herencia jamás soñada.
Este es mi hogar y no es mi hogar. Esta es mi casa y no es mi casa. ¿Puede entonces tanto una creatura que una sola palabra ensucia todo el mundo?
Quiero llegar a ti, Señor
cuando me llames.
«Si alguien me ama, se alegrará porque voy al Padre.»
«Creo en Dios Padre…» En el Dios que sólo sabe ser Padre. El que nos hizo a su imagen y semejanza. El que nos dio esta maravilla de ser hombres, sus hijos y su gloria. El que nos dio el gozo de respirar la belleza del mundo; el de poder encontrarnos a gusto en la familia humana. El que hace salir su sol y caer su lluvia sin distinciones.