Yo conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz, sólo creer, esperar, cerrar los ojos, entrar en la cuesta arriba. En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la temblorosa esperanza de que el sol está al fondo y volverá mañana.
Yo soy Tomás, el apóstol incrédulo, el hombre que se olvida de creer. Esto es lo que se dice de mí. No hay duda de que hay algo de verdad en esto, pero también hay algo muy parecido a la calumnia. Pero no me malentiendan: no vengo hoy a defenderme, sino a tratar de leer mi propia alma. Es difícil esto de creer, ¿no es cierto?
Porque no fue fácil seguir a Jesús. Yo había vivido siempre lleno de preguntas, lleno de vacíos. Vivías y no podías explicarte nunca nada. Sí, creía en Dios, pero esta fe no cambiaba nada en mi vida. Daba un poco de calor en el templo, pero nada más. Y, sin embargo, yo era un ambicioso: quería una ilusión que traspasase todas mis horas, soñaba en una fe que convirtiera mi agua en vino, mi soledad en alma.
Y, de pronto, a la vuelta de la esquina, te encuentras con un aldeano carpintero, y los que le siguen te dicen: «Éste es el Hijo de Dios». Y esperan que te lo creas así sin más. Así de fácil.
Primero lo sigues por curiosidad, luego por asombro. ¡Hace milagros! Pero después te acostumbras al milagro: lo llegas a ver como algo natural en Él, como algo casi cotidiano. Y lo miras a Él caminar, llenarse de polvo, cansarse, sudar. Tiene hambre, hace bromas y te hace reír, llora, duerme. Y comienzas a olvidar que ya casi creías que es el enviado de Dios. Lo único que te queda es que puedes verlo, y tocarlo, y hablar con Él; pero sigues deseando una prueba mayor de su divinidad, algo que te convenza de una vez por todas. Y es que no comprendes que la fe no es una explosión de un día, sino un río que sólo vive durando.
La verdad, cuando conocí a Jesús estaba yo desentrenado en el arte de creer. Porque uno se va adaptando al modelo impuesto por los demás al ir renunciando poco a poco a tu fe.
Uno creía en la victoria de la verdad, en la bondad del hombre, en la protección de la justicia, en el poder de la paz, en el entusiasmo a toda prueba.
Porque entras en la vida creyendo que los hombres son buenos… y ahí está esperándote el primer golpe. Es una zancadilla o, incluso, una traición que te desencuaderna el alma, precisamente porque no logras entenderla. ¡Cuántos amores han sido desmadejados en el propio hogar, cuántas infancias han sido truncadas cuando empezaban a abrirse, cuántos sueños han sido pisoteados en los caminos del matrimonio, de la amistad, del trabajo!
Y tu alma herida bascula de punta a punta. Entonces rodeas de espinas tu castillo interior, pones puente levadizo para llegar a tu alma; a tu corazón ya no se podrá entrar sin pasaporte. Cuando te das cuenta, si eres afortunado, ya estás forrado de cuchillos.
Y ahí está también la mentira. Pronto descubres que en esta tierra es más útil y rentable la mentira que la verdad. Abres los ojos y ves cómo a tu lado progresan los aduladores, los que tiran la piedra y ocultan la mano, los que saben transar con los influyentes, los que esconden sus deficiencias bajo mil explicaciones, los que prometen y no cumplen, los de corazón partido que hablan bonito y actúan con pisotones. Hasta que un día tú también aprendes a ocultar tus intenciones con una sonrisa devaluada, te rindes, abres puertas, sirves de alfombra, o decides retirarte y te echas encima la cobija de la decepción o del resentimiento.
Luego, ya no estás tan seguro de las personas, pero todavía confías en los ideales. Aunque los hombres fallen, aquellos no defraudarán, y deseas enrolarte bajo alguna bandera. Pronto ves que no triunfan las banderas mejores, que la demagogia es más útil y que, con no poca frecuencia, bajo una gran bandera hay un embaucador más grande. También descubres que el mundo no mide la calidad de las banderas, sino su éxito. ¿Y quién no prefiere una mala causa triunfante a una buena derrotada? Ese día otro trozo de alma se desgaja.
Cuando llegas a este nivel crees en la justicia…, y la santa indignación se sube a tus labios. Criticas, gritas. Gritar es fácil, llena tu boca, da la impresión de que estás luchando. Pero pronto averiguas que el mundo nunca cambia con gritos, y que si quieres estar con los menospreciados tienes que perder la piel.
Luego lo meditas con más detenimiento y te acuerdas de que hay pobres que son negligentes, perezosos, inconscientes, violentos, aprovechados, avaros y apegados a sus pocos palos igual que un rico a sus muchos bienes. Y te convences de que los pobres están así porque se lo merecen, o porque no tuvieron suerte.
Te quedan todavía algunas ráfagas de entusiasmo, leves esperanzas que rebrotan cuando revisas lo que antes creías. Pero un día lo llamas «ilusiones». Tu razón ha triunfado. Y llegas a la conclusión de que sólo existe lo que puedes ver y tocar, que «el mundo es así», que únicamente te queda «vivir a la defensiva» y «llevar la vida lo mejor que puedas».
Ya puedes decirlo abiertamente: eres una persona sensata que se atiene a lo que realmente puede y debe hacer, a lo que minuciosamente ha calculado que puede esperar. Además, a tu lado, a cuatro paredes, quedan algunas personas en las que sí puedes confiar, en las que sí puedes creer, porque ven las cosas igual que tú. ¡Ah!, y un Dios lejano e incomprensible que mora en las alturas, pero al que ocasionalmente puedes acudir con la leve esperanza de que tal vez, alguna vez, te brinde su ayuda.
Por eso me entusiasmó Jesús. Junto a Él sentías como si te sacara el corazón a flote, como si toda la vida se te pusiera de pie. Porque Jesús es la luz que brilla en las tinieblas; pero es una luminosidad que sólo se percibe cuando se le acoge, pues Cristo nunca se impondrá a nadie. Quien no entienda esto se habrá perdido la clave de casi todos los misterios.
Entonces, paso a paso lo iba comprendiendo, yo podía aceptar o rechazar esas señales: saberme amado así, sentirme invitado a amar así. Unicamente yo podría hacer girar la rueda que me llevara a darle crédito a mis razones por encima de todo, colocando así mis convicciones, mis experiencias, mis motivaciones, como el centro y vértice de mi vida, o tener la osadía de meterme en el vértigo de la fe. ¡Atreverme a creerle a Él!
Jamás me presionó. Hubo momentos en que yo sentí que Él se comprometía hasta el extremo, que se arriesgaba a sufrir un desengaño. Pero no se desanimaba. Y es que Él sabe que todos los hombres tenemos el alma de cristal, que, también todos, llevamos ese cristal rajado o quebrado por alguna de las esquinas, y que por esa herida se nos va a veces lo mejor de la vida.
Además, Jesús conoce la tremenda capacidad del hombre para asumir la realidad sin temblar, para estirar su alma, para encaramarse sobre su propia vida, para descubrir que no tiene derecho a acurrucarse entre los golpes recibidos, aunque tan sólo sea para no enterrar su irrenunciable vocación a la alegría. Porque el mundo puede hacernos sufrir, pero únicamente nosotros podemos avinagrarnos el corazón.
Jesús me amaba con un amor de ida sin vuelta. Él no quería que me avergonzara de mi barro ni de mis debilidades. Él me hacía sentir que un verdadero hombre grande no lo es por carecer de defectos, sino por levantar su vida en vilo a pesar de tenerlos. Y es que si ante los criterios de los hombres —la ciega sensatez— yo siempre podría sentirme culpable, incrédulo, y sin remedio, ante el Dios de Jesucristo yo siempre podría sentirme amado.
Junto a Él había comenzado a creer en el amor. ¡Ésa era la mayor prueba de su divinidad que yo, sin saberlo, esperaba! Y cuando crees en el amor ya no te hace falta creer nada.
¡Entonces creí en mi Dios y Señor!
Y en mi impotencia, en mi fragilidad, sentí que su amor era mío. Porque Jesús amando nos lleva a amar, quemando nos incendia, nos hace uno con Él en su costado.
Y comprendí que toda mi tarea de hombre sería tratar de hacerme transparente, para que todos puedan ver al Dios escondido que llevo adentro. Y repartir sin tacañerías lo poquito que yo tenga —esa pisca de fe, esa esquirla de esperanza, esos gramos de alegría— sabiendo que es Él quien vendrá siempre a multiplicarlo. Seguro de que la pequeña llama de un cerillo puede encender un gran fuego: no porque el cerillo sea importante, sino porque la llama es infinita.
En ese momento de luz, como una sombra gris, cruzó por mi alma la posibilidad de que Cristo muriera. Pero, si es Dios, ¿cómo podría morir? Si lo hiciera, ¿cómo podría yo vivir? ¿En quién podría ya creer? Él es la última y la única razón de mi amor. No tengo otras. ¿Cómo tendría alguna esperanza sin Él? ¿En qué se apoyaría mi alegría si me faltase Él? ¿En qué vino insípido se tornaría mi amor si ya no podría ser reflejo del amor de Él? Sólo Jesús da fuerza y vigor en todo.
Sin Él volvería la noche más oscura que nunca. Entrar en la cuesta arriba. Y en mi dolor, no sé, tal vez, sólo quedaría, como flor de invierno, el rebelde consuelo de llorar y el deseo de meter mi mano en su costado.
Foto: © Depositphotos